—Estoy harto de tanta mariconada —dijo el Dr. Ferrati después de atender a la quisquillosa Sra. Ordoñez—. El próximo va al sillón nuevo.
Camila, su asistente, lo miró con cara de “¿le parece?”, pero no dijo ni mu. Claro que le parecía. Por algo lo había pagado fortunas.
Al rato, el Sr. Raiteno entró al consultorio portando su palidez. Le dio la mano al doctor, quien, al notarla húmeda y fría, confirmó que no estaba para más escenas.
—No, no, ahí no. Acomódese en este, por favor —le dijo, señalando su flamante adquisición.
Camila les dio la espalda. Toda novedad le resultaba intolerable.
—La muela, a la derecha, la última de arriba, ¿se acuerda? Hay que sacarla, y…
—Sí, sí. Ya repasé su ficha.
—Mire que la otra vez no me tomó a anestesia. Fíjese, bah. ¿No puede ponerme una crema primero? Una cremita, antes de la inyección, digo…
Ferrati ya no lo oía. Puso en marcha el sillón y se limitó a esperar a que el paciente desapareciera, como quien ve hacerse de noche.
Cuando la asistente se animó a mirar, quedaba apenas el fantasma de Raiteno, y luego, nada.
—Un shock de cinco segundos —aclaró Ferrati, moviendo el selector.
El paciente se corporizó en una habitación austera, iluminada con velas. Dos tipos lo sostenían; un tercero portaba una pinza en una mano y con la otra le hacía oler una esponja empapada en jugos de hierbas. Adormidera; mandrágora, tal vez. El dolor era intensísimo, superado apenas por el espanto.
Segundos antes de la catástrofe, el cuerpo de Raiteno se materializó de nuevo sobre el sillón del consultorio.
Vio a Ferrati con la jeringa, a Camila sonriendo cordial, el ambiente prolijo y aséptico. Oyó la música suave, mansa. Y se entregó agradecido.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 106 de miNatura, dedicada al género breve fantástico.