Por José María Marcos (*)
En estos días sólo resta dormir y soñar.
La esperanza de que pudiera recuperarse la Tierra ha sido una
farsa. Tras la Gran Guerra, cada uno de los intentos de nuestros gobernantes terminó
en un rotundo fracaso, y ya no hay tiempo para los humanos, salvo para los intrépidos
que partieron hacia el espacio, con la ilusión de terrificar otros planetas.
Los que apostamos a quedarnos estamos condenados, por la
falta de oxígeno y la escasez de alimentos, y lo mejor que podemos hacer es permanecer
en nuestros cubículos Utopía, inyectarnos poco a poco las dosis y apretar el
botón “Felicidad”.
Cuando nos vendieron estos equipos, nos dijeron que nuestra
mente era una región sin límites. Aunque eligiéramos una y otra vez igual
opción, tendríamos siempre un sueño distinto. Eso es falso, al menos en mi caso.
Noche y día vuelvo al mismo sitio, con mis padres, mi esposa, mis hijos. Viven en
el jardín de la casa de mis abuelos. Juegan, hablan, ríen, pelean, cantan. Me
gusta mirarlos sin que adviertan mi presencia. Disfruto tanto de ellos como de
los amaneceres y los anocheceres que se suceden a gran velocidad. Cuando abro
los ojos, trato de retener algo, pero enseguida lo que se mostraba transparente
se vuelve confuso y empiezo a olvidar.
Las ruinas de esa casa aún existen en las afueras de la
ciudad, pero nunca me animé a regresar. Me encerré en este departamento a la espera de una solución que jamás
llegó.
Mañana, sin embargo, viajaré hacia allí con el viejo Audi.
Llevaré mi cubículo y lo instalaré con baterías. Comprendo que durará poco, pero
me mueve el anhelo de fundir mi sueño con el escenario donde bailaron aquellas
sombras del pasado. Parece una locura o una estupidez, lo sé, pero a cierta
edad —ya lo decía mi padre— sólo suma dormir y soñar.