el lenguaje literario es sagrado”
Por José María Marcos, exclusivo para INSOMNIA, Nº 148, abril de 2010
Liliana Bodoc en Trapiche, provincia de San Luis. |
Liliana Bodoc es una de las escritoras contemporáneas argentinas más importantes y originales. Conocida inicialmente por La saga de los Confines, integrada por Los días del venado (2000), Los días de la Sombra (2002) y Los días del fuego (2004), ha impuesto su potente voz poética en el difícil género épico fantástico, logrando que su obra fuera traducida al alemán, italiano, francés, portugués, holandés, inglés y japonés.
La renovación temática de su trilogía parte de una profunda mirada latinoamericana que le permitió contar el exterminio de los pueblos aborígenes. “Muchos lectores me preguntan si tengo algún antepasado entre los pueblos originarios, y, la verdad, no tengo ni un familiar y tampoco he tenido relación con los aborígenes —reconoce la autora—. Se trata de un genocidio absolutamente acallado, jamás reconocido del todo como tal, que tampoco ha sido demasiado atendido por la literatura, y entonces, digo: ‘Todos tenemos un abuelo chamán’. Fue un exterminio físico, cultural, mágico, religioso, y aunque hoy haya más voces que lo denuncien, siguen siendo insuficientes los relatos y la reflexión sobre lo sucedido”.
Desde esta impronta ética y estética también ha escrito una extensa obra para niños y jóvenes que abarca los títulos Diciembre, Súper Álbum (2003), Sucedió en colores (2004), Reyes y pájaros (2007), La mejor luna (2007), Amigos por el viento (2008), El mapa imposible (2008), Cuando San Pedro viajó en tren (2008) y El espejo africano (2008). Otros de sus libros son Memorias impuras. Los padres (2007) —que es la primera parte de un díptico que se completa con Memorias impuras. Los huérfanos, aún sin editar— y la novela Presagio de carnaval (2009).
Nacida en 1958 en la provincia de Santa Fe, se radicó en Mendoza desde muy pequeña y cursó la Licenciatura en Literaturas Modernas de la Universidad Nacional de Cuyo. Ha recibido diversas distinciones literarias, entre las que figuran: Premio Feria del Libro de Buenos Aires (2000), Premio Fantasía (2000), Lista de Honor del Premio Hans Christian Andersen (2000), mención especial de The White Ravens (2002) y 1º Premio Barco de Vapor (2008). Recientemente ha sido nominada para el Premio Hans Christian Andersen.
En diálogo con INSOMNIA, la autora (radicada hoy en El Trapiche, provincia de San Luis) habló de su formación, la crítica, el proceso de creación de La saga de los Confines, su relación con el mundo fantástico, la literatura infantil y el valor de las palabras en la vida de los hombres.
La renovación temática de su trilogía parte de una profunda mirada latinoamericana que le permitió contar el exterminio de los pueblos aborígenes. “Muchos lectores me preguntan si tengo algún antepasado entre los pueblos originarios, y, la verdad, no tengo ni un familiar y tampoco he tenido relación con los aborígenes —reconoce la autora—. Se trata de un genocidio absolutamente acallado, jamás reconocido del todo como tal, que tampoco ha sido demasiado atendido por la literatura, y entonces, digo: ‘Todos tenemos un abuelo chamán’. Fue un exterminio físico, cultural, mágico, religioso, y aunque hoy haya más voces que lo denuncien, siguen siendo insuficientes los relatos y la reflexión sobre lo sucedido”.
Desde esta impronta ética y estética también ha escrito una extensa obra para niños y jóvenes que abarca los títulos Diciembre, Súper Álbum (2003), Sucedió en colores (2004), Reyes y pájaros (2007), La mejor luna (2007), Amigos por el viento (2008), El mapa imposible (2008), Cuando San Pedro viajó en tren (2008) y El espejo africano (2008). Otros de sus libros son Memorias impuras. Los padres (2007) —que es la primera parte de un díptico que se completa con Memorias impuras. Los huérfanos, aún sin editar— y la novela Presagio de carnaval (2009).
Nacida en 1958 en la provincia de Santa Fe, se radicó en Mendoza desde muy pequeña y cursó la Licenciatura en Literaturas Modernas de la Universidad Nacional de Cuyo. Ha recibido diversas distinciones literarias, entre las que figuran: Premio Feria del Libro de Buenos Aires (2000), Premio Fantasía (2000), Lista de Honor del Premio Hans Christian Andersen (2000), mención especial de The White Ravens (2002) y 1º Premio Barco de Vapor (2008). Recientemente ha sido nominada para el Premio Hans Christian Andersen.
En diálogo con INSOMNIA, la autora (radicada hoy en El Trapiche, provincia de San Luis) habló de su formación, la crítica, el proceso de creación de La saga de los Confines, su relación con el mundo fantástico, la literatura infantil y el valor de las palabras en la vida de los hombres.
Liliana Bodoc aborda lo mágico y lo fantástico en la literatura desde una mirada profundamente latinoamericana |
—¿Qué hechos marcaron tu decisión de ser escritora?
—Mi relación con la literatura comenzó desde muy piba. Mi
casa no fue jamás una casa de grandes bibliotecas. Había una pequeña, muy
signada por la ideología predominante de mi hogar (mi viejo y mis hermanos eran
del Partido Comunista), con una fuerte presencia del realismo socialista. Estoy
muy agradecida con esa biblioteca, porque allí también encontré a los
latinoamericanos Jorge Amado, Juan Rulfo o Julio Cortázar. Y mucha poesía: Vladimir
Mayakovski, Nicolás Guillén, Federico García Lorca o Pablo Neruda. En cambio, Jorge
Luis Borges no estaba por cuestiones políticas, y recién lo descubrí en la
facultad. Por otra parte, la palabra y la conversación estaban presentes en mi
casa, y la narración oral era muy importante. Mi papá era un gran contador de
cuentos y recitaba poesía muy bien; le encantaba “Sóngoro cosongo” de Guillén. Pienso
que la palabra y la musicalidad de la poesía me atraparon desde pequeña. Durante
mi juventud, escribí, como corresponde, poesías que no guardé. Al entrar a la
facultad tuve un paréntesis, porque conocer a los grandes te abruma y te
asusta. En aquel momento la Universidad Nacional de Cuyo, en su Facultad de
Filosofía y Letras, tampoco incentivaba la escritura de los alumnos y no había
cátedras de escritura. Luego di clases de literatura argentina y española en
colegios dependientes de la universidad, y recién a los 39 años me senté a
escribir con mucha seriedad. Cuando tomé la decisión de desarrollar La saga de los Confines también asumí
trabajar de una manera absolutamente rigurosa, incluso, hasta ese momento,
insólita para mí. Fue decidirlo y hacerlo durante seis años. Retomando el hilo
de tu pregunta, podría decir que la escritura vino por esa biblioteca, por la
poesía y por mi viejo, con su ideología y su amor al teatro.
—¿Qué cambió para que empezaras a trabajar con tanta rigurosidad en La
saga?
—Muchas veces me lo he preguntado. Medio en broma y medio en
serio, mi editor (Antonio Santa Ana) un día me dijo: “Liliana, tenés que decir
que un día pasó algo, que tuviste una epifanía, que soñaste. Tenés que contar
alguna historia parecida a la de J.K. Rowling y su Harry Potter”. Y le
contesté: “Mirá, Antonio, no me pasó ninguna de esas cosas”. Él siempre cuenta
esta anécdota y se ríe porque no pudo convencerme. Pensando y pensando, creo
que el inicio de La saga tiene que
ver con lo que yo tenía ganas de leer. A mí me gusta mucho lo mágico y lo
fantástico en la literatura y me apasionaba la idea de una épica fantástica escrita
en clave latinoamericana. Y pensé: “¿Por qué no la escribo yo?”. Esto coincidió
con que mis hijos eran más grandes, ya se iban arreglando solos, y eso me
permitió comenzar a pensar en una tarea de largo aliento. Para Los días del venado compré un cuaderno donde
garabatear las primeras ideas y los nombres de los personajes. Fui a la
facultad a buscar un diccionario castellano-mapudungun (mapuche). De esta
manera fueron saliendo Kupuka o Kuy-Kuyen y poco a poco se fue fraguando ese
imaginario, y disfruté tanto o igual de aquel proceso como de la escritura
posterior.
—¿Cómo aparece esta mirada mágica y fantástica en tu vida, en una casa
donde la ideología era el comunismo?
—Tanto lo mágico como lo religioso surgen como reacción. No
digo “furia” porque nunca me enojé con el pensamiento ateo y marxista de mi
papá y mi familia. Creo que le debo mucho en lo que tiene que ver con un método
de pensamiento. Si bien hoy puedo estar lejos del marxismo, aprendí de él una
manera de pensar, de mirar y de analizar la realidad, y lo agradezco. Era la
menor en una familia de cuatro hermanos (dos hombres, los más grandes, y dos
mujeres, las más chicas), y evidentemente hubo cosas de mi personalidad, de mi
forma de ver el mundo, con una adolescencia bastante complicada, que me
llevaron por carriles más marginales, a diferencia de mis hermanos que eran
cuadros del PC, como mi papá. Yo me metí más en ciertos submundos y tenía
amigos a quienes catalogaban como “lúmpenes”, y eso me molestaba muchísimo. Ahí
empecé a notar mis primeras diferencias con el PC, por su rigidez y por su
dogmatismo, que contradecían claramente la forma dialéctica de ver la realidad.
Siguiendo el paso de mis hermanos, traté de militar y, finalmente, apenas asomé
la nariz. No había forma de que lograran que participara en serio, porque
faltaba a las reuniones, no conseguía plata para la campaña, no vendía la
revista de la juventud. En cambio, enganché muy bien con la veta teatral y
creativa de mi viejo, y nos hicimos amigos desde ese ámbito. Además, siempre
tuve y sigo teniendo una fascinación y una emoción que me puede hacer llorar
por todo lo que tenga que ver con lo inexplicable. Me conmueven el pensamiento
racional y una buena explicación científica, pero también la bruma, la niebla,
lo misterioso.
—¿Qué es “el duende sentado en la taza de café con leche” del que hablás
al pasar en un reportaje para la Audiovideoteca de la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires?
—Eso es parte de una anécdota, y aún hoy me encantaría poder
encontrar aquel libro. Mi mamá murió cuando yo era muy chica, y esto debe haber
ocurrido poco antes de su partida. Yo era una nena muy asmática, tenía problemas
bronquiales, y pasé mucho tiempo en cama. En una recaída, mi mamá venía de
hacer unas compras y me traía dos libros. Primero me dio uno pensando que me
iba a parecer feito. Era un libro sin color, de papel áspero, con dibujos de
trazos gruesos, y el primer dibujo era un duende sentado en una taza de café
con leche. Cuando lo vi ocurrió algo maravilloso y sentí los golpes que me dio
el corazón ante aquella imagen. Después mi mamá sacó un libro de Disney, a todo
color, que me resultó muy feo, y con una sonrisa dijo: “Este es el libro que te
traje”. Recuerdo perfecto que fingí que me encantaba, y cuando se fue, lo tiré
por ahí y me dediqué a mirar aquel otro libro bellísimo. Si bien puede resultar
increíble, porque ni siquiera sé el nombre ni el autor, siento que aquella
obrita es una marca fundamental.
—En el comienzo de la charla nombraste a algunos autores. ¿Cuáles
fueron tus influencias?
—En general uno tiene como referencia lo que más nos
conmovió. En mi caso fueron Vladimir Mayakovski, Jacques Prévert, Federico
García Lorca, Walt Whitman, Nicolás Guillén, Elbio Romero, José Pedroni y hasta
Ray Bradbury con su forma poética de ver el futuro. El libro Capitanes de arena, de Jorge Amado, me
marcó en la adolescencia. Otros autores rusos de narrativa, como Máximo Gorki o
Fiódor Dostoyevski; Antón Chéjov, en teatro; y La
Colección de
Naricita, de Monteiro Lobato. Aquellas fueron huellas mucho más profundas
que las dejadas por la
Academia , que luego completó mi conocimiento.
—Esto estaría vinculado con algo que escuché una vez de otro autor: “Las
primeras lecturas determinan el escritor del futuro”.
—Sí, totalmente. Hace unos días recuperé La
Colección de
Naricitas, que no leía hacía más de cuarenta años. Cuando empecé a hojear el
primer libro noté que ciertas ideas y escenas eran muy parecidas a algo que
escribí hace poco, y juzgo que aquellas lecturas apasionadas quedaron en algún
cajón de mi cerebro, aunque a diario no piense en ellas.
—Tenés una relación muy importante con el teatro. ¿De qué manera está
en tu obra?
—Está de muchísimas maneras. Con mi viejo hice escuela de
teatro y actué por primera vez en “Terrores y miserias del Tercer Reich”, de
Bertolt Brecht. Decía un pequeño parlamento: “Papas, Erna, y una enagua de lana
para ti”, y aún recuerdo los nervios de aquel debut. Él trabajaba mucho sobre
el método de Stanislavski, que tengo presente a la hora de escribir, respecto a
la verosimilitud, la auténtica intención, la diferencia entre objetivos y súper
objetivos. Una vez, por ejemplo, hizo pasar a un actor y le dijo: “Bueno,
ahora, hacé de borracho”. El actor empezó a tirarse para los costados y a
perder el equilibrio. Cuando terminó, mi viejo le dijo: “El objetivo del
borracho no es perder el equilibrio, es mantenerlo y no puede. Hacelo de
nuevo”. Realmente cuando lo hizo otra vez algo había cambiado. Eso pasa mucho
en la literatura, cuando algunos autores se apuran a mostrar acciones, sin
todavía haber encontrado el verdadero objetivo de la narración. En el teatro
aprendés que no se puede decir todo en el diálogo, que se deben dejar espacios
vacíos que se completan con la acción y el clima. Sin dudas le debo mucho
porque una novela es una puesta en escena, con cierta escenografía y ciertos
actores, con zonas que se oscurecen o, de pronto, se iluminan.
La saga de los Confines. |
—Ya me contaste cómo nació la inquietud de escribir La saga de los Confines. ¿A la hora de concretar el proyecto con qué
textos comenzaste a trabajar?
—Categóricamente debo citar a la Facultad de Filosofía y
Letras y, muy específicamente, a la
Cátedra de Literatura Hispanoamericana I. Fue tomar los
programas y empezar con los cronistas y las crónicas de indias, las cartas de
Hernán Cortés, el diario de Cristóbal Colón, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Bartolomé
de las Casas, una novela rarísima que se escribió en Chile durante la época de la Conquista Española ,
la poesía azteca y otros textos de la Cátedra. Usé dos diccionarios: uno castellano-quechua
y otro castellano-mapudungun. Después aparecieron otros libros y autores, como
la antropóloga Berta Kessler que trabajó junto a los mapuches y tiene una
literatura muy seria sobre ellos. Busqué textos puntuales sobre comidas,
venenos, guerras y distintas exigencias de la historia.
—Se nota la presencia de muchos neologismos creados especialmente para la
trilogía, como por ejemplo “animales con cabellera” por “caballos” o “polvo que
mata” por “pólvora”. ¿Por qué tomaste este camino?
—Desde un comienzo no quise interferir en un corpus que
pretende ser mítico, en un espacio ucrónico y utópico, con vocablos o conceptos
que destruyeran ese mundo. Por este motivo me cuidé mucho de usar palabras que
para mi oído pudieran sonar violentas. Por otro lado busqué remedar, o copiar, lo
que tienen las lenguas aborígenes americanas, que se caracterizan por definir
el concepto con cierta musicalidad y lirismo.
—Los pueblos de La saga no
son estrictamente los pueblos americanos, pero sí hay un fuerte paralelismo
entre ellos. ¿Por qué creíste necesario relatar el exterminio desde la
literatura?
—Muchos lectores me preguntan si tengo algún antepasado entre
los pueblos originarios, y, la verdad, no tengo ni un familiar y tampoco he
tenido relación con los aborígenes. Se trata de un genocidio absolutamente
acallado, jamás reconocido del todo como tal, que tampoco ha sido demasiado
atendido por la literatura, y entonces, digo: “Todos tenemos un abuelo chamán”.
Fue un exterminio físico, cultural, mágico, religioso, y aunque hoy haya más
voces que lo denuncien, siguen siendo insuficientes los relatos y la reflexión sobre
lo sucedido. Todavía cuando se habla de genocidio se nombra sólo al holocausto
judío (que ciertamente fue espantoso y de eso no deben quedar dudas), cuando
nosotros también tuvimos un holocausto que llega hasta hoy con sus graves
consecuencias. Este exterminio me conmueve, y, en primer lugar, si no estoy
conmovida no puedo escribir. Aquí debo agregar que le debo mucho a mi viejo,
porque sin el posicionamiento ideológico de él y de mis hermanos no podría
haber nacido esta idea, y ahí es cuando descubro que tengo mucho de ellos y de
sus convicciones.
—¿Como lectora cuál es tu relación hoy con J.R.R. Tolkien?
—Mi relación con Tolkien es ambigua. Sus libros son
maravillosos y, a diferencia de mucha literatura basura en estos géneros,
tienen una lógica interna y una belleza enormes. Tolkien es impecable en su
escritura; crea un mundo creíble y te querés quedar a vivir ahí. Entonces, lo
adorás. Desde ese lugar me parece intachable. Me enojé mucho con él desde lo
ideológico, porque es muy claro su posicionamiento, su racismo, su
discriminación, su manera de priorizar su norte, lo ario, lo monárquico, con esta
magia que se le impone a las criaturas desde la superioridad —que a mí no me
gusta— en vez de tener un mago que lucha y suda codo a codo con las criaturas.
Me gusta pensar en los magos como personas comunes que saben sólo un poquito
más que los demás.
—¿Podés ampliar este concepto?
—A mí me sirvió mucho leer sobre el chamanismo americano y
concebirlo como una medicina, una psicología, una sociología. Eran los médicos
de aquellos días. Había una medicina que la Conquista destruyó. Una
medicina que curaba a través de la fascinación, o con una fascinación que
ayudaba mucho a la curación. Una medicina que actuaba colectivamente. La
concepción de la enfermedad como un aprendizaje o como un camino en vez de la
enfermedad como una derrota, una tristeza o una desgracia. La enfermedad, dicen
los chamanes, siempre te dice algo y es una posibilidad de aprender. Creo que
estas son cosas serias y sabias que se degradaron. Un chamán no es más que eso:
es el que tiene la capacidad de amar mucho, de entregarse al colectivo
posponiendo su individualidad; es una persona que comprende que todo lo creado
está relacionado entre sí. Te duele la panza y algo te está diciendo ese dolor,
que tiene que ver con todo lo que te rodea. Yendo a un extremo, una vez escuché
a una joven decir: “Yo no me enfermo porque no puedo”. Se trata de una
omnipotencia que dura hasta que la vida te mete un sopapo. Y, claro, con esta
omnipotencia, el día que te pasa algo te sentís un fracasado, cuando uno
debería aprender de las enfermedades. Otro tema es la concepción del tiempo. En
general nosotros hablamos de “gané”, “perdí” o “invertí tiempo”, como si nos
refiriéramos a la plata. Un chaman dice: “Móntate en el tiempo”. Es decir:
vivir el tiempo como algo que va con uno, que no se puede ni ganar, ni perder
ni invertir. Alguien que puede entender esas cosas y puede montarse en el
tiempo es un chamán.
—La presencia femenina es muy
importante en La saga y, además, se
nota que hay una gran variedad de mujeres. ¿Fue una decisión previa a la
escritura mostrar distintos perfiles?
—Aunque esta conversación se vaya
para lo psicológico, creo que tuvo que ver con un crecimiento personal. Siempre
fui, te diría, una persona casi misógina, de decir cosas del estilo: “Ni loca a
mí no me opera una mina”. Entonces, y lo he pensado muchas veces, a medida que
empecé a escribir y a tener confianza en mí, empezaron a aparecer más y más
mujeres. En Los días del venado hay, pero están limitadas al mundo doméstico:
Vieja Kush, madre de Dulkancellin, que amasa pan; Kuy-Kuyen, que se casa, como
corresponde. En Los días de la Sombra y, luego, en Los días del fuego (donde Acila aparece
como una política astuta) las mujeres comienzan a adoptar otro protagonismo.
Las primeras eran amas de cama, copadas por cierto, pero amas de casa al fin. Después
van apareciendo otras, con distintos perfiles, más eróticas y de armas llevar.
—Hasta la presencia de la muerte
es muy femenina...
—Sí, claro. Por eso, insisto en que
estas presencias femeninas señalan un aprendizaje personal, que me sirvió para
abrir el espectro de los personajes y, en un punto, para romper el maniqueísmo
del género: “Los hombres son los guerreros y las mujeres los esperan”.
—¿Cómo surge Cucub, un juglar europeo con características de artista
americano?
—En él está el símbolo del artista que entiende las cosas
desde la poesía. Tiene, sí, esta especie de mestizaje desde su impronta de
juglar europeo, pero que canta con conocimiento del mundo americano. Como
artista va emigrando de ciudad en ciudad, llevando sus verdades, y hasta en los
peores momentos no deja de ver la realidad poéticamente. Estoy convencida de que
el pensamiento poético es muy enriquecedor y que la poesía ve las cosas desde
un lugar que engrandece nuestras vidas.
—Thungür es un héroe lleno de dudas. ¿Cómo fue la construcción de ese
personaje?
—Para eso debo hablar primero de su papá, Dulkancellin, que
es el héroe tradicional por antonomasia, el que dice: “Esto está bien, esto
está mal”, y cuando detecta al enemigo va para allá, y sanseacabó. Dulkancellin
fue un problema. Yo le decía a mi editor: “Sí lo mantenemos vivo va a resultar
una fantochada”, porque por más valiente que fuera no había forma que
sobreviviera con sus lanzas frente a un ejército que luchaba con pólvora. Él me
comentaba: “Tengo miedo de que los lectores se enojen, Liliana. ¿Cómo sigue
esto ahora?”. Yo ya pensaba en el hijo de Dulkancellin, que estaría más solo,
más confundido, en un momento que la cosmovisión de su padre se hallaba
desdibujada y la guerra que debía enfrentar sería más mestiza, y así surgió
Thungür. Volviendo a Tolkien, y esto tiene que ver con Dulkancellin, una de las
cosas que no le creí (y donde creo que falló la verosimilitud) fue cuando
resucitó Gandalf. Desde esta diferencia probablemente nació Thungür.
—¿Cómo trabajaste los contrastes entre los pueblos de los Confines, al
evitar la supremacía de unos sobre otros?
—Esta fue otra de las cosas que me propuse conscientemente,
pues no quería que hubiese ninguna supremacía racial. Paralelamente trabajé
sobre la idea de que la resistencia también naciera en las Tierras Antiguas,
porque no quería caer en el reduccionismo de que los americanos somos los
buenos y los europeos los malos. Por eso, entre los pueblos de los Confines hay
traidores que trabajan en contra de su propia gente.
—¿Algún indigenista se ha quejado de esta visión?
—No. Algunos lectores se quejaron de que las Tierras Antiguas
y algunos de sus personajes quedan como telón de fondo. Pero, claro, si contaba
lo que pasaba del otro lado iba a necesitar tres libros más. Hubo, sí, otro
tipo de comentarios ofensivos.
—¿De quiénes?
—Al comienzo las quejas más duras vinieron de algunos
tolkianos, que me insultaban porque había escrito una fantasía épica. Con el
tiempo, terminaron invitándome a uno de sus congresos. Otros se han quejado de
mi postura ideal de la cultura latinoamericana y de estigmatizar a Europa. Hay
otros que tienen una mirada peyorativa sobre lo que uno escribe, porque no
aceptan el género fantástico y ni siquiera han probado abrir el libro.
—¿Costó desarrollar, imaginar y escribir las pasajes de guerra, que
parece una actividad tan masculina?
—Fue difícil, y al respecto de eso me llegaron comentarios
tipo: “Se nota que son guerras escritas por una mujer”. Y necesariamente las vi
desde un lugar distinto a lo armamentístico o lo logístico, más desde lo humano
que nos compete a todos. Fueron pasajes muy arduos, porque se trataba de varias
batallas y el objetivo era no repetirse. Fue mucho trabajo de escribir, borrar
y volver a escribir.
—¿Qué pasó cuando finalmente terminaste el tercer tomo?
—Por un lado fue una enorme sensación de alivio, después de
seis años de trabajo. A la par de este gran alivio, sentí una gran sensación de
soledad y de vacío, de estar parada en el medio del desierto, de que se me
había ido alguien muy querido que no volvería jamás. Emocionalmente fue muy fuerte.
Igualmente, como todo no termina con el punto final, porque después empieza un
ida y vuelta con el editor, la separación no es tan tajante. Eso al menos es un
consuelo.
—¿Nunca tuviste la tentación de reescribir algún pasaje?
—Hay una tentación de escribir relatos sobre espacios que
hayan quedado sin contar, pero, por ahora, es sólo una tentación. En el medio
siempre está la voz de Carlos Castaneda: “No se puede volver a Ixtlán”.
—¿Qué sentiste cuando te escribió Ursula K. Le Guin alabándote La
saga y diciendo que si tuviera fuerza y ganas ella
misma traduciría tu obra? (Nota: En la nueva edición de Los días del venado puede leerse el siguiente extracto: “Llevé
sus libros conmigo en un viaje. Fue muy extraño; estaba viviendo en esos
lugares que nunca había visto y también en los Confines con los husihuilkes.
Así que volví a casa de dos viajes, y el de Bodoc me había llevado más lejos”.
Ursula K. Le Guin).
—Realmente no lo podía creer. Hasta ese momento, incluso, no
tenía bien en claro cómo le había llegado La
saga. A los pocos días recibí otro email de Diana Bellessi, quien escribió junto
a Ursula el poemario Gemelas del sueño.
The Twins, the Dream. Diana le había regalado La saga, y Ursula tuvo la generosidad mayúscula de escribirme. Lo
más difícil fue responderle, porque todo me parecía poco ante una persona de su
altura abocada al mismo género desde hace muchos años.
UNA IDEA DE LA LITERATURA
—¿Creés en la inspiración?
—Poco y nada. Hay momentos más auspiciosos, porque ha
sucedido algo y uno se siente mejor o corre un lindo viento o lo que fuere, a
partir de lo cual las cosas pueden llegar a fluir. Pero en esto adhiero a
Roberto Arlt: “El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”, y no hay
tutía. Hay días en que todo es más fácil, pero, al menos en mi caso, con eso no
alcanza.
—¿Corregís mucho?
—Disfruto mucho de la corrección. Es uno de los momentos más
lindos de la escritura. Es la oportunidad de volver sobre el texto y encontrar
sus falencias, los baches, los problemas, y romperse la cabeza para ver cómo lo
resolvés. Es la ocasión de dormirse pensando en la historia.
—¿Haberte mudado hace dos años a El Trapiche (San Luis), un pequeño pueblo,
te ayuda en tu labor literaria?
—Me aporta cierta tranquilidad, pero, en rigor, me ha tocado
viajar mucho en estos años porque participé en el Plan de Lectura Nacional (con
dos viajes mensuales), en distintos congresos, la feria del libro. Cuando puedo
estar en casa hay menos interferencias. Otra cosa que es muy positiva es que,
al vivir acá, estoy alejada de ciertas discusiones de los ámbitos literarios,
de lo que dijo tal o cual, y todo eso te ensucia la cabeza. Cuando estás lejos
de Buenos Aires, eso desaparece y te hace bien. En el mundillo literario suenan
muchas cosas, buenas, malas, ciertas o no, y eso no ayuda a la hora de
escribir.
—En la mayoría de tus trabajos existe una notable presencia de los
pueblos originarios de América Latina. ¿Es una inclinación espontánea o te lo
proponés?
—Mi pensamiento tiende a prestar atención a los mundos
marginales, paralelos. En mi literatura hay poco y nada de gente adaptada, de
gente correcta. En general lo que escribo se va para circos, esclavos, crotos,
drogadictos, huérfanos, revolucionarios fracasados, indios vencidos, porque es
la gente que más quiero y, en algún punto, puedo entenderlos. No sé si podría
escribir sobre una familia exitosa, no por nada en particular, sino porque siento
que no los conozco. Probablemente esas personas tengan sus dramas y deben ser
dignos de la literatura, pero si escribiera sobre ellos me saldrían personajes
planos y estereotipados.
—Una vez escuché que una importante autora decía que “en la Argentina lo más
interesante que está pasando en la literatura es la literatura de las mujeres”.
¿Qué pensás?
—A mí no me resulta particularmente empático el tema de
género y siempre le pongo peros a todo aquello que sea categóricamente
genérico, porque me parece incompleto. Desde mi punto de vista, las diferencias
sociales pasan por otro andarivel. Sé que las mujeres a igual trabajo a veces
ganan menos, pero no me parece la clave de nada. Particularmente en cuanto a lo
literario no es medida que algo haya sido escrito por una mujer o por un
hombre.
—¿Qué leés en la actualidad?
—En estos días estoy releyendo y disfrutando de los clásicos
de mi infancia y de la literatura, como Dostoyevski o Monteiro Lobato.
—¿Qué contemporáneos te gustan?
—J. M. Coetzee, José Saramago, Álvaro Mutis, Héctor Tizón,
Andrés Rivera, Doris Lessing, Juan José Saer, Lygia Bojunga, Marina Colasanti,
Ema Wolf, Juan Farias, Martín Caparrós, Eduardo Belgrano Rawson.
—¿El éxito de La saga en
términos de venta cambió tu forma de relacionarte con la literatura?
—Realmente pasó de todo en todos los planos. En lo personal,
por ejemplo, yo trabajaba de docente, pero no generaba el mayor ingreso de la
casa. Tras el éxito de La saga, me
dije: “Yo también puedo colaborar en serio”, cuando había sido siempre mi
marido el que se había esforzado para sostener la economía familiar. En otro
orden, a veces, cambia para mal la mirada del que te conoce. Me han llegado a
decir: “¿Cómo le va a la famosa?”. Con el tiempo, eso se va acomodando. Otro
hecho es lo que sucede cuando la literatura se convierte en tu trabajo y se
pierde cierta inocencia respecto a la lectura y a la escritura como pura
alegría y pura emoción. Y las editoriales, por su parte, después de un éxito
esperan otro, como si el valor literario se definiera en las ventas, y no
puertas adentro, cuando estamos creando.
—En Los primeros cuentos del mundo, Enrique Anderson Imbert postula que los relatos en la antigüedad
tenían una intención no literaria. Es decir que su intención era narrar mitos
que trataran de explicar el mundo y que su origen era místico y muy serio. ¿Cuánto
pensás que hay de esto en la literatura de hoy?
—Esto está muy ligado a la oralidad, al sentido de verdad
que tenía el cuento y, fundamentalmente, a la palabra que creaba la verdad y a
la idea de que si cuento una mentira genero una mentira. Lamentablemente esto se
ha perdido, como si la palabra no tuviera peso ni acción. En la oralidad la
originalidad estaba muy mal vista, porque si soy el orador o portavoz del
pueblo y vengo a contarles cómo nacieron las montañas estoy contando cómo
nacieron las montañas y no es posible cambiar los acontecimientos, porque sólo
me resulten más bonitos o entretenidos. Hoy, en cambio, la originalidad es un
mérito, y en pos de ella se dicen muchas pavadas.
—Me impresiona que algunos escritores se definan como “mentirosos
profesionales”, cuando uno lo que espera de una buena ficción es una mirada honesta
sobre el mundo, sea desde una visión realista o fantástica.
—Sí, y, además, se pierde la seriedad con que deberían ser
escritas las obras, porque cada vez que escribimos un cuento generamos una
realidad. En ese sentido la literatura ha perdido su lugar y, ahora, la ética y
la estética parece que no necesariamente deben ir juntas.
—En una charla sobre El Quijote
expresaste tu desacuerdo con la idea de que “para escribir tenés que leer” y
agregaste que “me aferro a la esperanza de que un ser humano debe tener algún
otro recurso”. ¿Podés ampliar esta idea?
—Se ha transformado en una suerte de cliché “el tenés que
leer para poder escribir”. No digo que no sea cierto, pero considero que los
seres humanos debemos tener otros recursos para crear, porque si se quemaran
todos los libros, desde algún lugar, desde alguna reserva, desde la memoria
colectiva, vamos a volver a escribir. Con esto no niego todas las posibilidades
y la felicidad que te da leer, pero me parece que sólo leer no es suficiente
para escribir.
—Algo similar dice Jorge Luis Borges en el poema “Alejandría, 641, AD”:
“Las vigilias humanas engendraron los infinitos libros. Si de todos no quedara
uno solo, volverían a engendrar cada hoja y cada línea”.
—Coincido, y pienso en Miguel Hernández o Roberto Arlt que
escribieron grandes obras sin ser eruditos.
—Tu prosa es muy poética. ¿Es un procedimiento que se presenta
naturalmente o es una preocupación constante de buscar las palabras justas para
tal o cual narración?
—Un poco y un poco. La voz de La saga de los Confines está muy adentro y es un idioma que conozco
al dedillo. En cambio, El mapa imposible o
Presagio de carnaval me exigieron
otras formas. En cualquier caso busco que lo lírico no entorpezca la acción,
que se acople con ella y que conviva en forma natural con los demás elementos
de la novela. A veces me sale espontáneamente. En otras ocasiones tengo que
trabajar más y me quedo pensando durante días hasta que le encuentro la vuelta.
Desde el vamos, escribo con la idea de que el lenguaje literario es extra
cotidiano; entre comillas, sagrado. No puedo escribir como hablo. Cuando me
siento a trabajar, recurro a otra voz que no es la cotidiana, con otra
semántica y otra retórica. Por eso, mis hijos me cargan cuando uso ciertos
términos mientras dialogo, y me dicen: “¡Mirá si te escucharan los lectores!”.
—Juan Filloy afirmó alguna vez que “hay un manicomio dentro de un
escritor. Si uno tuviera una población de hombres correctos, sería un escritor
insoportablemente monótono”. ¿Qué pensás de esto?
—Me parece que es cierto cien por cien. Mucho de lo creativo
y de lo artístico en todas las áreas tiene que ver con el desorden, con el
miedo, que es una materia extraordinaria para trabajar. Hay una suerte de
artista posmoderno, de ejecutivo del arte, con una concepción más de mercado.
El artista por antonomasia es un asustado, un triste, un loco.
—¿Podrías dar una definición de la literatura desde el sentimiento y no
desde una simple posición académica?
—Me parece que la literatura se caracteriza por ser
absolutamente inútil, con la inutilidad que tiene una caricia. Eso es lo que me
apasiona del arte en general, y me enojo mucho con eso que está metido en algunos
docentes que repiten: “Vamos a aprovechar el texto literario para enseñar
historia”, como si la literatura no se bastara en sí misma. Si todo fuese
utilidad, no podríamos sentarnos a leer y disfrutar un poema.
MEMORIAS IMPURAS
Memorias impuras. Los padres y Presagios de carnaval. |
—El díptico Memorias impuras
es el relato de la caída de un virrey y ciertas luchas intestinas en torno a él.
¿Cómo surgió esta obra?
—Algunos me han dicho que Memorias impuras es una suerte de continuación de La saga de los Confines, porque Memorias tendría que ver con las luchas
de la colonia y la independencia. Nunca la pensé como una continuidad, pero trabajé de manera similar. Busqué
material de la época (principalmente del Virreinato del Perú y las guerras
independentistas), lo leí, lo asimilé y, más tarde, empecé a contar la historia
de manera fantástica. La primera parte se llama Los padres, y la segunda, Los
huérfanos, que aún está inédita.
—¿En qué te basaste para crear una prosa que se diferenciara de La
saga?
—Me basé en la prosa virreinal, en su sonoridad, en la
utilización de la “y” que hemos ido dejando de lado. Abordé el género
epistolar, con frases largas, con palabras que de a ratos parecen
grandilocuentes. Traté de escribir con una prosa que se tomara el tiempo justo
para decir las cosas.
—La primera entrega, Los padres,
se inicia con esta cita de Alvaro Cunqueiro: “Quizá sea verdad que el fin
último de toda cultura es la invención y la melancolía”. Luego nos encontramos
con que el narrador es un cronista que trata de recuperar los jirones de un
imperio acabado y siempre está inmerso en una gran nostalgia. ¿Vivís de este
modo el paso de la vida?
—Sí, absolutamente. Y te digo más: con el paso del tiempo
ese sentimiento se va acrecentado. Francisco de Quevedo, otro de mis maestros,
era un nostálgico del paso del tiempo, y quizás no haya ninguno que lo haya
expresado tan bien. Cada vez siento muchas situaciones como últimas y me dijo:
“Esto no va a volver a pasar, Liliana” o “Esto ya se fue”. Siempre he tenido
este sentimiento de niña, pero ahora me persigue sobre todo en acciones cotidianas,
como, por ejemplo, en mis caminatas con mi marido (Jorge) durante las cuales no
puedo evitar preguntarme: “¿Esta será la última caminata? ¿Cada día iré
caminando menos, o el final será de golpe?”.
—Como contrapartida, ¿no te libera pensar en medio de una desgracia
“esto ya va a pasar”?
—Sí, porque uno sabe que la tormenta va a terminar. Sin
embargo, en mí es más fuerte el sentimiento de lo que se pierde a diario. Tengo
nostalgias tan vívidas que las huelo. La vez que mi abuela partió una sandía en
el fondo, o las siestas de aquella época. Tengo muchos recuerdos en torno a los
padres de mi papá. Mi abuelo era el monumento a la alegría de vivir, a la
sencillez y a la cordura. Él era un albañil siciliano que quería comer cosas
ricas, sin ninguna especulación intelectual. Si algo estaba mal, había que
atarlo a un adoquín y tirarlo al medio del océano. No tenía muchas vueltas: la
vida era linda y buscaba ser feliz día a día. Era una persona que hacía muchos
chistes y buscaba reírse todo el tiempo. Mi abuela, en cambio, era un poco más atravesada.
—¿Cómo se llamaban?
—Silvestre y Fortunata.
—Dos nombres justos para empezar una historia…
—Sí, parecen sacados de cuento...
—Memorias impuras se vendió menos
que el resto de tus libros. ¿Evaluás por qué?
—Una de mis respuestas, y puedo estar totalmente equivocada,
es que nos estamos transformando en lectores cómodos. Hablo en líneas
generales, obvio. Hay una necesidad de leer textos que no nos propongan
demasiadas dificultades, que no nos sometan a demasiadas incertidumbres. Hay
intolerancia a la incertidumbre; el lector quiere saber y entender todo rápido
y al instante. No se banca seguir adelante con dudas. No hablo sólo de Memorias impuras, sino que lo noto con
otros autores. Hablo, por ejemplo, de Kristina Lavransdatter con sus historias
de relaciones familiares que se remontan a tiempos de los tatarabuelos. O al
mismo Dostoyevski con sus extensas novelas. Hoy, en cambio, parece que se
quiere sólo una prosa más ágil, que vaya al punto, y si es posible breve.
—¿La segunda entrega, Los huérfanos, de qué se trata?
—En la segunda parte el narrador que estaba de paso en una
taberna se casa con la hija del tabernero. Tras un tiempo vuelve a las crónicas
para cumplir con su abuelo. Retoma la historia catorce años después,
justificando que durante ese período nada importante ocurrió, y empieza a
contar sobre una nueva camada revolucionaria, que esta vez, sí, logra iniciar
una guerra contra la metrópoli.
LITERATURA INFANTIL
—Hay una pregunta que te habrán hecho infinidad de veces, y que no
puedo evitar, ¿cómo fue que te orientaste hacia el público infantil?
—Lo primero que escribí fue Sucedió en colores y estuvo muy relacionado a la forma en que salió
La saga de los Confines, que se editó
mediante el Departamento de Editorial Norma de Literatura Juvenil. Esto hizo
que aprendiera a amar, a respetar y a defender enormemente la literatura
infantil, pues es un lugar que debemos reconquistar. Hay mucha mala literatura,
y me parece que a los chicos hay que vincularlos con textos literarios que les brinden
la complejidad del arte. Entonces, me planteé crear literatura para niños desde
una propuesta narrativa, estructural, temática, estética, que tuviera que ver
con lo artístico y no con lo pedagógico, y me enamoré de la literatura infantil,
aunque, por supuesto, sigo disfrutando de la literatura para adultos.
—¿Cómo nació Sucedió en colores?
—Es un libro de
cuentos muy vinculado a mi infancia, con la época en que falleció mi vieja y la
casa se transformó en el lógico desorden de una casa sin mamá y con cuatro
hijos, con un padre que todos los días tenía que ir a trabajar a una fábrica de
cemento. En medio de ese caos general había un rato que tenía que ver con los
viernes. A la tarde se lavaban los guardapolvos y, por la noche, mirábamos “El
hombre que volvió de la muerte”, con Narciso Ibáñez Menta. Recuerdo el tanque
del lavarropas dando vueltas, con agua negra, preparándonos para ver la
miniserie. En ese momento mi papá nos inventaba a mí y a mi hermana “Los
versitos de colores”. Nos sentaba y los recitaba. Uno que recuerdo dice:
“Cuando cae la nieve, la mansa gaviota no teje tricota de gruesa lana. Ella
toma leche, dulce y calentita, en una tacita de porcelana”. Nosotros
gritábamos: “¡Blanco! ¡Blanco!”. Otro dice: “Bajo el sol de mayo, la japonesita,
de leve kimono, llora su gran cuita. Comiendo tortilla se manchó con huevo”.
“¡Amarillo! ¡Amarillo!”. Los cuentos nacieron de ese momento absolutamente ritual
y cotidiano en medio de los problemas, que debería estar presente en toda buena
literatura y en la vida.
—Después vino Diciembre, Súper Álbum. ¿Cómo fue escribir una novela juvenil que, teniendo cierta complejidad
en la trama, siguiera siendo para jóvenes?
—En esta novela está muy presente la fábrica de cemento
donde trabajaba mi padre, con un fuerte registro del cómic y una narración con
varios puntos de vista. Cuando escribí la historia algunos me decían: “Esto es
muy complicado, se mezclan mucho los planos. Los chicos no la van a entender y
los maestros no se lo van a querer dar”. A posteriori, la realidad demostró que
los chicos eran capaces de decodificar la historia.
—Al igual que Memorias impuras
es un relato sumamente nostálgico…
—Alguien me marcó eso como otro problema de Diciembre, Súper Álbum y señaló que los
chicos no tienen nostalgia. A mí, en cambio, me parece que sí. Esto implicó un
aprendizaje, pues pude comprobar que los chicos tienen mayor capacidad que
muchos adultos de probar con mundos desconocidos. Están más abiertos a conocer a
establecer el pacto con la ficción. Algo parecido pasó con El mapa imposible, que tiene complejidad y evoca las siestas de
Santa Fe y la relación con mis abuelos.
—Para empezar a escribir cuentos infantiles, ¿volviste a los clásicos
de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, Lewis Carroll, Charles Perrault, Hans
Christian Andersen y Carlo Collodi, o, bien, abrevaste en otros autores más
nuevos?
—Un poco por mis hijos y otro poco por mí, nunca dejé de
leer literatura infantil y juvenil. Alicia
en el país de las maravillas es un libro que podría leer mil veces. Las
novelas de Jack London me siguen gustando y me parecen muy bien escritas. Tuve
que leer a los autores de hoy, muchos de los cuales son verdaderos maestros. Leí
muchas obras que me parecieron lamentables y que parten de un desconocimiento y
de una subestimación de los jóvenes y los niños, como si no fueran capaces de
entender ciertos textos. Por el contrario, los chicos son capaces de muchas
cosas, y entonces, me apegué a maestros como Lygia Bojunga, quien piensa de
esta manera y aborda temas muy difíciles desde una propuesta bellísima.
—Cuando escribís, ¿imaginás un niño-lector tipo?
—Aunque suene egocéntrica, suelo pensar en mí como lectora,
en lo que me hubiera gustado o en lo que me hubiera emocionado. Se puede pifiar
mucho pensando en un lector típico, porque te asustás y no escribís nada, y si
los textos son buenos, la literatura al final gana. Si pensás en un chico
típico, que está absorbido por miles de estímulos, la tarea se vuelve muy
complicada. Aquí pienso que es clave la tarea de aquellos docentes que siguen
teniendo vocación y buscan cosas nuevas para los pibes.
—¿Cómo fue escribir La mejor luna para “primeros lectores”?
—Al igual que Cuando San
Pedro viajó en tren fue todo un desafío, porque a mí cuesta escribir corto.
En estos dos casos pude entender cómo las ilustraciones completan la historia
en el caso de primeros lectores. Eugenia Nobati trabajó en La mejor luna, y Valeria Docampo, en Cuando San Pedro viajó en tren.
—¿Cómo trabajaste con ellas?
—Primero les propuse el texto y, posteriormente, hubo un
intercambio hasta redondear la historia. En La
mejor luna no podría concebirse la historia sin las imágenes. En cambio, Cuando San Pedro viajó en tren podría
entenderse sin las ilustraciones, pero la propuesta de Valeria resultó muy
enriquecedora y no sería lo mismo sin ellas.
—¿Qué vino después?
—Reyes y pájaros y Amigos por el viento. El primero es una
especie de recopilación. Es muy raro que haga eso, pero noté que estos cuentos
tenían cierta unidad a partir de los reyes y los pájaros, aunque en el cierre
hay una historia que se inicia con esta leyenda: “En este cuento no hay reyes
ni pájaros. Este cuento es un error...”. En este caso, las ilustraciones de
Matías Trillo son independientes, como en Sucedió
en colores. Amigos por el viento fue
pensando como una unidad y fue ilustrado por José Sanabria.
—En El espejo africano te
asomás al mundo afro y trabajás con un marco histórico verificable. ¿Cómo nace
este libro?
—Mi interesé por la cultura africana a través de mi hija y
de su novio que es uruguayo, toca percusión y tiene antepasados africanos. Mi
hija baila candombe y tiene formación antropológica que la hizo apasionarse por
esa forma de ver el mundo. Se trata de algo que no conocía, y comencé apenas a asomarme
a esta cultura que aún me resulta lejana. En cuanto al marco histórico me gustó
trabajar con personajes reales, con un San Martín cansado y hasta enojado, con reacciones
parecidas a las de cualquier ser humano.
—La crítica se ha ocupado de tus libros para adultos, pero no de tu
obra para niños y jóvenes. ¿Creés que se sigue siendo una literatura subvaluada?
—Pienso que sí. No obstante, debo ser justa y decir que han
empezado a ocurrir algunas cosas. Varias facultades han puesto una cátedra de
literatura infantil y juvenil; en algunos casos, optativa. Cuando cursé la
carrera ni se la mencionaba. En la
UBA , por ejemplo, Lidia Blanco está dando un muy buen curso
de literatura infantil. Ha habido congresos de literatura infantil y juvenil, y
la Academia
comienza a verla con el rabillo del ojo. En una charla, leí mezclados
fragmentos de Lygia Bojunga, Ema Wolf, James Joyce y Marcel Proust, y a los
asistentes les pedí que identificaran si alguno pertenecía a la literatura
infantil. Ninguno pudo detectar a Bojunga o Wolf, porque se trata de textos muy
bien escritos.
PRESAGIOS
—¿Cómo llegaste después de todo esto a Presagio de carnaval, una tragedia breve, de un tono más
realista aunque sin perder esa mirada maravillada de la realidad?
—Internamente siento que es un coletazo realista de La saga de los Confines, porque tiene
que ver con la problemática actual de los aborígenes latinoamericanos. Sabino
Colque, el protagonista, podría ser un descendiente de los husihuilkes, que hoy
es un marginal. De hecho, algunos textos están vinculados con la bibliografía
que leí para La saga. Acá apareció otra
vez la Academia
y me guio en cuanto a unidad de tiempo, de lugar, con el coro que preanuncia y
varios tópicos propios de la tragedia clásica.
—¿Se puede saber en qué proyecto estás trabajando?
—Es una novela que
está en la línea de El espejo africano.
Cuenta una historia de amor que transcurre paralelamente a la Revolución de Mayo, con
Domingo French, Antonio Beruti y Mariano Moreno, revolucionarios que se
autollamaban “Las legiones del infierno”, y al igual que en los anteriores libros,
sigo trabajando sobre ciertos temas recurrentes, como la mayoría de los
autores.
—¿Y cuáles son tus temas recurrentes?
—En mi caso, estas
fidelidades siguen del lado de los marginales y sus dramas, con sus dichas y
desdichas, con su manera de entender y afrontar la realidad, en medio de una
sociedad que tiene diversas formas de desentenderse del prójimo.
EN LOS CONFINES DE LO
FANTÁSTICO
Por José María Marcos, exclusivo para INSOMNIA, Nº 148, abril de 2010
El francés Louis Vax en Arte y literatura fantásticas afirma que para expresar lo fantástico “la narración constituye seguramente el género literario más adecuado, ya sea en forma de cuento, obra teatral o cinematográfico” y afirma que “la poesía no consiste, de ningún modo, en un conflicto entre lo real y lo posible, sino en una transfiguración de lo real”. El amante de la poesía —agrega el académico— se dispone a aceptar la ruptura de la realidad y a ceder a su encantamiento, en lugar de inquietarse.
El francés Louis Vax en Arte y literatura fantásticas afirma que para expresar lo fantástico “la narración constituye seguramente el género literario más adecuado, ya sea en forma de cuento, obra teatral o cinematográfico” y afirma que “la poesía no consiste, de ningún modo, en un conflicto entre lo real y lo posible, sino en una transfiguración de lo real”. El amante de la poesía —agrega el académico— se dispone a aceptar la ruptura de la realidad y a ceder a su encantamiento, en lugar de inquietarse.
No aclara Louis Vax que la poesía puede estar escrita en
prosa y ser parte de una extensa narración, como afirma Enrique Anderson Imbert
en La prosa, modalidades y usos,
donde señala: “Hay momentos en la historia literaria en que los espíritus más
poéticos —esto es, más expresivos— son prosadores y no versificadores”.
Leyendo las narraciones de Liliana Bodoc, uno puede sentir
que sus relatos están contados mediante acciones y diálogos que privilegian los
acontecimientos y la historia, pero con una marcada presencia de giros de cosecha
propia, que provienen de un universo poético muy particular, convirtiéndola sin
duda en uno de los espíritus contemporáneos más expresivos.
Vax dice, además, que la poesía se ubica dentro de las
fronteras del arte fantástico, al igual que los tradicionales cuentos de hadas
y aquellos contenidos dentro del género maravilloso, y justamente por esos
andariveles la autora de La saga de los
Confines parece moverse a sus anchas, al recrear las historias que van quedando
al borde de la Historia.
Para ver cómo funciona su prosa vale citar algunos
fragmentos de su trilogía. Por ejemplo, el comienzo: “Y ocurrió hace tantas
Edades que no queda de ella ni el eco del recuerdo del recuerdo. Ningún
vestigio sobre estos sucesos ha conseguido permanecer. Y aun cuando pudieran
adentrarse en cuevas sepultadas bajo nuevas civilizaciones, nada encontrarían”.
(Los días del venado). O la presencia
de la Sombra
en los Confines: “Merodeando en la noche se dejó guiar por un resplandor que,
desde la tierra, iluminaba un vasto espacio del cielo. Se trataba del
campamento donde se guarecían los sideresios, un lugar oculto en los
territorios que Molitzmós controlaba. Mientras llegaba el desenlace previsto
era necesario que su presencia permaneciera en absoluto secreto. Ni el pueblo
del Sol, ni siquiera la mayor parte de los nobles que combatían por la Casa de Molitzmós, debían
reconocer el pacto funesto que había detrás de aquel enfrentamiento”. (Los días de la Sombra ). O el reencuentro
de los habitantes de las Tierras Fértiles después del inicio de la última
batalla: “El pueblo de Los Confines empezó a llegar muy de madrugada. Aquellos
que permanecían habitando aldeas, mujeres, niños y ancianos, bajaban al valle y
se saludaban con entusiasmo buscando animarse unos a otros. Cada uno pensó que
su vecino había pasado más penurias y estaba más necesitado. Pero los pájaros
que miraban desde arriba y las lagartijas que miraban desde abajo, vieron que
todos venían de soportar un invierno con hambre”. (Los días del fuego).
Jugando en las fronteras entre lo maravilloso y lo
fantástico, entre la poesía y la prosa, entre la historia y la recreación,
Liliana Bodoc ha logrado renovar el género épico, dominado en su mayoría por
autores anglosajones, al abordarlo desde una mirada latinoamericana que le
permitió narrar el exterminio de los pueblos aborígenes, hecho que hace de La saga de los Confines una obra
singular y profunda. Una obra que toma una posición y trata de rescatar valores
de una cultura aniquilada y silenciada, de la cual hoy sólo nos llegan
fragmentos de lo que fue antes de la Conquista , con sus artes, sus medicinas, sus
costumbres, su mirada sobre la naturaleza, su forma de relacionarse con el
mundo.
Aunque esto ya alcanza para ganarse un lugar destacado en la
literatura, también ha creado Memorias
impuras, un bellísimo díptico escrito según los requerimientos de la prosa
virreinal, y Presagio de carnaval,
una tragedia realista que “es un coletazo realista de La saga de los Confines, porque tiene que ver con la problemática
actual de los aborígenes latinoamericanos”, tal cual ella misma reflexiona. Y,
como si fuera poco, sigue desarrollado una extensa obra para niños y jóvenes,
donde ese cóctel narrativo de fantasía, maravilla y poesía ha dado ya una serie
de libros, escritos con la elegancia y la hondura necesarias para ser inclusivos
y permitir que sean leídos, con placer, por los adultos.
Así, peregrinando en los confines, entre el lenguaje sagrado
y el profano, entre “lo que es para niños” y “lo que es para adultos”, su obra
nos regresa a esa dimensión lúdica y sacra que plantea Oscar Wilde al decir:
“El artista es el creador de las cosas bellas” y “La única excusa para hacer
una cosa inútil es admirarla intensamente”. O como la propia Liliana Bodoc señaló
en este reportaje: “Me parece que la literatura se caracteriza por ser
absolutamente inútil, con la inutilidad que tiene una caricia”.