“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

José María Marcos: la imaginación en la literatura realista

¿Cómo no van a ser verdaderas (estas historias) si las inventé del comienzo al fin? (Bernardo Kordon).

José María Marcos: Mientras escribía el Prólogo de Engranajes de Sangre, y trataba de ser concreto (para no demorar a los lectores en el encuentro con lo más importante), pensaba en una cuestión que no incorporé a esa introducción, pero que juzgo adecuada al reflexionar sobre el valor de estos cuentos.
Este punto está referido a la función de la imaginación en la literatura realista.
Para abordar esta idea recurrí a uno de los escritores que más admiro de este género. En su libro Historias de sobrevivientes, Bernardo Kordon dice algo que le calza justo a Nicolás: “Por supuesto estas historias son rigurosamente reales. Lo digo con palabras de Pablo Neruda: ‘Hablo de verdades. Dios me libre de inventar cosas’. Tales verdades implican una buena parte de fantasía: sin ella no hay literatura posible, ni siquiera una modesta literatura realista (…). Parodiando a Boris Vian: ¿Cómo no van a ser verdaderas (estas historias) si las inventé del comienzo al fin?”.
En mi Prólogo coloqué a Engranajes de Sangre en la tradición de creadores como Kordon y, por este motivo, creo que hay que remarcar que estos cuentos no son meros cuadros costumbristas, sino que son relatos que tienden a desentrañar mecanismos invisibles. Y justamente en ese esfuerzo la imaginación juega un papel clave para echar luz sobre aspectos privados que condicionan los comportamientos públicos.
Por ejemplo, en el cuento que da título al libro, el autor nos presenta a su protagonista de esta manera: “Dominga no iba a explicar que dos de esos niños habían sido el fruto de violaciones. Hombres como él (su hermano). Habían llegado una noche y en una noche se habían ido. Nunca se lo explicaría porque no era necesario”. Luego, al hablar de los hijos de Dominga, cuenta: “Los niños jugaban en la tierra. Jugaban con las piedritas. Las pateaban para ver quién llegaba más lejos. El polvo se levantaba con los golpes. Dominga los observaba, pero no decía nada. Ella tenía esa necesidad de que crecieran rápido. Quería que fuesen grandes y maduros. Fuertes y trabajadores y se fueran bien lejos de todo aquello”.
Con tres o cuatro pinceladas, Nicolás nos mete de lleno en el drama de un personaje ambivalente, que está entregado pero que sueña con un futuro mejor para sus hijos.
Actores como Dominga pueblan el libro y, sin duda, le dan un carácter especial a cada historia.
En “Un beso en la frente”, el desamparo de una escuela rural está esbozado con uno de nuestros peores miedos: “El patio interno de la escuela seguía mudo. El maestro le preguntó si le gustaba el té y la niña asintió con la cabeza. Él se sentó detrás de ella y comenzó a frotar la espalda de la niña, que sonrió”. Con muy poco, el autor nos dice mucho.
El cuento “El machete” tiene un comienzo que ya preludia todo lo demás: “Toma el machete y se agazapa. La tarde entera esperando. No son animales, son hombres. Se han escondido allí y está expectante de ellos. Palpa el mango del machete con fuerza. Abre y cierra la mano. El filo da al suelo. Es un filo grueso que no brilla. Ese machete estuvo en el rancho desde que él tiene conciencia. Nadie le ha dicho de donde salió pero ahí estaba. En la selva es útil y también en la noche”.
Aquí hay por lo menos tres ideas que resplandecen. Una es “No son animales, son hombres”, o sea que el personaje debe enfrentarse con hombres que se comportan como animales. La otra refiere a que el machete es útil “en la selva” pero también “en la noche” donde mandan esos hombres-bestia. Y la tercera idea refiere a la realidad del protagonista: “Es un filo grueso que no brilla (porque nada brilla en esa vida). Ese machete estuvo en el rancho desde que él tiene conciencia. Nadie le ha dicho de donde salió pero ahí estaba”.
En un gran cuento como “El viento empujando”, un veterano de guerra se enfrenta a un enemigo inesperado: “El caño de la cuarenta y cinco estaba helado. Tenía que mantener el pulso sereno aunque le costara. Sin emociones. La señora era buena pero tarareaba una canción molesta que se perdía con el rugido del viento”.
Ese mismo personaje —en una suerte de realismo mágico desvencijado— observa su entorno a través de una brumosa aura: “Afuera la resolana dejaba ver que el sol estaba totalmente cubierto. En las fosas el sol nunca aparecía. Se escondía durante semanas, y sólo frío y más frío. Eran semanas de oscuridad larguísima. Nada más. Como sabían todos en la compañía, mantener los pies secos era importante. Ellos les cortaban los pies a los que morían congelados para sacarles los zapatos. Caminaban hasta que los borceguíes se les clavaban en las plantas de los pies y entonces tenían que volver a cambiarlos. De no encontrar cadáveres en el camino, andaban descalzos hasta que también se terminaban muriendo de frío”.
Como dije en el Prólogo: “No hay andanzas ni proezas de superdotados en estos episodios. Hay historias grises de seres que deben enfrentar lo que les tocó en suerte. Toman mate amargo, caminan por calles de tierra, soportan la lluvia, tienen celos, miran con desdén el porvenir”.
Hoy, creo pertinente agregar que en detalles como los recién leídos vibra la esencia de las historias que Nicolás ha elegido para contar las verdades que se ocultan en su ficción.
Dichos relatos se sostienen sobre una trama que no se queda en la mera acción, sino que busca poner de manifiesto esos engranajes de sangre que presentimos, y que el autor ha sabido trazar con agudeza y con hondura para el regocijo de todos nosotros, los lectores.

Leonardo Oyola, Walter Politano, Nicolás Correa y José María Marcos.