Por Marcos K (*) | Revista Cámara Oscura | Jueves 17 de octubre de 2019
Aterrados (2017) de Demián Rugna. |
Se lee un patrón entre líneas. ¿Estaremos sublimando la tensión social a través de la ficción? ¿Cuál es la naturaleza de esa tensión? ¿De qué manera el género de terror norteamericano sublima sus crisis sociales? Y por último... ¿a qué le tememos los argentinos?
Definiendo lo indefinible (desde el diván)
“La emoción más fuerte y antigua de la humanidad es el miedo, y el más fuerte y antiguo tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”. Así daba inicio Howard Phillips Lovecraft a su ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927), asociando el miedo a lo inasible, lo incomprensible. Quizá las raíces del miedo no puedan ser explicadas del todo. El escritor y editor José María Marcos (Los fantasmas siempre tienen hambre) nos contó su opinión: “El terror indaga en los márgenes de la vida y la muerte, los tabúes, se pregunta sobre el bien y el mal, se permite no ser políticamente correcto, aborda aquello que nos pone incómodos. Si un texto o una película de terror da en la tecla y el lector se conmueve, se produce un encuentro íntimo que es la verdadera clave del género”. Para el escritor Pablo Martínez Burkett (Mondo cane), este vínculo “parece sadomasoquista, pero el miedo tiene una función vital y una capacidad preventiva. Ver una de terror es lo más parecido a experimentar los miedos larvados y enfrentarlos en un ambiente controlado”.
El tratamiento de aquello que nos incomoda parece central a la hora de hablar de miedo, pero quizás el mejor punto de partida para definir en qué consiste sea el diván. El Lic. Juan Martín Neri, psicólogo egresado de la UBA y fan del género, establece una clara distinción entre miedo y angustia: “El miedo está anudado a un objeto. Supongamos que tengo miedo a los payasos, ese sería el objeto de la emoción. Pero creo que las películas de terror funcionan mejor cuando la angustia no tiene objeto. La angustia, a diferencia del miedo, no puede explicarse, toca algo de lo subjetivo, nos identifica. Un trabajo de terror tiene éxito porque fue más allá del miedo. Temas como la muerte, la sexualidad, la existencia, los realizadores los abordan para tramitar lo que no puede explicarse. Por ejemplo, El exorcista contiene elementos sexuales que van más allá del miedo particular al diablo o a algo concreto”. La Lic. Paola Torres, de la misma alma máter que Neri, conceptualiza al miedo como “toda sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o imaginario; algo nos alarma, y en consecuencia todo nuestro organismo se defiende”. Así nos aproximamos a nuestros orígenes, a la respuesta de lucha o huida, a lo más primitivo de nuestro inconsciente. “No importa cuán sofisticado sea el celular que llevemos en el bolsillo”, opina Burkett, “todavía somos aquellos cavernícolas forzados a enfrentar terrores inauditos. Sigmund Freud decía que la razón no es más que la última capa evolutiva de la conciencia y que bajo ella aún es audible el cuchicheo de horrores sin nombre”. King coincide con nuestros referentes: “Parece ser que hacemos horrores para ayudarnos a manejar los verdaderos horrores. (...) El sueño de los medios masivos del horror puede a veces convertirse en el diván de analista de todo un país”. Nos manda de nuevo al diván, pero a uno mucho más grande... en el que caben sociedades enteras.
Stephen King en It 2, dirigida por el argentino Andy Muschietti. |
King nos decía, desde Danse Macabre, que la ficción de terror es un gran diván para la civilización. Entonces, ¿con qué frecuencia visita el consultorio la industria cinematográfica yanqui? “El horror tuvo un período de éxito en los años 30. Cuando la gente estaba en apuros por la Gran Depresión, aliviaba sus ansiedades viendo a Boris Karloff arrastrándose por los páramos en Frankenstein o a Bela Lugosi reptando en la oscuridad con su capa por encima de su rostro en Drácula”. King menciona también las amenazas alienígenas y monstruos radiactivos de la década del 50, reminiscentes del terror nuclear y de la supuesta amenaza del comunismo soviético; y por último, en el clima de revolución sexual, feminismo de segunda ola y advenimiento de la delincuencia juvenil, cita los ejemplos de El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968) y El exorcista (William Friedkin, 1973) como fusibles para las inseguridades de la mujer respecto de la independencia y la maternidad, en un mundo regido por dogmas de hombres. Este barómetro social fue explorado recientemente por el director y productor Eli Roth en su serie documental History of Horror (2018), linkeando el cine de zombies de George Romero con la sociedad de consumo; y el estallido del gore de Saw (James Wan, 2004) y Hostel (2005, del propio Roth), al comienzo del milenio, con los videos de tortura por parte de las tropas norteamericanas en Medio Oriente, en el marco de la Guerra contra el Terror (la ironía es ineludible).
Esta función de espejo siniestro del cine de terror parece justificar su resurgimiento cada vez que los yanquis pasan una crisis, pero... ¿por qué recién ahora en Argentina se repite esto? ¿Acaso los argentinos nunca antes tuvimos miedo? La respuesta es rotunda: sí lo tuvimos.
“La realidad supera a la ficción”
El 23 de septiembre de 2017 el diario Clarín publicó una nota en su edición online con los datos arrojados por una encuesta acerca de los temores de los argentinos; los mayores porcentajes se concentraron en miedo al futuro: “que mis hijos no sean felices (37%), el futuro del país (36%), el mundo que le estamos dejando a nuestros hijos (35%), perder el empleo (24%), el deterioro del medio ambiente, (23%) el miedo al fracaso (13%)”. En números menores se hallaron respuestas más convencionales como el miedo a determinados animales e insectos, y los entes paranormales.
Estas cifras estarían dándole la razón a King, y más aún: no sólo podemos decir que el miedo es social, sino también, que el miedo es político. Las respuestas son elocuentes respecto de lo que el país siente que está en juego en estas semanas. Pero en lo que concierne a la ficción de terror, no se vería coincidencia entre lo que esta refleja y esos miedos. ¿Será esa misma falta de correlato entre la pantalla y el sentir del público lo que mantuvo a las audiencias desinteresadas hasta hace tan poco tiempo?
“Falta seguir indagando en cómo generar sentido de pertenencia en esas películas”, opina la Lic. Torres. “Deben estar a la altura de las demandas de sus épocas. Si bien hay hechos que nos dan miedo a todas las personas, deben coincidir también con la realidad que esta sociedad está atravesando, y quizá no sea lo mismo con la audiencia de Norteamérica que con la de Argentina. Quizá como sociedad, habiendo vivido tantas situaciones horrorosas, sea entendible que no consumamos tanto este tipo de ficciones”. Pablo Martínez Burkett agrega: “Ningún miedo puede competir con el terrorismo, más si es terrorismo de Estado. Pero por más que vamos a cumplir 40 años de vida democrática, creo que todavía no tenemos la suficiente distancia como para meternos a hacer películas de miedo con ese capítulo sangriento de nuestra Historia”. Por otra parte, Burkett opina también que “si queremos retratar eventos más recientes, como los despidos masivos en una fábrica, un asalto con toma de rehenes o el asesinato en una salidera, tendremos un drama social, una de suspense y hasta un policial con ribetes de venganza. Pero terror, lo que se dice terror, no”. A ese ámbito se circunscriben Relatos salvajes (Damián Szifron, 2014) y 4X4 (Mariano Cohn, 2019).
Relatos salvajes, de Damián Szifrón, realizó una aguda lectura de la sociedad argentina. |
Entonces puede que los narradores se estén acercando cada vez más a la esencia del miedo argento, pero como Burkett señala, seguimos teniendo un problema...
No hay guita (y eso sí que mete miedo)
Y lo que sería peor, según algunas de nuestras fuentes, tampoco hay confianza popular en el cine argentino, menos si es de terror. Darío Lavia, editor de Cineficción, nos planteó en entrevista para Cámara Oscura que “existe el pensamiento que dice que si una película es argentina no es buena, hasta que recibe un premio en España, en Inglaterra, o en Estados Unidos, entonces debe ser buenísima”. Y la crítica de cine Marina Tonelli, de It’s Alive!, agrega que si está difícil para todo el cine local, “para el terror es más difícil aún porque, si ya hay un prejuicio para con la producción argentina, el público no tiene fe en que se puedan lograr buenos efectos prácticos ni digitales”.
Y es que quizá la gran mayoría de los realizadores argentinos no cuenta con medios de producción a la altura de Hollywood. “Es un problema industrial”, dice José María Marcos. “Somos un país pequeño con una industria cinematográfica pequeña. Estados Unidos tiene una de las mayores industrias cinematográficas. Nuestro país consume gran parte de esa producción, pero no podría crearla. It 2 costó entre 60 y 70 millones de dólares y a nivel global recaudó 700 millones. Comparémosla con una película argentina masiva: El secreto de sus ojos costó 2 millones y recaudó 34. Claramente, It 2 no podría haberse abordado desde nuestro mercado. El desafío es pensar qué podemos hacer con las herramientas que tenemos para que el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) le dé valor al cine de terror argentino”.
Es claro: no tenemos que creer que lo que asusta son los efectos especiales, ni las grandes producciones. Tampoco funciona repetir modelos, ya que no nos asustan los terroristas ni los rusos. Lo que funciona son las buenas historias, bien realizadas; y lo que asusta son aquellas ficciones en las que vemos nuestra realidad, que nos conocen como argentinos, como personas, y nos reflejan como espejos siniestros. Esas son las ficciones que abren las puertas de la catarsis, para que podamos aceptar nuestros miedos y entenderlos, para que nos enseñen; para que el miedo no nos manipule.
Mirate una de terror. Y andá a votar sin miedo.
(*) Marcos K (Marcos Kusmierczyk) es realizador independiente, estudiante de Audiovisión en la Universidad Nacional de Lanús, y su apellido no está hecho para ser pronunciado por seres de esta dimensión.