Por José María Marcos | Revista Las Violetas. Pasado y Presente | Mayo de 2024
Alicia Steimberg (1933-2012), cuentista, novelista, traductora y maestra de escritores, tuvo una relación especial con el barrio de Almagro. Vivía en un departamento ubicado sobre la calle Gascón y consideraba a Las Violetas como una extensión de su living, donde solía encontrarse con amistades y también con personajes de ficción.
Era frecuente verla conversar con colegas, allegados y asistentes a su taller literario, desayunando o tomando un simple cortado en una de las mesas, en el espacio luminoso que da a la ochava de Medrano y Rivadavia. Apreciaba además la intimidad del sector de los vitrales, especialmente el rincón con la reproducción de un jardín frondoso, estilo renacentista, en el que jovencitas disfrutan del atardecer, alrededor de una fuente.
Nacida el 18 de julio de 1933, se crio en una familia de clase media, en el barrio porteño de Flores. Era nieta de inmigrantes ucranianos, rumanos y rusos. Su padre falleció cuando ella tenía ocho años. Estudió en el Instituto Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas. Mudada al barrio de Almagro, tuvo tres hijos: Víctor, Estela y Martín. Su obra se destaca por la ironía, lo lúdico y lo mordaz, entreverando el psicoanálisis y el erotismo con la tradición judía, lo urbano y lo anómalo, todo ligado por un hábil manejo de la narrativa. Escritores como Ana María Shua, Guillermo Martínez, Patricia Suárez y Luisa Valenzuela han destacado su prosa. Falleció el sábado 16 de junio de 2012 a los 78 años. Ana María Shua, una de las asistentes a las reuniones en Las Violetas, contó que habían combinado para encontrarse allí a desayunar ese domingo. “Fue una gran escritora que nunca se dejó llevar por modas o convenciones. Siempre buscó un camino propio y original. Encontró una voz particular, alejada de cualquier facción, que se veía en su estilo y su escritura”, recordó Shua en el momento de su adiós(1). Ella y Steimberg compilaron la Antología del amor apasionado (1999), que muestra el desparpajo, la complicidad y el talento de ambas para reunir en un mismo volumen textos de la Biblia, Platón, Freud, Shakespeare y Giovanni Boccaccio con otros de Simone de Beauvoir, Carlos Fuentes, Delmira Agustini, Discépolo, Georges Brassens y Corín Tellado.
Su primer libro, Músicos y relojeros (1971), quedó finalista en dos concursos: el Seix Barral (Barcelona) y el Monte Ávila (Caracas). Esto le abrió la puerta hacia la publicación y le trajo el reconocimiento del ámbito literario, comenzando a relacionarse en aquellos años con Abelardo Castillo, Liliana Heker y Vicente Battista, entre otros creadores. En este primer volumen ya se distingue el tono coloquial y punzante (sello de su obra), en este caso para pintar una Buenos Aires inocente, casi provinciana, de los años cuarenta y cincuenta. Luego vinieron La loca 101 (1973), Su espíritu inocente (1981), Como todas las mañanas (1983) y El árbol del placer (1986).
El segundo gran espaldarazo llegó en 1989 cuando su novela Amatista quedó finalista del Premio La Sonrisa Vertical, que buscaba obras para la Colección Erótica dirigida por Luis Berlanga en la editorial Tusquets. Esta novela fue pionera en introducir en la literatura argentina un erotismo explícito desde la perspectiva femenina, y en más de una ocasión, la autora contó que escribirlo fue todo un desafío: “Estaba transgrediendo todas las reglas, haciendo lo que mamá no quería, siendo una chica desobediente. Fue divertidísimo”(2). Una de las peculiaridades de la novela es que gran parte transcurre en Las Violetas, particularmente en un cuarto misterioso. Así nos enteramos lectores y lectoras cuando la narradora nos presenta a la protagonista: “Amatista estaba bebiendo un Alexander en la confitería Las Violetas. Lo bebió hasta la última gota, llamó al camarero, pagó la consumición y se dirigió hacia el fondo de la confitería. Llevaba un estupendo vestido de crêpe-georgette azul, con lentejuelas en la bata y guantes a tono, largos hasta el codo. Se dirigió sin vacilar a una puerta con un cartel que decía ‘Privado’, la abrió y entró sin llamar. La puerta se cerró automáticamente a sus espaldas. Amatista se encontró en una habitación cuadrada, con un diván y unos almohadones distribuidos en la espesa alfombra por todo mobiliario”. En 2023, la flamante editorial Hugo Benjamín reeditó la novela y Ana María Shua en su prólogo la caracterizó como “cómica, erótica, absurda, surrealista, maravillosamente entretenida”. A este libro le siguieron: El mundo no es de polenta (1991), Cuando digo Magdalena (1992, Premio Planeta en Argentina), Vidas y vueltas (1999), La selva (2000), Una tarde de invierno un submarino (2001), Aprender a escribir (2004) y La música de Julia (2008).
En gran parte de sus textos aparece la identidad porteña con Almagro como epicentro. En el cuento “Con trípode y bastón”, del libro Vidas y vueltas, la protagonista es confundida por un verdulero con la hija de otra mujer y, en vez de aclarar el malentendido, acepta el error. Empieza a preguntarse cómo será esa hija y la otra madre, y a la hora de imaginar señala: “Las vi en su prolijo departamento en mi mismo barrio, Almagro, cerca de la esquina de Medrano y Rivadavia, a cincuenta metros de la confitería Las Violetas. Un buen barrio para hacer una vida tranquila”. Quizá, como la misma Steimberg repetía, esa inventiva la había ayudado durante la infancia y una señora imaginaria la asistía ante sus miedos y las dudas. En esta misma dirección, en el inicio de Aprender a escribir (2004), Steimberg se pregunta: “¿Cómo sucede que alguien llega a ser escritor o escritora?”, y se responde: “Genéricamente se llama escritor a alguien que escribe cuentos y novelas. Es cierto que los historiadores y los filósofos que escriben libros también son escritores. Y los poetas y los dramaturgos son escritores, y los que escriben el texto de una historieta, guiones para cine y avisos publicitarios, pero habría que ver cuánta gente los llama escritores. Yo voy a ocuparme específicamente de lo que vengo haciendo desde hace cuarenta años, debería decir cincuenta, y aún más, si pensamos que desde muy chica ya inventaba dentro de mi cabeza historias completas con comienzo, desarrollo y final, cuando me pasaba algo malo y tenía que consolarme sola (esto no es una queja contra mis padres, también a ellos les pasaron cosas terribles). Vistas en perspectiva, aquellas historias que yo me contaba a mí misma ya revelaban algo, tal vez una habilidad innata para inventar historias, o para convertir una historia trágica en algo más potable, más digerible para la tierna edad de la autora”.
Casi como cerrando un círculo de agradecimiento al barrio, en su última novela publicada, La música de Julia (2008), Steimberg nos presentó el romance entre Eduardo y Julia, dos antiguos amigos que se reencuentran en Almagro a sus setenta años. El lugar elegido es la confitería fundada en 1884, y así es narrado desde el punto de vista de Eduardo: “Sus uniones anteriores no habían sido malas; tampoco las mías. Los dos habíamos tenido amor, pasión, dificultades económicas, vacaciones en Villa Gesell, llantos de recién nacidos, noches en blanco porque eran las cuatro de la mañana y los hijos adolescentes no habían vuelto a casa. Y ahí estábamos, en una mesita de Las Violetas, junto a los vitrales, y para que todo fuera más perfectamente crepuscular, una de las ventanas estaba entreabierta y se veía un sombrío patio interno. Julia y yo nos tomamos de la mano sobre el mantel como si fuera la primera vez que nos atrevíamos a hacerlo; yo con una chica y ella con un muchacho”. La autora contó que “para escribir sobre Julia, me utilicé a mí misma” y señaló que “Julia no siente que tiene setenta, por momentos tiene cincuenta, por momentos treinta y por momentos doce. Los años son números nada más. Ellos se unen para ayudarse, divertirse, pasarla bien. La amistad se vuelve dependencia. Saben que el tiempo es acaso breve, ¿pero quién puede determinarlo?”(3).
Alicia Steimberg adoraba Las Violetas. De eso dejó constancia en novelas y cuentos, como hemos señalado. En algunas ocasiones los concurrentes, los mozos, el salón y sus cuartos secretos eran protagonistas centrales; en otros, apenas una pintura fugaz. Alguna tarde he creído ver su sombra en una mesa, rodeada de amigas y amigos, frente a tazas y una bandeja con sándwiches, masas y bombones. Otras veces, la imagino en el atardecer de un vitral. Escondida detrás de un árbol, espía a los visitantes, sonríe con pudor, se emociona con las historias, toma notas para una nueva ficción.
Era frecuente verla conversar con colegas, allegados y asistentes a su taller literario, desayunando o tomando un simple cortado en una de las mesas, en el espacio luminoso que da a la ochava de Medrano y Rivadavia. Apreciaba además la intimidad del sector de los vitrales, especialmente el rincón con la reproducción de un jardín frondoso, estilo renacentista, en el que jovencitas disfrutan del atardecer, alrededor de una fuente.
Nacida el 18 de julio de 1933, se crio en una familia de clase media, en el barrio porteño de Flores. Era nieta de inmigrantes ucranianos, rumanos y rusos. Su padre falleció cuando ella tenía ocho años. Estudió en el Instituto Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas. Mudada al barrio de Almagro, tuvo tres hijos: Víctor, Estela y Martín. Su obra se destaca por la ironía, lo lúdico y lo mordaz, entreverando el psicoanálisis y el erotismo con la tradición judía, lo urbano y lo anómalo, todo ligado por un hábil manejo de la narrativa. Escritores como Ana María Shua, Guillermo Martínez, Patricia Suárez y Luisa Valenzuela han destacado su prosa. Falleció el sábado 16 de junio de 2012 a los 78 años. Ana María Shua, una de las asistentes a las reuniones en Las Violetas, contó que habían combinado para encontrarse allí a desayunar ese domingo. “Fue una gran escritora que nunca se dejó llevar por modas o convenciones. Siempre buscó un camino propio y original. Encontró una voz particular, alejada de cualquier facción, que se veía en su estilo y su escritura”, recordó Shua en el momento de su adiós(1). Ella y Steimberg compilaron la Antología del amor apasionado (1999), que muestra el desparpajo, la complicidad y el talento de ambas para reunir en un mismo volumen textos de la Biblia, Platón, Freud, Shakespeare y Giovanni Boccaccio con otros de Simone de Beauvoir, Carlos Fuentes, Delmira Agustini, Discépolo, Georges Brassens y Corín Tellado.
Su primer libro, Músicos y relojeros (1971), quedó finalista en dos concursos: el Seix Barral (Barcelona) y el Monte Ávila (Caracas). Esto le abrió la puerta hacia la publicación y le trajo el reconocimiento del ámbito literario, comenzando a relacionarse en aquellos años con Abelardo Castillo, Liliana Heker y Vicente Battista, entre otros creadores. En este primer volumen ya se distingue el tono coloquial y punzante (sello de su obra), en este caso para pintar una Buenos Aires inocente, casi provinciana, de los años cuarenta y cincuenta. Luego vinieron La loca 101 (1973), Su espíritu inocente (1981), Como todas las mañanas (1983) y El árbol del placer (1986).
El segundo gran espaldarazo llegó en 1989 cuando su novela Amatista quedó finalista del Premio La Sonrisa Vertical, que buscaba obras para la Colección Erótica dirigida por Luis Berlanga en la editorial Tusquets. Esta novela fue pionera en introducir en la literatura argentina un erotismo explícito desde la perspectiva femenina, y en más de una ocasión, la autora contó que escribirlo fue todo un desafío: “Estaba transgrediendo todas las reglas, haciendo lo que mamá no quería, siendo una chica desobediente. Fue divertidísimo”(2). Una de las peculiaridades de la novela es que gran parte transcurre en Las Violetas, particularmente en un cuarto misterioso. Así nos enteramos lectores y lectoras cuando la narradora nos presenta a la protagonista: “Amatista estaba bebiendo un Alexander en la confitería Las Violetas. Lo bebió hasta la última gota, llamó al camarero, pagó la consumición y se dirigió hacia el fondo de la confitería. Llevaba un estupendo vestido de crêpe-georgette azul, con lentejuelas en la bata y guantes a tono, largos hasta el codo. Se dirigió sin vacilar a una puerta con un cartel que decía ‘Privado’, la abrió y entró sin llamar. La puerta se cerró automáticamente a sus espaldas. Amatista se encontró en una habitación cuadrada, con un diván y unos almohadones distribuidos en la espesa alfombra por todo mobiliario”. En 2023, la flamante editorial Hugo Benjamín reeditó la novela y Ana María Shua en su prólogo la caracterizó como “cómica, erótica, absurda, surrealista, maravillosamente entretenida”. A este libro le siguieron: El mundo no es de polenta (1991), Cuando digo Magdalena (1992, Premio Planeta en Argentina), Vidas y vueltas (1999), La selva (2000), Una tarde de invierno un submarino (2001), Aprender a escribir (2004) y La música de Julia (2008).
En gran parte de sus textos aparece la identidad porteña con Almagro como epicentro. En el cuento “Con trípode y bastón”, del libro Vidas y vueltas, la protagonista es confundida por un verdulero con la hija de otra mujer y, en vez de aclarar el malentendido, acepta el error. Empieza a preguntarse cómo será esa hija y la otra madre, y a la hora de imaginar señala: “Las vi en su prolijo departamento en mi mismo barrio, Almagro, cerca de la esquina de Medrano y Rivadavia, a cincuenta metros de la confitería Las Violetas. Un buen barrio para hacer una vida tranquila”. Quizá, como la misma Steimberg repetía, esa inventiva la había ayudado durante la infancia y una señora imaginaria la asistía ante sus miedos y las dudas. En esta misma dirección, en el inicio de Aprender a escribir (2004), Steimberg se pregunta: “¿Cómo sucede que alguien llega a ser escritor o escritora?”, y se responde: “Genéricamente se llama escritor a alguien que escribe cuentos y novelas. Es cierto que los historiadores y los filósofos que escriben libros también son escritores. Y los poetas y los dramaturgos son escritores, y los que escriben el texto de una historieta, guiones para cine y avisos publicitarios, pero habría que ver cuánta gente los llama escritores. Yo voy a ocuparme específicamente de lo que vengo haciendo desde hace cuarenta años, debería decir cincuenta, y aún más, si pensamos que desde muy chica ya inventaba dentro de mi cabeza historias completas con comienzo, desarrollo y final, cuando me pasaba algo malo y tenía que consolarme sola (esto no es una queja contra mis padres, también a ellos les pasaron cosas terribles). Vistas en perspectiva, aquellas historias que yo me contaba a mí misma ya revelaban algo, tal vez una habilidad innata para inventar historias, o para convertir una historia trágica en algo más potable, más digerible para la tierna edad de la autora”.
Casi como cerrando un círculo de agradecimiento al barrio, en su última novela publicada, La música de Julia (2008), Steimberg nos presentó el romance entre Eduardo y Julia, dos antiguos amigos que se reencuentran en Almagro a sus setenta años. El lugar elegido es la confitería fundada en 1884, y así es narrado desde el punto de vista de Eduardo: “Sus uniones anteriores no habían sido malas; tampoco las mías. Los dos habíamos tenido amor, pasión, dificultades económicas, vacaciones en Villa Gesell, llantos de recién nacidos, noches en blanco porque eran las cuatro de la mañana y los hijos adolescentes no habían vuelto a casa. Y ahí estábamos, en una mesita de Las Violetas, junto a los vitrales, y para que todo fuera más perfectamente crepuscular, una de las ventanas estaba entreabierta y se veía un sombrío patio interno. Julia y yo nos tomamos de la mano sobre el mantel como si fuera la primera vez que nos atrevíamos a hacerlo; yo con una chica y ella con un muchacho”. La autora contó que “para escribir sobre Julia, me utilicé a mí misma” y señaló que “Julia no siente que tiene setenta, por momentos tiene cincuenta, por momentos treinta y por momentos doce. Los años son números nada más. Ellos se unen para ayudarse, divertirse, pasarla bien. La amistad se vuelve dependencia. Saben que el tiempo es acaso breve, ¿pero quién puede determinarlo?”(3).
Alicia Steimberg adoraba Las Violetas. De eso dejó constancia en novelas y cuentos, como hemos señalado. En algunas ocasiones los concurrentes, los mozos, el salón y sus cuartos secretos eran protagonistas centrales; en otros, apenas una pintura fugaz. Alguna tarde he creído ver su sombra en una mesa, rodeada de amigas y amigos, frente a tazas y una bandeja con sándwiches, masas y bombones. Otras veces, la imagino en el atardecer de un vitral. Escondida detrás de un árbol, espía a los visitantes, sonríe con pudor, se emociona con las historias, toma notas para una nueva ficción.
(2) Friera, Silvina. 18 de junio de 2012. “La narradora que le puso letra al leve encanto de la ironía”. Página/12. www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-25560-2012-06-18.html
(3) Soto, Máximo. 16 de julio de 2007. “A los 12 ya escribía cosas de fuerte contenido sexual”. Ámbito Financiero. www.ambito.com/espectaculos/a-los-12-ya-escribia-cosas-fuerte-contenido-sexual-n3507903