En el último tiempo aparecieron en el país varias novelas, relatos y poemas de escritoras atraídas por el arte de moverse. Por Daniel Gigena, La Nación, jueves 16 de marzo de 2017
Paul Valéry se preguntaba si la danza no sería un modelo de las demás artes: las bailarinas mostraban la importancia de un procedimiento aparentemente sin propósito. ¿Para qué girar como un trompo si se puede avanzar en línea recta? Casi siempre encarnada en la figura de jóvenes abnegadas, fue materia de películas donde los estereotipos del padecimiento no se hacían esperar. Antes, los pintores habían captado un elemento aéreo en las formas de la danza: Edgar Degas, en la cumbre, pero también Pablo Picasso y Zinaida Serebriakova. La literatura no dio aún la gran novela de la danza, pero en el último tiempo asomaron en el país varias narraciones sobre esta expresión artística.
Las bailarinas no hablan (Reservoir Books), nueva novela de Florencia Werchowsky, bordea hechos biográficos. “Fui alumna del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, trabajé como refuerzo en el Ballet Estable, formé parte de la primera compañía de Maximiliano Guerra. Dejé de bailar a los 17 años y tuve diferentes trabajos hasta que me senté a escribir novelas, pero la narradora de mi libro es una profesional cansada de bailar e incapaz de hacer otra cosa”. Igual que en El telo de papá, su libro anterior, Werchowsky parte de su historia para despejar zonas de ficción. “Hay un consenso alrededor de la bailarina que lo deja todo por su vocación y triunfa cuando la institución reconoce esa pasión. Pero hay otras posibilidades que me interesaba registrar: la historia de la que no triunfa del todo, que baila lo que puede más que lo que quiere; la bailarina aceptada pero no premiada, con un entorno imperfecto y a veces desopilante; la de una institución prestigiosa y al mismo tiempo débil”. Werchowsky presentó su novela en el Colón: “Me imaginaba canosa y coreógrafa allí. Ocurrió algo diferente, mucho mejor que en cualquier ficción”, dice.
“Me fascinaba leer con mi abuela Mi vida, de Isadora Duncan —recuerda Carolina Bruck—. Invocaba sus dos pasiones: la literatura y la danza. Isadora rescataba una danza más orgánica, que imitaba los movimientos de la naturaleza y se burlaba de la disciplina agotadora de las bailarinas clásicas. Yo era una nena gorda y torpe, así que esa mirada del baile me parecía regia. Invocaba a Isadora y me liberaba de tener que seguir las coreografías de mi maestra”. Uno de sus cuentos, incluido en No tenemos apuro (Club Hem), integra la próxima antología de relatos sobre la danza, Bailarinas, compilada por Anahí Flores.
“Siempre me atrajo el ballet, aunque de forma conflictuada —retoma Flores—. Me fascinaba ir a clase, repetir el mismo movimiento, deletrear con los músculos, pero mi cuerpo no se amoldaba”. Así nació “No sin cariño”, relato inédito que la poeta y narradora trabajó por años. Ahora, llamó a colegas que invitó a participar de la antología. “Surgieron cuentos policiales, fantásticos, eróticos. En la etapa de revisión, me encargué de ajustar detalles de técnica y movimiento: ¿cómo mostrar un grand jeté sin que sea una mera descripción técnica y que se entienda?”. Así, sumó al de Bruck, entre otros, relatos de Alejandra Kamiya, Ariel Bermani, Fernanda García Curten, Francisco Moulia, José María Marcos, Laura Massolo y el suyo, claro.
Blanca Lema publicó en 2016 Contradanza (Paradiso), novela “escrita como un ensamblaje coreográfico. Cada capítulo —cuenta— es un paso de danza y una metáfora que vamos comprendiendo a medida que bailamos y devenimos con los personajes. A veces con dolor, otras con extraño humor”. Lema pasó de la danza clásica en la que se formó en el Colón a ser una de las primeras alumnas de Rhea Volij, maestra de danza butoh. “Se produjo en mí un aprendizaje tremebundo. Borré el ego. Me embrujó ese salto del lenguaje representativo de las palabras al lenguaje ideográfico de la danza”.
Poeta, narradora, bailarina y autora de Fantasmata (Mansalva), Carmen Iriondo observa el lenguaje universal de la danza. “Los pasos se llaman igual en cualquier lugar del mundo y se aprenden con la misma voracidad que la escritura y su gramática”. Y señala otra concordancia: la poesía y la danza tienen en común una forma velada de decir. La narrativa, según Iriondo, se parece más a los ballets, "con sus argumentos paradigmáticos, ritmos y clímax; la danza contemporánea rompe poéticamente con esa estructura”.
Un poco más atrás
Ya en 2012 Fernanda García Curten publicó La reemplazante (Bajo la Luna). “Por años fue un proyecto pegado a mi experiencia, en torno al personaje de una bailarina que viaja a México para suplir a la estrella oficial. Me llevó una década concluir la novela. Me apasionaba el dilema humano del personaje, su aspecto menos glamoroso, la parte mecánica de la muñeca viva. Experimenté ambos lenguajes: movimiento y escritura. Para mí, bailar era un hermoso callar”, agrega.
De ese año es también la novela El gusto, de Leticia Martin (Pánico el Pánico), donde la danza es una interfaz entre el deseo y la represión. “Narrar, como bailar, es ser libre en los márgenes de una gramática normativa”.