“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

El mundo de Lucas Berruezo

“Escribo para evitar que los
monstruos tomen el control”

Por José María Marcos, especial para INSOMNIA, Nº 212, agosto de 2015

Lucas Berruezo (Buenos Aires, 1982) es licenciado en Letras (UBA), docente y escritor abocado al género de terror. En diálogo con INSOMNIA habló sobre su vocación por el horror, los comienzos, la formación, sus referentes y la escritura como forma de exorcismo. “Alguna vez dije que yo escribía para que los monstruos no tomaran el control, y lo sigo sosteniendo. ¿Cuáles son esos monstruos? Los miedos, siempre los miedos, que dan forma a todo lo oscuro que tiene un hombre”, expresó Lucas, quien prologó las antologías de cuentos fantásticos y de horror Mundos en tinieblas (Galmort, 2008 y 2009) y participó, junto a escritores como Alberto Laiseca, Luis Mey y Liliana Bodoc, en Haikus Bilardo (Muerde Muertos, 2014) de Fernando Figueras y José María Marcos. Sus cuentos y artículos circulan por la web en distintas revistas, como Insomnia, miNatura Axxón. Gestiona El Lugar de lo Fantástico, espacio dedicado a la literatura y el cine de terror. En lo que va de 2015, Muerde Muertos publicó su primera novela Los hombres malos usan sombrero (que es parte del seminario de grado sobre Escritura Creativa que Elsa Drucaroff dictará desde agosto en la Universidad de Filosofía y Letras de la UBA) y su cuento “Esperando a Matías” fue incluido en el libro Mala sangre, una antología de terror con relatos de nuevos escritores argentinos dirigida por Narciso Rossi para la colección Pelos de punta.

LAS COSAS QUE PASAN CUANDO SE HABLA DE TEOLOGÍA

—¿Qué te hizo devoto del cine y la literatura de terror?
—Mi incursión en el terror se dio con algunos tropiezos. De chico, a los diez u once años, cuando algunos de mis compañeros de escuela ya disfrutaban de películas como It, Chucky o Viernes 13, yo seguía recibiendo negativas de mi madre ante mi insistencia en alquilar películas de terror. Sus argumentos me parecían molestos, pero tengo que reconocer que no carecían de razón: “Si veía películas de terror iba a tener pesadillas”. Mi madre sabía por qué lo decía. Recuerdo que una vez vi en la televisión una propaganda de Pesadilla en la que aparecía el rostro de Freddy y estuve, literalmente, varios días sin dormir. El terror me atraía con una fuerza difícil de dejar pasar por alto, pero debía reconocerme demasiado sensible como para darme el lujo de acceder a él. Por eso, curiosamente, llegué al terror antes por la literatura que por el cine. A diferencia de mis padres, a mí siempre me gustó leer, y en mi niñez devoré con placer los libros de la colección Robin Hood, en especial las novelas de Emilio Salgari, las historias de El príncipe valiente y a autores como H. Rider Haggard o R.L. Stevenson. Por eso, que comprara libros o los sacara de la biblioteca no era novedad en mi casa, y con la literatura pasaba algo que con el cine no: nadie se fijaba en lo que leía. Por eso, cuando tenía más o menos doce años, le pedí a mi padre que me comprara La casa del terror de Dean Koontz. Esa fue la primera novela de terror que leí. Me acuerdo que llegué a casa con el libro, me encerré en mi habitación y leí el “Prólogo”. Me acuerdo también que esa noche no pude dormir bien. Después de eso, cuando la adolescencia me permitió elegir qué ver, empecé a entregarme al cine de horror. De hecho, en vacaciones marcaba con birome en la guía del cable cada una de las películas de terror que iban a dar por las noches y, así, trasnochaba mientras todos dormían. ¿Por qué me atraía el terror? Bueno, supongo que por la misma razón por la que me sigue atrayendo: porque me atrae el miedo. Durante gran parte de mi vida viví aterrado por todo, con crisis bastante frecuentes, por lo que el arte que pone en escena y estimula esta emoción, tal vez la más antigua de todas (me animaría a decir que el hombre, en sus comienzos, antes de sentir cualquier otra emoción, incluso amor, sintió miedo), me seduce.
 —¿Cómo fue el pasaje de fan a escritor? O, en otras palabras, ¿cuándo dijiste “quiero hacer esto”?
—Decidí ser escritor a los diecisiete años. Me acuerdo de la edad porque fue una decisión consciente. Para ese entonces ya había descubierto a autores como Stephen King, Clive Barker y W.P. Blatty, y mi incursión en el cine de horror era ya frecuente. Estaba en la casa de unos amigos con los que me juntaba los viernes después de la escuela a discutir sobre teología, cuando uno de ellos me dijo que había empezado a escribir una novela en la que iba a mezclar la religión cristiana con la mitología griega. Le dije que me gustaba la idea y que quería que me pasara el manuscrito para leerlo. Lo hizo y leí su primer capítulo. Cuando hice mi devolución, le marqué varios errores de redacción y le aconsejé varios cambios (en su mayoría estilísticos) para mejorar la novela. Entonces él, mirándome extrañado, me preguntó por qué no me animaba yo a escribir una novela. Fue como un rayo que me partió al medio. Hasta ese momento había leído un libro detrás de otro, pero nunca me había propuesto escribir. Fui entonces a mi casa y empecé en un cuaderno lo que fue mi primera novela, Transmutación, que contaba la historia de un chico que empezaba a sufrir transformaciones nocturnas por una influencia diabólica que heredaba en sus genes. No necesité escribir más que la primera oración para sentir la magia de la escritura. Fue entonces cuando lo decidí: iba a ser escritor. No había otro camino. No quería otro camino. A partir de ese momento elegí estudiar Letras en la UBA. Iba a quemar todas las naves. No iba a haber un plan B. Todavía hoy, casi diecisiete años después, carezco de un plan B.

“¿CÓMO SE LLAMABA ESE TIPO QUE ESCRIBIÓ CARRIE?”

—Estudiaste Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA). ¿Qué le dio la UBA a tu formación de escritor?
—No sé. Para saberlo, tendría que ser consciente de lo que hubiese sido mi formación de escritor sin ella, y pensá que elegí ser escritor casi al mismo tiempo en que decidí estudiar Letras, por lo que no habría, en sentido estricto, una disociación entre la carrera y mi formación de escritor. Las dos van de la mano. Me hice escritor al mismo tiempo en que me conformé como estudiante. Sí vi a muchos compañeros empezar la carrera queriendo ser escritores y cambiar de opinión al poco tiempo, pero eso no me pasó a mí. Como dije antes, nunca tuve un plan B. Creo que la carrera de Letras, en sentido estricto, no te hace escritor. De hecho, los mismos profesores se encargan de dejar bien en claro eso. Más de una vez escuché la frase “La carrera de Letras no forma escritores, sino críticos”, como si esas dos facetas fueran incompatibles entre sí. Para mí, que me desempeño (como tantos) en las dos, no lo son. De cualquier manera, es tanto lo que uno lee, son tantos los escritores con los que uno se cruza (algunos muy conocidos), que definitivamente estudiar Letras no perjudica.
—¿Con tus compañeros y docentes hablabas de tu vocación por el género de terror? ¿Qué pensaban ellos? ¿En estos años cambió la mirada?
—El género de terror siempre fue menospreciado. Aun cuando no se lo menospreciara en voz alta, la subestimación aparecía justamente en el hecho de no tenerlo en cuenta. Yo entré a la UBA siendo un admirador confeso de Stephen King, y me acuerdo de un profesor de Teoría y Análisis Literario, Jorge Warley, preguntando: “¿Cómo se llamaba ese tipo que escribió Carrie?”. Ahí notaba cómo el terror no había ingresado a la Academia. Creo que, últimamente, eso empezó a cambiar, gracias al accionar de docentes como Elsa Drucaroff o Marcelo Burello, entre otros, que eligen sus bibliografías guiados por un interés genuino y personal y no por lo que “se debería dar”. Y tampoco creo que esta nueva valoración se dé sólo en Argentina. No es casualidad que Stephen King, que fue denostado buena parte de su carrera, sea ahora reconocido. No olvidemos que en 2003 recibió uno de los premios más prestigiosos de Estados Unidos, el National Book Foundation for Distinguished Contribution to American Letters.

EL APOYO DE ELSA DRUCAROFF

—¿Qué significa para vos que Elsa Ducraroff haya escrito el prólogo de tu primera novela y que la haya incluido en un seminario de grado sobre Escritura Creativa de la UBA?
—Sin lugar a dudas se trató de una ayuda invaluable. Admiro a Elsa como escritora, como crítica y como docente. Fui su alumno en su seminario del 2005 y, ya ahí, me demostró que se podía ser auténtico, que se podía enseñar y criticar no desde los seguros lugares de la academia, sino desde los inciertos espacios de la propia convicción. En definitiva, son esos espacios los que nos definen y nos dan personalidad. Gracias a Elsa, conocí a escritores que pasaron a ocupar un lugar destacado en mis lecturas, como Samanta Schweblin o Rafael Pinedo, que escribió Plop, una de las mejores novelas argentinas. Cuando le propuse a Elsa escribir el prólogo de Los hombres malos usan sombrero, me encontré con una respuesta sumamente honesta: si le gustaba la novela lo iba a hacer, si no le gustaba, no. Por eso fue una alegría enorme contar con su prólogo, porque sé que todo lo que dice en él expresa lo que ella verdaderamente sintió al leer la novela. Por otra parte, no sólo su prólogo fue una ayuda para mí, sino también sus consejos, que me llevaron a replantear (y en algunos casos a reescribir) algunas escenas de la novela. Sin lugar a dudas, Los hombres malos no sería la misma sin sus aportes. Y, por último (pero para nada menos importante), está toda la ayuda que me da contar con su apoyo, tanto en el prólogo como en el hecho de haber incluido a Los hombres malos en el seminario que va a dictar en este 2015. Nunca me alcanzarán las palabras para agradecerle.
—¿Cuáles son tus autores de referencia?
—En primer lugar, Stephen King. Creo que hay autores que nos convierten en lectores y otros que nos convierten en escritores. King es un autor que no puedo leer sin desear sentarme a escribir. Es, sin lugar a dudas, mi mayor influencia, y creo que se nota en mi estilo. Después, la lista puede ser muy extensa, y seguramente estaría olvidando a muchos. Podría mencionar a Borges, a Poe, a Lovecraft, a Meyrink y al español (nacido en Cuba) José Carlos Somoza. Pero no sólo a ellos, sino también a otros escritores que no se relacionan directamente con el género de terror, como Sabato, Gálvez, el ya mencionado Pinedo y muchos otros. Cada lectura deja huellas y de esas huellas conformamos nuestra escritura. El tema es que muchas veces ni siquiera nosotros nos damos cuenta de las huellas que nos dejan algunos textos y algunos autores. También soy un enamorado de Shakespeare, de Dante, de Cervantes, de Larra, de Eco… En fin.
—¿Qué escritor/es argentino/s considerás que abordaron con éxito el terror?
—Argentina es un país extraño. Con una tradición muy fuerte en el género fantástico (Borges, Bioy, Cortázar, etc., etc., etc.), carece de una tradición sólida en cuanto al terror. Como ejemplo basta nombrar a quien por mucho tiempo fue el principal referente de esta vertiente en la literatura argentina, Horacio Quiroga, que ni siquiera era argentino. No obstante, el siglo XX, con autores como Alberto Laiseca y Charlie Feiling, vio cómo esto empezaba a cambiar y, hoy por hoy, ya podemos hablar de un espacio importante de la literatura de terror en nuestro país. Para dar algunos nombres, podría mencionar a Mariana Enriquez, que está haciendo un muy buen trabajo desde el relato breve, lo mismo que Samanta Schweblin, aunque ella desde un costado más fantástico. También están los hermanos Marcos (José María Marcos y Carlos Marcos) que no sólo escribieron una interesante y muy buena novela llamada Muerde Muertos, sino que también fundaron una editorial del mismo nombre que (¡Oh, casualidad!) es la editorial que publicó Los hombres malos y que de alguna manera agrupa y reúne a muchos de los escritores que se expresan por medio del horror: Marisa Vicentini, Patricio Chaija, Pablo Martínez Burkett, Alberto Ramponelli, Claudia Cortalezzi, entre muchos otros.

DE LOS MONSTRUOS… ME QUEDO CON EL ZOMBI

—¿Tenés algún/os monstruo/s preferidos? ¿Por qué?
—Mmm… Difícil, pero diría que mi monstruo preferido es el zombi. De alguna manera, me gusta lo que el zombi representa (al menos para mí). Uno de los más grandes miedos de la humanidad es el miedo a la muerte, el miedo a que después de nuestro breve paso por esta vida no haya nada que nos espere del otro lado, que todo se resuelva (y disuelva) en una oscuridad eterna. El zombi, de alguna manera, viene a responder a esto. Viene a decirnos que después de la muerte hay algo, que la vida sigue y continúa. El zombi nos demuestra que una vez muertos, podemos abrir los ojos una vez más y seguir caminando. Claro, no es una “segunda vida” ideal, mucho menos deseable, pero es una segunda vida al fin.
—¿Alguna novela y/o cuento que te hubiese gustado crear?
—¿De otros? Ninguno. Si es muy malo, obviamente no me gustaría haber sido su autor; y si es muy bueno, menos. Prefiero ser lector de esas grandes historias. Siempre digo que yo tengo algo que Stephen King jamás podrá tener: yo puedo disfrutar de leer a Stephen King. Él no puede, tiene que contentarse con ser él mismo. Por mi parte, disfruto de mis historias cuando las escribo y de las historias de los demás cuando las leo.

UNA DELGADA LÍNEA ENTRE LA FELICIDAD Y EL HORROR

—“En un bar porteño, Alejandro Paredes descubre una nena perdida. Ella le revela que la persiguen seres que ocultan su verdadera identidad utilizando sombreros. Aquel onírico encuentro sacude la monótona vida del hombre (vendedor de celulares), quien se siente rozado por lo desconocido. Frente al destino en clave de enigma, deberá decidir entre actuar o abstenerse, entre creer o no en un universo apenas vislumbrado. De una certera comprensión de los hechos, dependerá su felicidad... o el horror”. Con estas palabras, la editorial Muerde Muertos presenta Los hombres malos usan sombrero? ¿Cómo nació esta novela?
Los hombres malos nació por la convergencia de al menos tres situaciones distintas. Las primeras dos tuvieron que ver con el trabajo que realizaba en ese momento. Por más o menos diez años fui vendedor de espacios publicitarios para restaurantes. Caminaba todo el día por los centros comerciales y entraba a los negocios para ofrecerles a los dueños la posibilidad de figurar en las cartas, los manteles o los menús domiciliarios de los restaurantes de la zona. Una vez, estaba en el colectivo yendo hacia Monte Castro por la avenida Juan B. Justo, cuando vi por la ventana a una viejita con un pañuelo en la cabeza, sentada en una plaza, sola. Me acuerdo de que, a diferencia de lo que suelen despertar los viejitos solos, esa señora me dio la sensación de ser una persona mala, perversa. Tiempo después, estaba trabajando en Flores para el restaurante Odeón (que estaba en Rivadavia y Pedernera) y entré justamente ahí para ir al baño. Mientras orinaba en uno de los mingitorios pude escuchar cómo alguien gimoteaba en uno de los cubículos. Se quejaba con estertores, fue algo raro. Terminé lo que estaba haciendo con rapidez y salí. Los que lean Los hombres malos van a reconocer tanto esta escena como el lugar, ya que, aunque con otro nombre, este restaurante es uno de los escenarios más importantes de la novela. Y, por último, todo esto se sumó a mi negativa de aquel momento a tener hijos. A diferencia de mi esposa, yo realmente no quería. Sentía que un hijo iba a arruinar todo el futuro que tenía planeado. Esto pone de manifiesto lo maravillosa que es la vida, que nos sorprende y demuestra que es en vano proyectar y planificar con meticulosidad. Los hombres malos, que nació de mi rechazo a ser padre, fue finalmente dedicada a mis dos hijos, Ludmila y Benjamín.

ESCRIBIR PARA EVITAR QUE LOS
MONSTRUOS TOMEN EL CONTROL

—¿Gran parte de la novela transcurre en la UBA ? ¿Por qué elegiste este ámbito?
—En primer lugar, porque la historia lo requería. Alejandro Paredes es un estudiante de Letras que estudia en la UBA. La necesidad del escenario vino dada por las características del protagonista. Y en segundo lugar, porque también representaba el ámbito en el que me movía todos los días. Mientras escribía Los hombres malos ya era una persona casada, con un trabajo que no me gustaba y una carrera que se me hacía cada vez más larga. Iba a la Facultad de Filosofía y Letras entre tres y cuatro veces por semana. A veces hasta cinco. Mi precaria situación económica me obligaba a usar la biblioteca, lo que a su vez me llevaba a visitar la facultad los días en que ni siquiera cursaba. Para darte un ejemplo, nunca me pude comprar un diccionario de Latín-Español, y la biblioteca no los permitía sacar, por lo que tenía que ir todo el tiempo para estudiar y hacer los ejercicios.
—Tu novela indaga sobre los miedos en torno a un escritor en formación que ve cómo sus sueños se van desmoronando en torno a las responsabilidades del mundo. ¿Hay una suerte de exorcismo en todo esto?
—Sí, totalmente. Alguna vez dije que yo escribía para que los monstruos no tomaran el control, y lo sigo sosteniendo. ¿Cuáles son esos monstruos? Los miedos, siempre los miedos, que dan forma a todo lo oscuro que tiene un hombre. En ese momento me sentía abrumado por un futuro que no parecía llegar nunca, y escribir Los hombres malos me permitió darle forma a ese sentimiento de desesperanza y angustia. Tanto el que luchó para ser escritor como el que todavía pasa noches en vela escribiendo relatos que no logra hacer salir a la luz se va a identificar con Alejandro. Al menos eso creo. La vida a veces se convierte en una lucha ardua por aguantar y no cambiar de camino ante los obstáculos. Constantemente las circunstancias nos ofrecen nuevos recorridos para dejar los sueños y guiarnos por caminos más cómodos y seguros. Los cobardes lo llaman “sentido común”, los valientes (es decir, los soñadores) aprenden a desoír ese llamado y a no desviar los ojos del camino. Es una decisión que tenemos que estar dispuestos a tomar. Por eso yo nunca tuve (ni tengo) un plan B. Tal vez la felicidad depende justamente de eso, de no tener un plan B. Es volar o romperte la cabeza contra el suelo, pero sin lugar a dudas hay que saltar.

RECOMENDACIONES Y PROYECTOS EN MARCHA

 —En El Lugar de lo Fantástico reseñás libros y películas. En un género con tanta tradición, ¿cuáles te sorprendieron y/o gustaron en estos últimos tiempos? ¿Cuáles recomendás?
—Entre las películas que reseñé para el blog y que más me gustaron, podría mencionar la saga de El juego del miedo y la película El conjuro, ambas creadas por uno de los mejores directores del cine de horror de la actualidad, James Wan; también The Lords of Salem de Rob Zombie, Cabin in the Woods de Drew Goddard, esa joyita sueca que es Let the Right One In de Tomas Alfredson, Drag Me To Hell del mítico Sam Raimi y, en lo que se refiere al cine nacional, Necrofobia de Daniel de la Vega. Todas me parecieron interesantes y muy buenas. Con respecto a los libros, no puedo dejar de mencionar a Stephen King, cuyas últimas novelas no dejan de mejorar (22/11/63 y Duma Key son sólo dos ejemplos, pero podría darte otros), NOS4A2 de Joe Hill (hijo de King, pero que con esta novela demuestra que no tiene nada que envidiarle a su padre), Las ruinas de Scott Smith, La dama número trece de José Carlos Somoza y las ya mencionadas Muerde Muertos de los hermanos Marcos y Plop de Rafael Pinedo (que, si bien es ciencia ficción, golpea y da miedo). Seguramente estoy incurriendo en varios olvidos imperdonables, pero estos son los libros que se me vienen ahora a la mente.
—¿Proyectos en marcha?
—Mi verdadero proyecto es escribir. Seguir escribiendo. Hasta el momento, tengo tres novelas más que podrían publicarse, más una treintena de cuentos (muchos de ellos ya publicados en mi blog o en distintas revistas). Además, estoy trabajando en un libro de relatos que tiene como escenario común un colegio en el que ocurren acontecimientos poco deseables. Como siempre, el horror es mi principal compañero de trabajo.

“KING, UN UNIVERSO EN SÍ MISMO”

—¿Qué pensás de Stephen King? ¿Qué novelas y/o películas destacás? ¿Por qué?
—Considero a Stephen King uno de los mejores autores de la actualidad y un referente ineludible del género del terror. Es, sin lugar a dudas, mi maestro literario, a quien me gusta volver constantemente. Sé que esta concepción dista de ser meramente personal, me cuesta imaginar otro autor que haya influido tanto en las generaciones de escritores que lo sucedieron (tal vez, en un futuro no muy lejano, pase lo mismo con J.K. Rowling). Sería difícil destacar alguna novela de él, ya que, de una u otra forma, aun las que no recibieron buenas críticas (como Buick 8 o Cell) a mí me gustaron. En todas encuentro una excelente construcción de personajes y un trabajo con el miedo que me parece tan horroroso como inspirador. Con King, nunca sabemos a qué temerle más, si al cuerpo que se levanta de la tumba o al tumor que está comiendo a uno de los personajes, si al alienígena que llega desde el espacio o al accidente que dejó a uno de sus protagonistas sin su familia. En fin, King es un universo en sí mismo, y salvo algún caso aislado, sus libros siempre me satisfacen. Ahora bien, si tuviera que señalar algunos, diría Cementerio de animales, Insomnia, It, Un saco de huesos, La historia de Lisey, Duma Key, 22/11/63 y, la que considero una de sus joyitas tempranas, La larga marcha.

ASÍ ESCRIBE
Capítulo 1 de Los hombres malos usan sombrero (Muerde Muertos, 2015)

Le había ido mal, estaba seguro. Si bien todavía no tenía los resultados del parcial de Latín, sabía que le había ido mal. Eso significaba que todo el promedio se le había ido al carajo. Años y años de esfuerzo, de estudiar noches enteras, de postergar finales, todo estaba ahora rodeado de mierda, como una isla de basura perdida en un mar de porquería. Y ahí, en esa isla, estaba él, Alejandro Paredes, tomando sol.
Por la ventana del colectivo pasaba la ciudad, con la misma velocidad e indiferencia con que una película muda podía pasar ante los ojos de un ciego. Sentado en el último asiento del colectivo, Alejandro hacía como que miraba hacia afuera, tratando de definir lo que iba a hacer, si volvería a su casa o si, por el contrario, aprovecharía la licencia por examen para ir al cine. Después de todo, apenas eran las cuatro de la tarde.
Su celular le vibró en el bolsillo. Era Marisa, que le preguntaba cómo le había ido. Alejandro leyó el mensaje y volvió a guardar el celular.
Ir al cine parecía una buena idea. Se estrenaba una nueva película de Martes 13 (hacía días que las calles estaban empapeladas con afiches que la anunciaban) y no iba a encontrar un mejor momento para verla que ese: estaba solo y tenía el resto del día por delante. Lo que no era menor, ya que para poder ver películas de terror tenía que estar solo. Marisa las odiaba. Decía que le daban miedo. ¡Increíble! ¿Y qué se suponía que tenían que dar las películas de terror? ¿Risa, tristeza? No, tenían que dar miedo, para eso estaban hechas. Era como quejarse porque una comedia hiciera reír o un drama llorar. Excusas, a eso se reducía todo. Y en definitiva, la cuestión terminaba siendo simple: si quería ver una película de terror, tenía que verla solo. Punto. Y ahora estaba solo. Punto.
Pero la entrada del cine no era barata, y no estaba como para meterse en gastos innecesarios. Le haría bien la película, lo distraería del parcial de Latín, pero también sabía que después de verla, o incluso mientras lo hacía, sentiría culpa por haber gastado la plata. Y no necesitaba sentir culpa. Esa tarde no.
Decidió volver a su casa. Aprovecharía para descansar y, con un poco de voluntad, escribiría algo. Hacía tiempo, varios meses, que no escribía nada. La Facultad se lo impedía. La Facultad y su trabajo, pero principalmente la Facultad. Cada vez que contaba con un poco de tiempo libre tenía que usarlo para estudiar. Así, se había pasado todo el verano preparando un final para Literatura Latinoamericana I, que abarcaba desde el tiempo de la conquista (cuando la literatura ni siquiera era literatura) hasta el Modernismo, más o menos. Le gustaba estudiar, no se quejaba de eso, conocer a autores de los que no había oído hablar (el descubrimiento del colombiano José Asunción Silva había sido un grato suceso), pero también quería escribir algo. Al fin y al cabo, para eso se había metido a la carrera de Letras, que por un lado lo formaba como nunca se hubiera podido formar por su propia cuenta y, por otro, le hacía más difícil el camino.
Ni bien entró a su casa, se acercó al radiograbador de la sala y puso un cassette con un viejo compilado de Bon Jovi. Alejandro pensó que ahí, en el corazón de Ramos Mejía, él debería ser el único que en el año 2003 seguía usando cassettes. ¿Pero qué iba a hacer, tirarlos? Ya los tenía y las compilaciones que guardaban habían sobrevivido más de una década sin aburrirlo.
La sala se llenó con la voz juvenil de Jon cantando “Living On a Prayer”. De alguna manera, así era como se sentía él: montado en una esperanza como un surfista en una tabla. Sólo esperaba que ese mar lleno de porquería que era la vida no lo volteara con su corriente.
Fue hasta la cocina y sacó una Quilmes de 350 cm³ de la heladera. No era fin de semana, tampoco era de noche, pero creía merecer una cerveza. Si tenía que renunciar a ir al cine, bien podía tomarse una cerveza.
Volvió a la sala, se recostó sobre el sillón y, con los ojos cerrados, trató de disfrutar de la música. Eran las cinco y cinco de la tarde y todavía faltaban varias horas para que Marisa volviera de trabajar. Lo suficiente como para pensar en el argumento de un cuento. O en la cursada. Le quedaban tres meses de cuatrimestre, pero dudaba de que fuera a aprovecharlos de haberle ido mal en el parcial. A lo mejor tenía que tirar todo a la mierda y sentarse a escribir. En definitiva, ¿a quién se le ocurría hacer una carrera de seis años para ser escritor? A muchos, pero ¿a quién realmente le servía? A pocos, según afirmaban sus mismos profesores. “Letras no forma escritores, sino críticos”, había escuchado más de una vez. Los escritores que admiraba decían que la única forma de aprender a escribir era escribiendo, que era lo que no podía hacer desde que había empezado la Facultad. Y desde que se había casado, claro.
Tomó un trago largo. Luego otro más. En la radio comenzaba a sonar “Miracle”. Alejandro escuchó con atención la letra y se acordó de cuando era chico y soñaba con ser estrella de rock. Podía verse parado frente al espejo, a los diez o doce años, con el puño cerrado ante su boca simulando sostener un micrófono y soñando con ser Jon Bon Jovi, John Lennon o Axl Rose. Cuando a los quince años había decidido ser escritor, después de comprobar varias veces que su aptitud para la música era nula, estos seguían siendo sus modelos. Siempre fantaseaba con los músicos y, en sus fantasías, se imaginaba como un escritor que firmaba autógrafos en la calle, que lo invitaban a los principales programas de televisión o que tenía un séquito de chicas que estaban dispuestas a todo con él. Quería ser escritor pero soñaba con una vida de estrella de rock. De alguna manera tenía gracia.
Gonna need a miracle…
Bebió dos sorbos sin separar la botella de su boca.
‘Cause it’s all on the line…
Un sorbo más.
And I won’t let you down…
No iba a hacer la carrera en seis años, estaba seguro. A lo mejor en ocho, pero era más probable que la terminara en diez. Diez años para recibirse de algo que no era lo que buscaba. Diez años al pedo. Iba a terminar siendo como ese personaje de Arlt. ¿Cómo se llamaba el cuento? “El escritor fracasado” o algo así. Aunque ni siquiera iba a tener tanta suerte, porque al menos ese personaje había sido, en algún momento, una promesa, y él no era más que un empleado.
Cabeceó. Por estudiar no había dormido bien los últimos días y el cuerpo estaba empezando a pasarle factura. Tenía que tener cuidado de no quedarse dormido y manchar el sillón. Terminó lo que quedaba de la Quilmes con tres tragos y dejó la botella sobre la mesa. Volvió a recostarse y a cerrar los ojos.
Parcial de mierda.
Pura mierda.
Después de “Miracle” venía “If a Was Your Mother”, una de sus canciones favoritas, pero no llegó a escucharla, al menos no conscientemente. Antes de que se diera cuenta, y mucho antes de que el cassette terminara de reproducir el lado A, Alejandro se quedó dormido.

DIJO ELSA DRUCAROFF. “¿Por qué una novela nos asusta? ¿Y por qué, aunque nos asusta, nos atrapa hasta no poder soltarla? ¿Y por qué, aunque nos angustia, sentimos en esa angustia, en ese miedo, un raro placer? Leí Los hombres malos usan sombrero con la deliciosa, rara fruición con que me sumergí muchas veces en Lovecraft, en Stephen King, en esa maravillosa novela de Carlos Feiling llamada El mal menor. Como me pasó con ellos, terminé Los hombres malos usan sombrero y me quedé temblando. Pero antes había ingresado serenamente a sus páginas de universo cotidiano, conocido, de conflictos esperables, y había disfrutado que todo de a poco empezara a enrarecerse y con el enrarecimiento naciera, suavemente, el miedo. Un miedo que ya no se fue hasta el instante final de la novela”. Fragmento del prólogo de Elsa Drucaroff a Los hombres malos usan sombrero (Muerde Muertos, 2015).