Por José María Marcos (*)
Con ella regresóla alegría a casa.
Con ella regresó
La semana anterior habíamos visto su rostro convulsionarse,
hasta quedar rígido y frío, a la
espera de que nuestro padre llegara del trabajo y decidiera qué hacer. La miré durante
horas. Mis dos hermanas se encerraron a llorar. La abuela nos cuidaba desde que
mamá se fue con una versión mejorada de papá.
Hubo una ceremonia común para despedirla. Ana, Sofía y yo
preferimos quedarnos en casa, aprovechando las bondades que ofrecen las nuevas
tecnologías. Papá estuvo de acuerdo. No es bueno que los niños sufran.
La abuela entró lo más campante, igual que nuestra viejita
de carne y hueso, y aunque al principio tuvimos un poco de miedo, notamos que
era mucho mejor. No se quejaba de los dolores, no se cansaba ni tomaba
remedios. Jugaba cuando así lo requeríamos y no nos retaba. Siempre decía lo
que esperábamos. Era una abuela perfecta.
Con los años, comencé a investigar cómo implementar en ella
algunos cambios. En la misma pantalla del plato de sopa, encontré data. Leí las
instrucciones a las apuradas, me cansa leer, y le metí mano. La abuela no se
quejó por la incorporación de nuevas piezas, y cuando ya pensaba que no pasaría
nada, una noche papá no regresó a casa. Al día siguiente, las cerraduras habían
sido selladas.
Apenas me topé con sus ojos locos, me encerré en el baño.
Hace dos horas estoy tratando de leer completas las instrucciones. No entiendo
bien.
En el living, la abuela está renovando el decorado. Ana y
Sofía gritan.
No sé cómo terminará todo esto. Pero no me arrepiento, posta.
Algo había que hacer. Éramos demasiado felices como para no intentar ponerle un
desafío a nuestras vidas.