Por José María Marcos (*)
Ítalo y Chicho mastican el gato que asaron en la parrillita de alambre. Disfrutan de la carne, de chupar los huesitos, de las entrañas que quemaron con maestría. En su largo peregrinar han tragado raíces, pasto, flores, una tortuga, perros, ratas, pero jamás este manjar.
Cuántos kilómetros recorridos por las vías para llegar a esta noche de otoño, donde el pasado ha desaparecido, anestesiado por un churrasco felino, un pan duro y algo de tinto.
El gato apareció durante la tardecita, cuando el horizonte se ponía colorado y urgía prender un fueguito, para sobrevivir un día más, envueltos en frazadas, junto al galpón de la estación La Noria. Ítalo lo recibió entre las piernas, percibió su ronroneo, el calor, los latidos del corazón, y notó cómo se entregaba a las caricias que lo conducían a la región del silencio.
Chicho fue el encargado de recopilar hojas secas, ramas, cartón, y convocar a las llamas. Mientras Ítalo liberaba al gato del ropaje terrenal con un cuchillito, Chicho colocaba algunos carbones debajo de la parrillita.
Cómplices con las milenarias tinieblas que los rodean, los crotos se deleitan, ahora, con el sabor de un linaje sagrado. Oyen la música atonal de la Pampa Húmeda y aun cuando no han terminado de cenar se paran, se abrazan, se miran con complicidad, bailan y completan algún ritual de otras latitudes, guiados por la misma fuerza que los llevó a esa olvidada región.
La luna y el cielo oscuro se reflejan en las tazas de vino de Ítalo y Chicho, como lo hicieron tiempo atrás en el cáliz de las diosas amantes de la vida, de acuerdo con lo revelado en las crónicas imaginadas por los escribas del desierto.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 154 de miNatura, dedicada al género breve fantástico. Especial “Gatos”.