Por José María Marcos (*)
Caminaba imaginando que las calles de la ciudad eran los pasillos de un cementerio. La sensación no era agobiante, a lo sumo le despertaba cierta nostalgia de la época en que visitaba las tumbas de sus abuelos y bisabuelos, antes, mucho antes, de que se perdiera la costumbre de intentar religar la vida con el más allá.
—“Ciudad de los muertos” debería llamarse hoy Buenos Aires —pensaba Alfonso en voz alta, acostumbrado a conversar con fantasmas—. “Vamos a la necrópolis”, decía mi vieja cuando llegaba el día.
Había superado la edad con que sus padres enfrentaron el final de la Capital, y eso lo hacía sentirse diferente. Ellos estaban sepultados bajo algún edificio, no tenía certeza en cual, y entonces, él había elegido uno de la avenida Corrientes para honrarlos y evocar los días en que tenía melancolía por un futuro sin futuro. La mayoría de los sobrevivientes ya había huido hacia las montañas o el campo.
Cuando el sol se escondía, el guardia asignado a la zona se dirigió a Alfonso para cumplir con la tarea de control. Requirió el número de habitante y luego solicitó:
—Motivo por el cuál se encuentra en esta parte de la ciudad.
—Espero que algún día me traguen las ruinas de esta antigua torre. Aguardo el llamado de mis muertos.
El guardia memorizó la respuesta y se marchó. Según su base de datos, era técnicamente imposible que la construcción se abriera y devorara al humano, pero no estaba programado para suministrar ese tipo de información.
El hombre, al igual que tantas tardes, se quedó esperando.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 102 de miNatura, dedicada al género breve fantástico. Especial “Cyberpunk”.