Por José María Marcos (*)
En el tiempo lejano, humanos, animales, vegetales, minerales y hasta espíritus podían transformarse unos en otros y agregarse o restarse años. Un misterioso orden mantenía el equilibrio. La felicidad parecía eterna.
En el tiempo lejano, humanos, animales, vegetales, minerales y hasta espíritus podían transformarse unos en otros y agregarse o restarse años. Un misterioso orden mantenía el equilibrio. La felicidad parecía eterna.
Ni bien una mujer se aburría de su edad se volvía más joven
o más vieja. Si se cansaba de su condición, renovaba su vida como un niño o un
atractivo muchacho. Los hombres hacían lo mismo y era sorprendente cómo los
pensamientos se alteraban de acuerdo con su metamorfosis física. Un gran bosque
era reemplazado naturalmente por un grupo de nómades; un elefante, por algún
insecto insignificante; un sabio, por una pantera sanguinaria. Así era siempre en
aquellos días.
Los seres tenían la posibilidad de volverse etéreos y, de
este modo, traspasaban obstáculos sin ser percibidos. Pese a esta cualidad, nadie
hurgaba en la vida de los demás. Todos eran una sola masa en constante mutación.
Se entretenían jugando a los fantasmas, pero en verdad nadie se asustaba. El
miedo no existía.
Desde esta perspectiva, tratar de entender muchos de los
prejuicios actuales resulta difícil. Esa época se extinguió sin dejar rastros.
Se sabe, sí, que el tiempo lejano llegó a su fin cuando un
hombre —o quizás una mujer— se quejó ante los dioses, porque su amor se
escabullía convirtiéndose permanentemente en otra cosa.
Esta mujer o este hombre —o perro o enredadera o montaña—
rezó con el fervor de la locura, y para darle una respuesta, los dioses debieron
salir del apacible sueño de regir un mundo en perfecta armonía.
Enfurecidos por la interrupción, crearon el tiempo presente
y se volvieron a dormir.