“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

En busca del motor de la escritura

Prosa caníbal (Interzona, 2018) de Juan Carlos Kreimer. Novela, 232 páginas. Por José María Marcos, para La Palabra de Ezeiza

Prosa caníbal (Interzona, 2018), el nuevo libro de Juan Carlos Kreimer (Buenos Aires, 1944), muestra las peripecias de un hombre que anhela entender el mundo, ansía comunicarse y rastrea las mejores palabras para narrar lo que siente y ve. Apelando a un tono confesional, fortalecido por el montaje de apuntes que van desde los años sesenta hasta el presente (con diarios personales, lecturas sobre las obras de Henry Miller y Allen Ginsberg, entrevistas, fragmentos de relatos, poesías o crónicas), la novela va dejando constancia de reflexiones y dudas en torno al ejercicio de la escritura como oficio y necesidad.
En este tránsito aparecen recreaciones de la niñez y la adolescencia, la relación con los padres, las primeras ficciones, conversaciones con el tío Enrique escritor, amoríos, viajes, el periodismo cultural, el paso por distintas redacciones, la gestación de sus libros, la fundación de la revista Uno Mismo (dedicada a la espiritualidad) y, también, gran cantidad de anécdotas con Ernesto Bunge, Miguel Grinberg, Dalmiro Sáenz, Jorge Di Paola Levín, Eduardo Guibourg, Tomás Eloy Martínez, Olga Orozco, Guillermo Schávelzon, Miguel Briante, Antonio Dal Masetto, Miguel Brascó, Pipo Lernoud, Guillermo Saccomanno, Juan Forn, Ricardo Piglia y Eileen Caddy, entre otros referentes, de quienes reúne frases, instrucciones, consejos.
Kreimer presenta, además, la pintura de una época en la que los intelectuales que no estuviesen claramente asociados a un movimiento político eran mirados con desconfianza. Los textos de cuando tenía 18 años revelan su temprana rebeldía junto a la fascinación por el movimiento beat que buscaba nuevas formas de experimentación y romper con las tradicionales formas de compromiso. “Aunque me parezca mero relato de viaje escrito a los saltos, esa intranscendencia que Kerouac y sus amigos viven En el camino me contagia su espíritu”, escribe el 10 de abril de 1963.  La ruptura con la generación anterior se hace palpable cuando una escritora argentina mayor que él le dice (mientras cantan Javier Martínez y Claudio Gabis): “Yo no fumo marihuana, ya estoy fuera de carrera... Vos sí te vas a enamorar de eso. Y de esa música... Vos sos más de esa época que de esta. Yo empiezo a darme cuenta de que el mundo va para un lado, nosotros para otro y ustedes para otro. Los de mi edad hablamos de clandestinidad, ustedes de salirse, o quedar afuera del sistema, borrarse... El sistema nos caga a todos por igual”. Corren los años setenta, los golpes militares son una amenaza real, la lucha armada es la opción para la militancia, la cultura rock está en ebullición y los Manal cantan: “Hoy, recién hoy, el sol me quemó. Y el viento de los vivos me despertó”.
A medida que avanza la novela va tomando fuerza la celebración de una historia amor entre un niño y una mujer adulta (empleada doméstica en la casa de la familia del menor). La mujer amada-deseada-soñada-narrada se llama Dionisia, pero aparece mayormente nombrada como “Dioni”, y su relación con el chico está alejada de cualquier sanción moral: es pura evocación desde el cristal de Dionisio, el dios de lo impulsivo, lo instintivo y lo sensorial. La historia del chico y Dioni se va mezclando con el relato central y termina resultando clave ese entrecruzamiento para comprender qué fantasmas empujan al niño-hombre, quien en un tramo manifiesta: “Los libretos realistas que en otros momentos me servían para creer que lo que hacía tenía un sentido —alguno, el que fuera, aunque no lo conociera— me resultan insuficientes, relativos. Entre esto y mi conciencia de esto ni siquiera existen este yo, mi historia, mi personaje. Todas las respuestas me llevan a estoy solo y seguiré condenado a vérmelas con esta situación todas las noches. Solo a veces vendrán a mí ideas que volverán a entusiasmarme y hacerme creer en ellas y que tomaré como puertas para acceder a situaciones que, haga lo que haga, no cambiarán nada la situación, pero me harán creer que algo puede ocurrir”. Como si esa mujer idílica representara el impulso vital de la creación —acorde con una práctica de Antonio Di Benedetto (“trato de imaginar que se lo estoy contando a alguien, alguien que me quiere”)—, Kreimer pone el foco en la soledad intrínseca del ser humano y habla de la importancia del otro como oyente, interlocutor, motor de toda escritura.