Por José María Marcos (*)
El experimentado agente Sebastián Rozental puso una caja de metal sobre la mesa. Con suma parsimonia, colocó la clave en el tablero digital y la tapa se abrió. De allí extrajo un espejo del tamaño de un libro.
Homero Sartori miraba al anciano con escepticismo. En una época de extraordinarios adelantos tecnológicos, Rozental daba la sensación de ser un brujo medieval. Sus famosas investigaciones eran consideradas pintorescas leyendas.
—Este espejo me ha ayudado a resolver muchos casos —dijo el detective—. Ha pasado de mano en mano, desde la noche de los tiempos, y en algún momento, deberé entregarlo... por ejemplo, a alguien de tu edad y condiciones. Contiene todas las respuestas del universo. Pero no es sencillo preguntarle. A veces hay que evitar hacerlo. El espejo siempre responde y nunca falla.
Sartori esbozó una sonrisa irónica. Aquel método parecía creado por Paracelso o, quizás, por la espía internacional Madame Blavatsky. Rozental era un charlatán, sin duda, y era inquietante saber que parte de la seguridad nacional estaba en sus manos.
—Me hablaron bien de vos —apuntó el viejo, dejando de lado la mueca burlona de su interlocutor—. Dicen que tenés nervios de acero, y que en todos estos años nunca has cometido un error, aun cuando te tocó actuar en episodios de extremada presión.
—Espero merecer ese elogio —pronunció Sartori, con tono neutro.
—Sólo critican cierta impaciencia... Y voy a decirte algo: con este dispositivo nunca hay que apresurarse.
De un manotazo, el joven tomó el artefacto, lo miró de frente y preguntó:
—¿Quién intentará matar a nuestro Presidente?
Aquello no causó ningún prodigio y Sartori se mostró decepcionado. De un portazo se alejó de la habitación.
En soledad, Rozental marcó un número en el intercomunicador, y luego, con parsimonia, anunció:
—Querido camarada, estoy triste porque perdí un posible discípulo, pero tengo novedades. El espejo me mostró la cara del asesino.