A lo Messi y Di María, Esteban Castromán y Oscar Fariña escribieron
para la presentación de Haikus Bilardo
(Muerde Muertos, 2014), de Marcos-Figueras-Berneman, que tuvo lugar el sábado 28 de junio de 2014 en la 13º
Jornada del Libro de Balcarce. Aquí, sus textos.
Por Esteban Castromán, especial para la presentación de Haikus Bilardo (Muerde Muertos, 2014)
En los claustros de las ciencias sociales circula el rumor
intelectual de que hubo tres momentos históricos que golpearon al ego de la Humanidad , a partir de
epifanías científicas:
1. Cuando Copérnico postuló que la Tierra no es el centro del
Universo.
2. Cuando Darwin escribió que la raza humana no puede ser
pensada como producto de una creación especial, única e inigualable, sino que
es un eslabón más en la cadena evolutiva de los demás seres vivientes, y...
3. Cuando Freud planteó que el hombre no maneja los hilos de
sus acciones, sino que es el inconsciente quien nos gobierna y determina.
Salvando las distancias, podría decir que la final Argentina-Alemania
en el mundial de 1990 produjo un golpe similar, por supuesto que a escala, en
mi historia personal, en la percepción geo política de mi ombligo. Y quizá,
también, en la de todos ustedes, aunque esto último no me atrevería a
afirmarlo.
La cosa fue así: en el Mundial 82 tenía siete años y no
tengo un recuerdo nítido, salvo un collage de imágenes pixeladas donde se
mezclan los rulos de Maradona, la tapa de la revista Gente cuyo título era
“Seguimos ganando” e ir de la mano con mamá y papá caminando por una plaza de
cemento y poco verde.
En el Mundial 86 tenía once años y aquellos cartelones de “Argentina
Campeón”, y toda la euforia, y la democracia, y el murmullo sincronizado, y el
dolor transformado en esperanza, me habían dado los argumentos suficientes para
pensar que nuestro país era imparable, una potencia capaz de conquistar no sólo
el estadio Azteca, sino el mundo entero, nuestra galaxia y, quizá con algo de
garra, al universo mismo.
Cuatro años después, tenía quince años recién cumplidos y
llegó el mundial de Italia y la final y el árbitro mexicano y el penal dudoso y
el gol de Alemania y el pitido de cierre, que transformó toda arrogancia
adolescente, todo egocentrismo nacionalista, en lágrimas de nitroglicerina.
Hay que decir que las heridas narcisistas no son del todo
malas, porque ayudan a crecer y ahuyentar a los fantasmas de la negación. Pero
son heridas y duelen, claro.
Unos once años después, ya tenía veintiséis años y participé
de otro golpe al ego nacional: cuando todo se fue a la mierda, un peso dejó de
valer un dólar y la ilusión de ser ciudadanos globales huyó cual rata por helicóptero.
Pero esa... esa es otra historia.
Por Oscar Fariña,
especial para la presentación de Haikus
Bilardo (Muerde Muertos, 2014)
A los 6 años comencé la escuela primaria, hice mi ingreso en
la comunidad civilizada de los hombres, y escuché por primera vez el nombre de
Diego Maradona. Corría el año 1986, Borges se moría en Ginebra, y Maradona vivía el mes consagratorio
de su vida para ocupar de inmediato el casillero de Argentino-vivo-más-famoso-del-mundo. Como en la formación de Jorge
Luis, Inglaterra también habría de ser un factor determinante en la historia de
Diego. Y ese domingo 22 de junio, durante el celebérrimo partido por cuartos,
el conjunto europeo se comió el gol más fraudulento de la historia y el más
exquisito en sólo 4 minutos. “La mano de Dios”, “Barrilete cósmico”: poesía de
la pura.
Es raro, y a lo mejor habla de una vocación, pero lo cierto
es que yo no recuerdo el momento exacto de los goles, ni mis propias
circunstancias, pero sí recuerdo que al otro día en la escuela se nos pidió que
escribiéramos algo al respecto, y me acuerdo perfectamente haber intentado el
sintagma “Maradona es un campeón”. En especial, la cadena “Maradona” quedaba
muy lejos de mis posibilidades de joven en proceso de alfabetización desde
hacía tan sólo unos pocos meses, y se me mezcló con “Madonna”, a quien sí ya
conocía gracias a la influencia de alguna prima más grande. Unos años después,
en la adolescencia, encontré ese cuaderno de primer grado. Bajo la corrección
en rojo de la maestra, que me indicaba la grafía adecuada del apellido, yo
había puesto Madorana, o Mandarona, o Morondanga.
Si la poesía es un uso puntual del lenguaje, que nada tiene
que ver con una comunicación clara de ideas, y, por el contrario, apunta a
desestabilizar los órdenes de sentido que forman nuestra realidad, que insiste
en ser limitada y estática, dura cual rulo de Diego, debo decir que esa distorsión
fue la primera palabra poética que me inventé. Muchísimos años antes de tener
un interés consciente en la literatura, yo ya hacía mi primer ensayo deformando
el nombre del Diez Padre.
Y ya iba aprendiendo que la poesía es un error. La poesía es
un error que permanece. La poesía es un error, una grieta, que con el paso del
tiempo funda nuevas posibilidades para el lenguaje. La poesía, feliz alquimia,
es un error que fuerza su cambio de estatuto y se vuelve belleza.