En el prólogo a su libro El
otro, el mismo (1964), Jorge
Luis Borges dice: “Es curiosa la suerte del escritor. Al
principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede
lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la
modesta y secreta complejidad”.
En las piezas que componen Equipaje del alma, Lidia
Verjano de Mazzeo parece haber alcanzado este ideal borgeano
de crear con palabras en apariencia modestas una recapitulación de sus días a
través de de la secreta complejidad de la poesía. “Si buscas, ávido, la clave /
de lo que creas mi código secreto, / entiende que nunca la he ocultado, /
vuelve tus ojos al portal del verso”, dice la escritora en “Siempre el hombre”
para que comprendamos que, tal vez, la poesía está hecha de la misma sustancia
que la vida.
“Yo soy la
búsqueda incesante / el intento de vuelo, permanente. / El superar cada etapa
frustrante, / el aspirar a instancias trascendentes” se presenta en
“Autorretrato”, mientras que evoca sus orígenes en varios pasajes, como aquel
en el que recuerda a su abuelo inmigrante: “Soy la orgullosa nieta / de ese humilde portero /
que en Parque Chacabuco / me enseñó que al columpio / no hay que tenerle miedo
/ y me enseñó a volar / hasta tocar el cielo”.
Nada de lo humano le es ajeno, y, entonces, la materia de su
poesía puede estar en la vejez, en la ciudad de Buenos Aires, en un día de
lluvia, el recuerdo de la Guerra de Malvinas, su paso por la docencia, su hija
Mariana, su nieto, el amor, los desengaños y la muerte. En “Tarde gris” evoca a
colegas de la región que la han acompañado durante años, como Carmen Casco de
Aguer, Iris Martín
de Darago, Isolina Siciliano, Amanda
Acuña de Barton, Alfredo Lasalle, Blanca de Viglione, Antonio Blanco , Julia
Cerles y Tito Saieg, creando una de las páginas más bellas y nostálgicas.
“De tranvías y manzanas verdes” es otro de los pasajes más
admirables. En él, Lidia describe cómo la visita a la casa del abuelo puede transformarse
en una experiencia que marca un antes y un después en la vida de una niña. Es
una historia de semblante cándido, pero que pinta con suaves pinceladas las
luces y las sombras de la existencia.
Lidia nació el 18 de agosto de 1938, en Capital Federal, y a
los diez años se mudó a José
María Ezeiza, donde desarrolló sus vocaciones de docente y poeta, y se
convirtió en colaboradora de distintas entidades de bien público. “Yo te abro
las puertas de mi alma / sin misterios, sin reservas, sin dudar. / Sólo falta
que tú quieras, de mi mano, / los senderos de mi alma transitar”, dice la
escritora en una invitación que aquellos amantes de la palabra deberían
aprovechar.