Lejos están los días en que el Capitán Trotamundos aniquile
a una enorme porción de la población. Lejos están las noches en que se pasee
con una ojiva nuclear por el desierto de Nebraska. Lejos están la pesadilla de
Randall Flagg y su proyecto de instalar un reinado de terror.
El pequeño mira el fuego que ha iniciado con un diario, un
fósforo y medio litro de querosén, y disfruta de las formas que surgen de las
llamas. En el baldío, un mapa cambiante le muestra una constelación de avenidas
latiendo como un complejo mecanismo.
En breve será tomado como un chico con problemas, un desquiciado,
un caso perdido, y nadie sabrá que esa tarde capital se asomó al despeñadero de
su personalidad, y solamente el olvido lo protegerá de soñar con el ser defectuoso,
ciego, encorvado, emergido del incendio, que con voz tenue le dijo: “Anhelarás
ser otro, un hombre de negocios, de éxito, un profesional renombrado entre tus
pares; morirás en el desierto, bajo la sombra de la demencia, abordado por un inexplicable
júbilo cuando al fin abraces tu destino”.
De aquella jornada conservará una sensación de escalofrío
que se presentará cada vez que intente comprender por qué no pudo ser valioso
para la sociedad.
Sólo el Dios menor que ha creado al inútil pirómano sabrá del
valor de una vida colmada de absurdas escenas que lo llevarán a dormir en la
calle, revolviendo basura, esperando una limosna.
“Difícilmente uno pueda intuir cuál es el motivo que nos
arrastra a elegir un camino”, recapacitará Trashcan cuando al borde del
Apocalipsis sepa que nada de lo hecho, lo bueno y lo malo, ha sido en vano.