Por Gonzalo León
Cartas cruzadas. A través del intercambio epistolar, práctica condenadaa la extinción en las
temporalidades digitales, es posible conocer a los autores bajo otra luz.
Cartas cruzadas. A través del intercambio epistolar, práctica condenada
El género epistolar ha tenido un auge en el último tiempo
con libros nuevos de cartas y revistas especializadas como En Ciernes. Epistolarias, dirigida por Hernán Ronsino, Alejandro
Boverio, Sebastián Russo
y Luciano Guiñazú, en cuyo número 3 escribieron, entre otros, Martín Kohan, Fernanda García Lao y
Christian Ferrer. Para Ronsino, el género epistolar “nos interesaba para
pensarlo como formato de una revista porque sintetizaba dos elementos que para
nosotros eran muy importantes: la amistad y la discusión política. De modo que
pensamos en el género epistolar, es decir, la carta, como una forma de
recuperar en papel, desde una revista en papel, ese espíritu. En la revista
tratamos de recuperar ese tiempo viejo de la carta. El tiempo que
produce diálogos, el tiempo de los debates genuinos pero para pensar también la
compleja trama de la actualidad”.
En este contexto, es útil repasar los últimos libros de
cartas que se han publicado, los cuales van desde el valioso testimonio
literario al desesperado recurso por vender libros aprovechando las firmas de
conocidos autores.
Uno. Las cartas
entre Jack Keroauc y Allen Ginsberg empiezan en 1944, cuando ambos eran muy
jóvenes y conversaban de sus autores favoritos (Stendhal, Blake, Celine,
Dostoievski, Dickens, Emily Dickinson), hasta esos viajes que los separarán
(Ginsberg viajará a Sudamérica a principios de los 60, se quedará un tiempo y
hará lo mismo en la India). Más allá de la sorpresa inicial que causa que los
máximos exponentes de la Generación Beat sean lectores de escritores
decimonónicos, lo que va haciendo valiosa la correspondencia entre ambos es el
modo en que se van convirtiendo en escritores, es decir el testimonio en
que tanto Ginsberg como Kerouac se van haciendo el Ginsberg y el Kerouac que se
conocen popularmente. Por ejemplo, Ginsberg, internado en un manicomio a
finales de los 40, conoce a Carl Solomon (a quien le dedicará Aullido, quizá su
mayor o más popular obra), y gracias a ese crucial encuentro descubre otras
lecturas, tal como lo demuestra la siguiente carta: “… y gracias a Solomon,
estoy leyendo en todas las revistas minoritarias sobre los últimos franceses.
Hay uno que se llama Jean Genet y es de los grandes, quizá más grande que Céline,
pero por el estilo”. Por su lado, por la misma fecha, Keroauc le cuenta que ha
hablado de Ginsberg con Roberto Giroux: “Es el hombre que fue a ver a Ezra
Pound al manicomio, con Roberto Lowell. (Te cuento todos los detalles.) Cuando
ya se iba, Pound le gritó por la ventana: ‘¿Adónde vas? ¿No estás chiflado?’.
Lowell se volvió un poco loco entonces”.
Aunque una de las cosas más interesantes del volumen sin
duda es la feroz crítica que en 1952 le hace Ginsberg a una de las versiones de
En el camino, de Keroauc; en una de
sus partes dice: “No creo que así se publique nunca, es tan personal , está
tan lleno de lenguaje sexual y de referencias mitológicas nuestras que no sé si
algún editor le encontraría sentido, y al decir sentido me refiero a poder
entender lo que ocurre a tales y cuales personajes y dónde”. De nada sirvieron
los halagos que vinieron luego al lenguaje, a los hallazgos, al ritmo, porque
la respuesta del amigo fue en el mismo tono: “¿Sabrías decirme, aunque sólo
fuera a modo de ejemplo… por qué, con toda esta cháchara sobre estilos
económicos y la nueva moda de escribir sobre drogas y sexo, mi novela En el camino, escrita en 1951, no se
publicará nunca?”. Pese al enojo, la correspondencia entre ambos se mantuvo
diez años más, que es lo que registra el libro al menos; al final, cada vez se
hicieron más esporádicas porque Ginsberg ya era Ginsberg y porque Kerouac
moriría pronto. Sin embargo, el intercambio de ideas, propuestas
artístico-literarias, historias personales es lo que le da valor y sentido al
libro, ya que es mucho más que dos amigos hablando en un parque.
Dos. Aquí y ahora se llama el libro de cartas
entre J.M. Coetzee y Paul Auster. Fechadas entre 2008 y 2011, fueron publicadas
en una alianza entre Anagrama y Mondadori, lo que pone, a diferencia de la
correspondencia entre Kerouac y Ginsberg, a dos traductores en escena, uno para
cada uno. La traducción de Mondadori (Coetzee) es normal, pero la de Anagrama
(Auster) hecha por Javier Calvo se encarga de estropear el ya mediocre material;
porque éstas son cartas insulsas, conversaciones de bar, entre dos viejos gagás
que quieren resolver los problemas del mundo, de la economía, del deporte, de
la moral actual, pero que les falta mucho para eso, porque están muy
preocupados recorriendo el mundo, siendo jurado del Festival de Cannes, yendo a la Feria del Libro de Chicago
(una de las más grandes de Estados Unidos, o tal vez la más grande),
encontrándose en Portugal; en fin, en medio de esta serie de banalidades uno se
pregunta: ¿cómo hacen estos tipos… para escribir? Es un milagro que eso ocurra.
De hecho, las primeras páginas de este ¿libro? dan cuenta de
lo acabados que están como para tomarlos en serio. Por ejemplo, Auster escribe:
“Me gustaría haberte escrito antes, pero volví a Nueva York padeciendo un
desagradable virus intestinal que me ha tenido en cama hasta esta mañana”.
Coetzee, por supuesto, responde a su nivel: “¿Cómo estás? Yo todavía me estoy
recuperando de la gripe que afectó al jurado en Portugal”. Recuperado ya de su
virus intestinal, Auster insiste con el tema de la salud: “Me alegró saber que
disfrutaste de Portugal tanto como yo, aunque lamento enterarme lo de tu gripe.
(Yo pillé una bastante desagradable a principios del otoño…)”. Las cosas que
escriben son tan poco interesantes, que el encuentro de Auster con Charlton
Heston en tres ocasiones en una semana en tres ciudades distintas (Cannes,
Chicago y Nueva York) pasa a tener el estatus de epopeya. Pero tal vez lo más
decepcionante de estas cartas es que en verdad son una mezcla de cartas (las
menos), correos electrónicos y faxes, lo que convierte el libro, además de
prescindible, en engañoso.
Tres. Editorial
Leviatán es quizá el
sello argentino que más libros epistolares ha publicado. De su catálogo, se
destacan las cartas de Antón Pavlovich Chejov, publicadas en 2009 con el simple
título de Cartas (1902 -1904), y las
de Gustave Flaubert, llamadas La pasión
del arte. La gracia del primer volumen radica en que se trata,
mayoritariamente, de la correspondencia que el achacoso y cuarentón Chejov le
escribe a su esposa, Olga Knipper, una actriz ocho años menor que él, y las
dificultades que hay entre ambos por reunirse, o mejor dicho las trabas que
pone Chejov para que ello se concrete. En esta época, el autor de La dama del
perrito ya estaba enfermo de tuberculosis y pasaba gran parte del tiempo en
Yalta, con la esperanza de sanar. De ahí que gran parte de las cartas traten de
su salud: “Aquí en Yalta no tosí con sangre ni una sola vez, mientras que en
Liubimovka lo sufrí casi todos los días en el último tiempo”. Pero es con una
carta a Maxim Gorki con la que arranca el libro; Chejov, que estaba pasando el
verano con su esposa en la casa de campo de Stanislavski (renovador del teatro
mundial y con quien Chejov participaba en el Teatro de Arte de Moscú), le
pregunta a Gorki por su obra de teatro y por cómo vive en general. Sin embargo,
a medida que transcurre la correspondencia los personajes vinculados a la literatura o al teatro van
desapareciendo (sólo hay un telegrama de felicitación a Tolstoi por sus 75
años) y lentamente va surgiendo la figura de un viejo dependiente: “Tengo las
uñas más largas, no tengo a nadie que me las pueda cortar… Se me rompió un
diente… Se ha roto un botón de mi chaleco”.
Sin embargo, La pasión
del arte (1993) es un libro superior, sencillamente porque el uso que
Flaubert les da a las cartas no es la queja, sino que tienen una función
estética. Flaubert se explaya en cartas dirigidas a su madre, a amigos, a
Victor Hugo, a George Sand, de la crítica, de lo inhumanos que le parecen
Miguel Angel, Shakespeare, Goethe, de lo difícil que le resulta leer cosas
nuevas, de la escritura excesivamente personal de Voltaire, de lo difícil que
se le está haciendo escribir Madame Bovary: “Necesito grandes esfuerzos para
imaginarme los personajes y para hacerlos hablar, pues me repugnan
profundamente”. Veinte años después, Flaubert estaría metido en la escritura de
Bouvard y Pécuchet y frecuentaba a Turgeniev, a Zola, a Sand, cuando un joven
Guy de Maupassant aparece en su correspondencia, y él lo exhorta a moderarse en
interés de la literatura: “¡Hay que tener cuidado! Todo depende del fin a
alcanzarse. Un hombre que ha resuelto hacerse artista no tiene ya derecho a
vivir como los demás”.
Cuatro. Podrían
nombrarse más libros de cartas que han aparecido en los últimos años, como las
de Francis Scott Fitzgerald, editadas por Beatriz Viterbo y luego incluidas en
el volumen El crack up, traducido por
Marcelo Cohen
y prologado por Alan Pauls, y otros más. Pero a la hora de señalar los de autores argentinos, tal
como dice Hernán Ronsino, se destaca la obra de Julio Cortázar, agrupada en
tres tomos de cartas, “que les enviaba a sus amigos, a sus lectores. Incluso
antes de que Cortázar fuera Cortázar”. También Ronsino menciona Boquitas pintadas y la forma en que
Manuel Puig trabajó con el género epistolar. En este sentido, lo novedoso
serían aquellas novelas que intentan estructurarse a partir de lo epistolar,
como Caja negra, de Amos Oz, o como
algunas que han aparecido en la escena argentina: “Este año –concluye Ronsino–
salió una nueva novela de los hermanos Marcos (Carlos y José María), Muerde
muertos , que está estructurada en base a cartas y resultó
bastante bien. En cambio, en la novela de Alejandro López Kerés coger? el artificio del chat se
impone, creo, a la
encarnadura de la narración”.