“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

Fernando Garriga | La memoria, los excluidos, el poder, los discursos que naturalizan arbitrariedades

Fernando Garriga.
El autor habló de su nuevo libro Las invasiones ranqueles según mamá  (Modesto Rimba, 2019) y reflexionó sobre el drama individual y su correlato en lo colectivo. Se refirió a la literatura como diálogo con el pasado y compartió los motivos que lo llevaron a escribir este luminoso texto donde pone en cuestión su biografía y la historia reciente. 

Por José María Marcos | La Palabra de Ezeiza | Jueves 6 de febrero de 2020

El escritor Fernando Garriga (1964) publicó Las invasiones ranqueles según mamá (Modesto Rimba, 2019), un texto que parte de un registro autobiográfico para hablar de la historia argentina y de los discursos que intentan naturalizar y justificar las arbitrariedades del poder hacia los excluidos. Con una prosa precisa que contiene también a la poesía, el autor indaga, fundamentalmente, en la persistencia de ciertos prejuicios y de cómo cada época deja marcas indelebles en sus protagonistas. Los desaparecidos, la ESMA, Massera, Videla, el Mundial 78, las hamburguesas de Pumper Nic, la vuelta de la democracia, las pastillas DRF, Alfonsín, el peronismo, la Plaza de Mayo, el Hospital Naval, los psicólogos, el Río de la Plata y otros tantos significantes permiten al autor exponer los alcances de los avatares económicos, sociales y culturales en la historia personal. Muestra, además, cómo un drama íntimo excede lo individual y posee su correlato en lo público y lo colectivo. Colaborador de la sección literaria de La Palabra de Ezeiza (Esto No Está Chequeado), tiene otros libros publicados: Escuela para ciegos (2013), Continuidad de la obra (2015) y Cumpleaños en la isla (2016). Cuentos suyos han aparecido en diversas antologías y revistas de Argentina y España. En esta ocasión, invitamos al autor a hablar de su última producción.
—En Las invasiones ranqueles según mamá (Modesto Rimba, 2019) trazás una línea de continuidad entre los prejuicios formulados contra la cultura aborigen, el peronismo y todo aquello que hoy pueda ser visto como popular. Es una puesta en escena de las opiniones y acciones que surgen de la dicotomía entre civilización-barbarie, que tendría su continuación en peronismo-antiperonismo o republicanos-populistas, por ejemplo. ¿Qué te impulsó a poner la lupa en este punto?
—Fui criado dentro de la clase media acomodada. De origen jujeño, la familia de mi padre tenía todos los tics de las familias patricias que cuando vienen del interior alcanzan, incluso, visos de feudalismo. Básicamente se consideraban “gente bien”. Las invasiones ranqueles... es un libro que se pregunta cómo es el tráfico de sentido en los discursos de mi familia. Cómo se establece, a partir del lenguaje, un sentido común de cómo deben ser las cosas. El lenguaje es el campo de batalla en el que el poder disputa su hegemonía. La auto percibida conciencia de clase se expresa dándole un sentido propio a palabras ya existentes. “Ahora podés emprender”, para el discurso neoliberal significa que te quedaste sin trabajo. La mentira se apodera del discurso, se hace verdad. El que miente dice que habla con la verdad. Eso genera violencia. Es psicopático. “Yo no hago política” o “No me interesa la política” son frases de una gravedad supina, llenas de falsedad, porque las dicen los que ejercen el poder real. La historia de estos tipos siempre termina igual: te dejan a pagar sus deudas y, encima, escriben en sus propios diarios que las cosas fueron distintas. El lenguaje es un modo de resistir. El lenguaje también es un modo de defender la verdad. El mal está naturalizado. Debemos pagar para pasar por las rutas que nos llevan a casa. Debemos pagar por cosas que deberían ser gratis: la electricidad, el agua, la salud y la educación. Si pudieran nos facturarían hasta el aire. “Debemos aumentarte las tarifas, porque la energía en el mundo es carísima”. Pero lo que no te dicen es que ellos se hicieron dueños de la generación de energía en todo el mundo. Algo que sale del movimiento de los ríos, obras que el Estado pagó, te dicen que son de ellos. Se apropian de las cosas. Se apropiaron de las tierras de los indígenas y se hicieron ricos. Son okupas. Vienen de familias de okupas y te hablan del indio pata sucia. “No saben trabajar” dicen como para justificar la expropiación de esas tierras. Hay que ser productivo. La invención de una realidad. La acusación sicótica hacia el otro de lo que uno en definitiva es. Como el machirulo que dice: “Mirá cómo me ponés” o “Mirá lo que me hacés hacer”. Desde que aprendemos a hablar encontramos contradicciones. “Te pego porque te quiero, no podés cruzar la calle, te puede atropellar un auto”. Es difícil de entender la violencia por amor. Cada gobierno inventa sus términos. “Reorganización nacional”, “Los argentinos somos derechos y humanos”, “Achicar el Estado es agrandar la Nación”, “Haciendo lo que hay que hacer”. No es otra cosa que inventar un marco de lenguaje para ejercer el poder. Para justificar. La verdad es cruda. Nos quejamos lo crudos que son los médicos para anunciarnos la enfermedad. Vamos a morir y no nos gusta la verdad. Queremos que la disfracen. Queremos no saber. “Modernización” para el poder es dejar en la calle a cientos de miles de personas. “Viven de los planes” dicen despectivamente los que se han enriquecido a expensas del Estado y guardan la plata afuera. Off shore, le dicen. Yo lo llamo choreo.


Un diálogo con Lucio V. Mansilla

—¿Cómo surgió la idea de hacer dialogar tu texto con Una excursión a la indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, y puntualmente con la historia de Mariano Rosas (o Panghitruz Güor)?
—El de Lucio V. Mansilla es un libro bello. Hay sensibilidad, no sé si empatía. Pero sí sensibilidad en la mirada que es lo que a mí más me interesa. Ya desde el título uno puede analizar el discurso dominante en ese libro. Quiera o no Mansilla, pertenece a una clase y desde esa clase habla. Es la oligarquía que pretende apropiarse de las tierras ranqueles (Oeste de Buenos Aires, Sur de San Luis, norte de la Pampa) ¿Cómo que una excursión? ¿De caza, de pesca? Además, ¿cómo que la excursión es a los ranqueles? ¿Son un lugar acaso? Porque uno dice: voy a lo de mi tío, voy a Mar del Plata. Uno no dice voy a los González, o a los Pérez. Es raro: los ranqueles es un lugar para Mansilla. Por eso, cuestionando, con lo poco que uno tiene, que es el discurso, se pueden llegar a sacar muchas conclusiones. Si los ranqueles es un lugar en el título del libro, entonces la idea “hegemónica” es que lo que está interesando es el lugar de los ranqueles. Las tierras. Punto. Lucio Mansilla nos cuenta la historia de Mariano Rosas. Fue apresado cuando tenía 9 años. Era el hijo del cacique Painé. Rosas lo apadrinó como un gesto de su viveza política. Apadrinado o no, el chico fue apropiado y puesto a trabajar como esclavo al igual que todos los indígenas. Se escapó a los diecinueve años y juró nunca volver a pisar tierra de blancos. Desde que se escapó hasta su muerte construyó poder. Gobernó la Nación ranquel por cuarenta años. Mantuvo la paz. Mantuvo al blanco fuera de sus tierras. No lo doblegaron. Les puso límites. La historia de Mariano Rosas es la historia de un verdadero líder político. Cuando murió lo enterraron con honores y cuando el teniente coronel Racedo (el mismo de la calle en la que vivo) exterminó a esa Nación, profanó la tumba de Mariano Rosas y se llevó el cráneo como si fuera el de un animal raro, para que fuera exhibido en el Museo de ciencias naturales. Recién en 2014 fue devuelto a la comunidad ranquel. La apropiación de los cuerpos, vivos o muertos, es también, parece, un tic de clase.

Entre la prosa y la poesía

—Tu libro está construido como una sucesión de estampas (en prosa y verso), que podrían ser leídas de manera independiente, pero que sumadas forman una unidad. ¿Planificaste esta estructura? 
—No sé si se puede planificar la estructura de un libro. El mismo texto es el que te pide ser. Es como cuando se construye una casa. Cada una te pide su tipo de cimientos, su fundamentación, dicen los ingenieros. La estructura de un libro es algo que se va dando. El libro es algo que llega. Uno escribe. Que después eso se haga libro depende, justamente, de que el texto se haya estructurado, se haya formado a sí mismo, haya encontrado su propia manera de presentarse y, por lo tanto, de ser. Eso es lo que lo constituye. El escritor “ayuda” a esa estructura. La perfecciona, le quita, le agrega cosas. La equilibra. La hace lo más bella posible. Por otra parte, Las invasiones ranqueles... es un libro que cuestiona el sentido de género literario; no se define ni como crónica autobiográfica, ni como novela, ni como libro de poesía. Es trivalente, puede ser cualquiera de las tres cosas.

Lo público y lo privado

—El texto tiene un fuerte registro autobiográfico, atravesado por la historia argentina reciente. Lo público y lo privado se cruzan todo el tiempo. ¿Por qué decidiste este camino? 
—Sucede como si los discursos con que hablamos contuvieran una época. Las palabras no son inocentes. Tienen un sentido superador a su significado literal. Decir como insulto que alguien es un piojoso tiene un correlato, si se quiere, nazi. Judío piojoso era un término usado por los nazis. No es casual. Significa eso y no otra cosa. Cuando los niños hacen lío en un cumpleaños, decimos: “Son unos indios”. O decimos, mirá cómo viven esos pobres, parece una toldería. Nada es casual. En el lenguaje queda inserto para siempre el registro de una época y, como los discursos son hegemonizados por los que tienen el poder, los modos de decir, remiten no solo a una época sino a cuál era el interés dominante. Eufemismos: son traiciones al sentido. Campaña al desierto para nombrar un sitio que estaba lleno de gente. Zurdos. Que digan si son kirchneristas. Cada una de esas frases remite a un momento. El lenguaje va derechito, está fechado y nos cuenta quién tenía el poder. Los neoliberales son expertos en el manejo traidor de los discursos. El sentido común se genera a partir de esa hegemonía en el lenguaje.


Una compañera de la secundaria con un hermano desaparecido

—Contás que en la secundaria cursaste con una chica (Irene) que tenía un hermano desaparecido. ¿Volviste a verla? ¿Pudiste conversar con ella de aquellos días? 
—Al hermano de Irene Salgado lo torturaron y mataron. Los milicos. Le quitaron, antes, los dientes con una tenaza. Lo acusaban de algo que no voy a repetir, porque repetir la acusación es legitimar una justicia que no fue justicia. Qué importa si algo hizo. No pudo defenderse, no tuvo derechos. Aquí está el punto tal vez central del libro. En los setenta ponían bombas por todas partes. La prensa se solazaba contando las atrocidades, el asesinato de Aramburu, los secuestros de las organizaciones armadas. Los compañeros de mi papá morían en atentados. Teníamos miedo. Mucho miedo de morir, o de que a mi padre lo mataran. Yo vi casas hechas escombros. No me lo contaron. Y cuando Irene Salgado, mi compañera, una niña de 14 años, lloraba en clase por la desaparición de su hermano, le decíamos: “Bueno, en algo andaría si lo mataron”, “Se debe haber metido en política”. Y ella lloraba y nos decía: “Pero es mi hermano igual”. Yo nunca olvidé ese dolor. Lo llevé siempre dentro de mí. Me siento culpable de haberlo avivado diciéndole las frases repetidas que se decían. Y nunca me lo perdoné. Puedo justificarlo, pensar que fue por miedo, por ignorancia. Puedo entenderme. Escribir Las invasiones ranqueles... fue un modo de pedirle perdón, en particular, a Irene Salgado y, con ello, entonces sí, de perdonarme a mí mismo. Ella leyó el original cuando estuvo listo. Me escribió uno de los mails más sanadores que haya recibido en mi vida. En ese sentido el libro cumplió su cometido.

La ESMA y la memoria

—En 1983 hiciste el servicio militar. ¿Qué recordás cuando pensás en esa época?
—Hice el servicio militar en la Armada. Conocí, sin darme cabal cuenta, a algunos represores. Vi cara a cara a tipos que estaban activos, preparándose para esconderse, porque era 1983. Tipos que daban muerte a cualquiera. Que se robaban las casas de los desaparecidos. La ropa. Tipos que se creían del lado del bien y eran asesinos. Verdaderos corruptos, perversos y asesinos. Y yo moviéndome como un cachorro alegre, sin ninguna conciencia de lo que significaban esos hijos de puta. A su vez, tenía miedo de que los montoneros me volaran la casa, porque papá era oficial militar o Capitán de fragata. En el libro describo un asado en el Museo Naval en el que conocí al suboficial Mazzola. Lo demás redunda.
—Contás que tu padre trabajaba en la ESMA y dejás constancia de ciertas diferencias ideológicas con él, tu madre y parte de tu familia. Pero, a su vez, mostrás tu amor hacia ellos. ¿Cómo alcanzaste ese estado?
—Creo, simplemente, que es una cuestión de sensibilidad. Se hacen cuestionamientos. Importantes. Ideológicos, de clase. Yo siempre pensé que me había “salvado” de ir a la guerra de Malvinas. Pensé que me había “salvado” de que me pasara algo en la época de la represión o de que volara mi casa por el aire producto de una bomba puesta por Montoneros. Pero si de algo me sirvió escribir Las invasiones ranqueles... fue para darme cuenta de dos cosas: la primera es que el hecho de estar inmersos en una “época” significa que todo lo que sucede en esa época nos afecta. No es que zafamos porque no nos afecta directamente. Yo no fui a la guerra. Pero tuve amigos que fueron, que se suicidaron al volver. Tuve otros amigos que desertaron e iban los milicos a buscarlos a la casa. Entonces, ¿zafé yo de la guerra? A mí también me pasó la guerra; nada comparable con haberla sufrido en carne propia pero igual tengo heridas en el alma. Y la segunda cosa es que la verdad sobre los vínculos no nos impide sentir lo que sentimos. Mi padre es mi padre y mi madre también. Eso no cambia. Me dieron cosas buenas, son honestos, crecí con amor. Es algo personal, íntimo: cuando provocamos dolor en alguien, ese dolor también nos lastima a nosotros mismos. Nos acompaña siempre. No cesa. Si no es así, estamos enfermos de odio. Y el dolor se provoca también mediante la palabra. Las palabras no son inocuas. Son semillas, germinan en el otro y en nosotros. Producen reacciones.
—Volviste al edificio de la ESMA ya convertido en Museo Sitio de Memoria ESMA...
—Hice la visita guiada. Fue tremendo. Cuando uno ve cómo era la mecánica de ese campo de exterminio, se da cuenta de la masividad del asunto. Toda la maquinaria funcionando a pleno implicaba una logística enorme. Camiones, traslados, aviones, cocina. Nadie que haya estado en la ESMA en aquella época podía ser ajeno a lo que pasaba. Todos vieron. Callan. ¿Puede decirse por miedo? No. Callan porque otorgan. Porque prefieren el silencio. Porque están de acuerdo con la estúpida teoría de los dos demonios. Después de haber hecho la visita a la ESMA fue el momento de más lejanía, en el que más solo me sentí respecto a mi familia y de todo el entorno en el que fui criado.
—Entre el impulso de escribir este libro y su culminación, ¿qué aprendiste del repaso de tu novela familiar?
—La publicación puso más en evidencia las diferencias, humanas e ideológicas (como si pudieran separarse) con, por ejemplo, mis hermanas. Una de ellas quedó emocionada. Se sintió comprendida por esas páginas dolorosas y amorosas. Las otras dos no: se sintieron traicionadas, se vieron expuestas en una intimidad que creían que les pertenecía. No es fácil que pongan a la luz el tráfico de los sentidos ocultos que hay en las familias, en las sociedades. No es nada fácil. Pero es mi verdad.

Así escribe | Página 56 | Ganamos, perdimos: Argentina campeón del mundo(*)

La vez que Argentina salió campeón del mundo, con Jorge Blanco y con Peto nos fuimos a festejar. Llegamos nada más que hasta Cabildo y Juramento —Jurabildo y Camento diría papá— porque no se podía avanzar un paso más debido a la multitud. Gritábamos “Argentina, Argentina” y nos sentíamos muy unidos y abrazados. Un Peugeot 504 había quedado varado en el medio de la gente; adentro, entre muchas botellitas de whisky marca Criadores, había dos mujeres festejando: “Argentina, Argentina”. Una de ellas tenía una vincha. Era flaquita. Yo las miraba. La gente saltaba alrededor e incluso hubo uno que se subió al baúl y después al techo del auto y gritaba y agitaba su bandera: “que esta barra, quilombera, no te deja, no te deja, de alentar”. Decía quilombera el tipo, sin ningún problema, porque en la tele, junto a la marchita de veinticinco millones de argentinos lucharemos el mundial, pasaban esa canción. Pero decían bullanguera, no quilombera. Yo me preocupaba porque el tipo estaba abollando el Peugeot. Papá tenía un Peugeot.
Años más tarde, hace poco, leí en Página/12 una nota sobre Graciela Daleo. Contaba que el Tigre Acosta la había sacado a festejar junto a una compañera también detenida de la ESMA. Justamente en un Peugeot 504 y a Cabildo y Juramento. Putas coincidencias, vaya uno a saber si esas medio flaquitas fueran ellas. Graciela Daleo contó que cuando el Tigre Acosta alzó los brazos y gritó: “ganamos” ella se dio cuenta de que, en realidad, habían perdido. Que se sintió infinitamente sola en medio de la multitud porque si decía que era una prisionera ninguno de los que estábamos allí le iba a dar bola.
(*) Fragmento de Las invasiones ranqueles según mamá (Modesto Rimba, 2019)

Dónde se consigue | Las invasiones ranqueles según mamá, de Fernando Garriga y con postfacio de Hugo Correa Luna,  se consigue en varias librerías de la ciudad de Buenos Aires, en la página de la editorial Modesto Rimba o en Facebook (Modesto Rimba). “Para los ezeicenses, otra manera de conseguirlo es sencillamente escribirme a fergarriga@gmail.com, al Instagram fernando_garriga o vía Facebook (Fernando Garriga), y se lo hacemos llegar. La última opción: hay ejemplares en la Biblioteca Pública Alfonsina Storni de Ezeiza. No digan que no hice todo lo posible”.