La Información. Miércoles 21 de diciembre de 2016. |
Eso me pasó con estas tres novelas “para chicos” de José María Marcos.
En cada una de ellas hay chicos y grandes, hay buenos, malos y malísimos, hay animales —el hámster Meso,el perro Huesitos y el perro Locuras—, y hay monstruos de verdad o imaginados; monstruos que, por momentos, parecen salir del libro.
Lo mismo pasa con los personajes:
Camila, una nena que vive con su mamá y el amigo de su mamá en una fábrica abandonada y conoce a un hámster del que se hace muy amiga, en El hámster dorado.
Mariano, un señor que convence a su familia de radicarse en el pueblo de su infancia, Uribelarrea, donde se enfrentará al “mostro” poniendo a prueba su alma de niño, en Monstruos de pueblo chico.
Los dos hermanos y su amigo el Friki, estos aventureros, amantes del cine, que combaten una y otra vez a ese monstruo con el que conviven, en Frikis mortis.
Decía que, así como lo que da miedo parece salirse de las páginas, al ir avanzando en la lectura, también sentimos que los personajes se corporizan y, de alguna manera, nos llaman a seguir leyendo, a que les prestemos nuestra compañía, a que los ayudemos a salir de donde están.
Hay en la narración un algo que atrapa de entrada y no nos suelta la mano, que nos lleva a transitar el miedo, pero también a valorar a la familia y a los amigos.
Y yo creo que ese algo que atrapa tiene que ver con lo que dice el kiosquero de Almagro —personaje secundario de Monstruos de pueblo chico—: “¡Y amo los libros! ¡Pueden cambiar el mundo!”.
Es evidente que José María está convencido de que los libros pueden cambiar el mundo, y nos lo hace notar en cada una de sus historias.