Jesús Franco mira a través de la cámara, y el mundo comienza
a cobrar sentido. Todo se vuelve nítido, real, posible. El antiguo engranaje se
sacude, cruje, e inicia otra vez su marcha.
Janine Reynaud se ríe mirando a la pantalla y sabe que ha dejado
de ser ella para transformarse en una exuberante bailarina que danza con poca
ropa en un night club de Lisboa, seducida por un titiritero que ama a las
vampiras lésbicas, los asesinos sádicos, los doctores sin escrúpulos y otros
queridos abominables monstruos.
Reina del espectáculo, la actriz se hará famosa
con un show sadomasoquista donde simula cometer un crimen. Atraída por el
imperio del mal, Lorna dejará atrás los límites que separan a los hombres de
las bestias.
El director madrileño alentará el sadismo, la sensualidad y
el desparpajo de su criatura, y disfrutará de la incredulidad y de las
desventuras del manager Bill Mulligan, quien tratará de detener a la inquietante stripper.
Inmerso en un clima ominoso, Jesús filmará esta película y con
el paso de los años se convencerá de que fue uno de sus mejores films, al
tiempo que rodará muchas otras, buenas, malas e inclasificables, sobrepasando
las doscientas y desoyendo las voces de quienes juzgan que no hay lugar para ciertas
historias, en ninguna parte del planeta.
Cada vez que se cierre una puerta a lo largo de su carrera,
imaginará otra para seguir espiando en el abismo que late detrás de cada
imagen.
Jess para los anglosajones, Jesús para los quijotes, seguirá
trabajando con el mismo anhelo hasta sus últimos días. Huirá así de lo que más
teme, y será feliz de modo inusual, tal como su cine. Huirá así de su principal
fobia, a la que por falta de una mejor definición llamará realidad.