Luis Mey, Alejandra Zina, Marcelo Guerrieri y José María Marcos. |
Por José María Marcos
LAS RAÍCES DEL ÁRBOL
En principio quisiera recordar algunas instantáneas biográficas. No voy a ponerme lacrimógeno ni sentimental, nada de “Te acordás, Guerrieri, qué tiempos aquellos...”, pero me pareció pertinente traer algunos momentos, que hablan de un camino y de la literatura como un espacio colectivo.
Al igual que Alejandra Zina y varios de los que estamos esta tarde en Caburé Libros, Marcelo asistió al taller de Alberto Laiseca. Algunos de sus mejores cuentos nacieron en ese ámbito, como por ejemplo “La inundación” o “El ciclista serial”, que ganó el Sudaca Border en el 2005, junto a Leandro Ávalos Blacha, otro alumno del taller. Años más tarde, tuve la suerte de ganar el concurso de Eloísa Cartonera y unirme con Guerrieri en el mismo sentimiento border, sudaca y cartonero.
De ese panteón que es el pasado, recuerdo especialmente una jornada en el patio de la Facultad de Sociales, de la UBA. Mi hermano Carlos y Marcelo compartieron una mesita en la FLIA, cuando estábamos dando los primeros pasos con la editorial Muerde Muertos.
Ellos se instalaron al mediodía. Yo pasé por la tardecita. Hacía calor. Cuando llegué, estaban insolados, Rexona y Axe los habían abandonado, pero charlaban animados al pie de un ombú. Se veían felices de haber degustado un menú que incluía mate, sánguches de mortadela, cerveza de un kiosco cercano y facturas con dulce de leche. No sé bien en qué orden probaron estos bocados, pero se habían hermanado, lo cual provocó en mí efectos colaterales, porque si alguien se hermana con mi hermano, por carácter transitivo, el otro pasa a integrar mi familia.
En suma: Carlos y mi nuevo hermano planeaban que para la próxima FLIA debían cocinar y vender pastelitos de membrillo.
No prosperó el emprendimiento gastronómico, pero en los años siguientes vivimos infinidad de encuentros literarios y otras tantas comilonas.
En ese andar, me convertí en el editor del primer libro de Marcelo: Árboles de tronco rojo, que salió por Muerde Muertos en el 2012.
Fue una experiencia enriquecedora. Revisamos los cuentos, intercambiamos opiniones, pensamos en un nuevo orden y en la portada, hablamos de literatura y de la vida. Con Árboles de tronco rojo nos dimos el gusto de ir a la Feria del Libro de Buenos Aires, el Festival Azabache de Mar del Plata, el Encuentro de Literatura Fantástica en Biblioteca Nacional y hasta el festival de cine Buenos Aires Rojo Sangre en el Monumental Lavalle.
Por esos días, Farmacia resultó finalista del Premio Nueva Novela de Página/12 y fuimos con Marcelo al Teatro Cervantes a festejar la noticia. Y como si esto fuera poco, cerramos la noche en el Pachi de Almagro bajo el comando de Leonardo Oyola.
Y paro acá porque sería larguísimo seguir enumerando andanzas.
Sólo voy a agregar que Árboles de tronco rojo me permitió conocer de cerca el compromiso de Marcelo con la escritura.
Aprendí a observar más detalladamente su propuesta estética, que por un lado aspira a ser realista, como en el caso de la novela Farmacia, pero que, por el otro, deja la puerta abierta a lo intangible, a lo inasible, a lo numinoso, que Guerrieri no desdeña porque sabe que dentro de los sueños también vive la realidad.
AQUÍ NO PASA NADA
Este tráfico entre sueño y realidad (que es un tópico recurrente en la literatura universal) a mí siempre me hace pensar en Bernardo Kordon, escritor al que cada tanto regreso, esta vez por haber leído a Guerrieri.
Farmacia me trajo ecos de Historias de sobrevivientes, libro en el que Kordon reúne relatos de trabajos anteriores, junto a un nuevo prólogo y un texto autobiográfico que se llama “Aquí no pasa nada”.
La novela de Marcelo se me asoció al libro de Kordon, porque en el “aquí no pasa nada” podría estar contenida la propuesta de Farmacia, puesto que el autor parece preguntarse si verdaderamente es posible que no pase nada, o bien: ¿qué está pasando con el amor, los odios, la política, nuestra idiosincrasia, cuando creemos que no pasa nada?
Marcelo, como dijera mi Tía Jorja, recrea la calma chicha que anuncia una tormenta. En una descripción minuciosa de un largo día, vemos cómo se va levantando viento, caen algunas gotas, el cielo está plomizo, y hasta el simple intento de comprar un agua oxigenada puede cobrar un protagonismo inusitado y trocar en una batalla épica en la que se juega el destino de una persona o un grupo.
En este punto se pone en juego una hipótesis estudiada en la Universidad de Lomas de Zamora y en Harvard: el famoso efecto agua oxigenada de la Teoría del Caos Metropolitano donde la entrega de un ticket puede arrojar resultados totalmente contrapuestos, haya sido pagado en efectivo o tarjeta, con o sin obra social, sea el comprador un menor o un mayor, haya sido emitido en blanco o en negro.
Aquí el autor apuesta fuerte. En medio de un clima mediocre y opresivo, plagado de trampas para los protagonistas, Marcelo avanza por un laberinto construido con estanterías de remedios, como si sus personajes fueran minotauros a un paso del sacrificio.
Desde el exterior se filtra información de una guerra. Las imágenes llegan por la puerta de entrada, de boca en boca, o como un rumor lejano, y desde un televisor, que es parte del campo de batalla. Ahí, también, su relato me hizo acordar a Kordon. Por la tensión que nos producen los destellos de alguna verdad que se escurre dejando apenas una sombra.
Así, de pronto, la farmacia se transforma en un enclenque fortín para resistir los embates de las fuerzas de la historia.
LOS TEMPLOS MODERNOS
Para ir cerrando, sólo voy agregar una última cosita respecto al escenario elegido por el autor.
Las farmacias funcionan hoy como templos modernos y me parece un gran acierto situar la trama dentro de una de ellas.
La industria de los medicamentos nos seduce con la idea de que podrá dar una respuesta a todos nuestros males. Hay pastillas para los dolores, para la memoria, para bajar y subir de peso, para no perder el pelo, para la resaca, para el tránsito lento y para los cortes de ruta, para tener mucho sexo, para el mal aliento (que a veces impide el sexo), para alcanzar una piel más suave (así mejorar en el sexo), para ser más jóvenes (y claro, ampliar las expectativas de sexo) y para todo lo que ustedes puedan imaginar que ayuda al sexo.
Un síntoma de los nuevos tiempos es lo devaluadas que están las drogas en el mundo del rock. No me voy a meter con las fiestas electrónicas, eso se lo dejo a Enzo Maqueira.
Desde Jim Morrison hasta nuestro Tanguito, Javier Martínez o el propio Spinetta, los rockeros querían drogarse para forzar las puertas de la percepción, o para conectarse con el alma del mundo, como los chamanes, mientras que ahora nuestros rockers están más cerca de Michael Jackson o Prince, que eran adictos a los analgésicos. Tomaban pastillas para silenciar lo que su cuerpo quería decirles.
Pienso en esto cuando veo a los laboratorios ofrecer soluciones para nuestros miedos, dolores, angustias.
Y pienso que después de tragar miles y miles de pastillas para aplacar el sinsentido de una vida monótona, solo queda que la acumulación se transforme en veneno, o bien hacernos cargo de nuestros días.
Guerrieri, con una prosa despojada, nos invita a espiar en la trastienda de este templo. Nos ofrece una aventura en apariencia desapasionada, gris, retratada con impiedad, en la que podemos mirarnos, porque eso que veremos se parecerá demasiado a las mañanas en las que nos ataca el híper realismo y no hay pastilla que nos salve, si no comprendemos que, sin imaginación y sin tomar algunas decisiones, la vida puede volverse un fatigoso milagro.
LA ARENGA DEL ESTRIBO
Como despedida: una arenga con algunos lugares comunes que ustedes sabrán perdonar.
¡Visiten al Dr. Marcelo Guerrieri!
Con economía de recursos, el Dr. Ahorro (perdón, Guerrieri) sabrá guiarlos por los distintos recovecos donde suenan y suenan los teléfonos y llegan hordas de clientes que protestan y exigen soluciones, a buen precio.
Pasen, no sean tímidos.
Todos, todas, son bienvenidos.
El Dr. Guerrieri los espera con la farmacia abierta.