Por José María Marcos (*)
Había dado los mejores años en esa búsqueda, y recién cuando la vida se acababa, se encontraba frente al mítico santuario, que según las fábulas era un espejismo que atraía a los hombres hacia una muerte segura en medio de la cordillera.
Atardecía cuando por fin llegó al Templo de los Dragones, donde una secta había adorado a esas fabulosas serpientes que se remontaban a los orígenes de la humanidad.
Aún no había nevado, pero hacía mucho frío y pronto volvería la noche. Hacía días que deambulaba solo, comiendo raíces y durmiendo a la intemperie, tapado apenas con una manta raída. El resto de la expedición (los tres últimos locos que había logrado convencer) lo abandonaron, igual que otros tantos a lo largo de su vida.
Ingresó a paso cansino, con las pocas fuerzas que le quedaban. Cuando su vista se acostumbró a la penumbra, vio que en el centro se levantaba la figura de un enorme dragón y que cientos de cadáveres lo rodeaban, como si alguien les hubiese arrebatado la vida simultáneamente durante una ceremonia.
Caminó hacia la figura, por encima de aquellos hombres, y la acarició. Por un instante, sintió la fuerza de todos los dragones y la devoción de quienes los hicieron realidad con su fe.
Se arrodilló, exhausto, y tosió. Las tinieblas se arrastraban a su alrededor, imitando el avance de una marea. Volvió a toser y se recostó sobre la fría superficie, entre los cuerpos. Cerró los ojos, sonrió, y decidió esperar. Algún día, lo confundirían con uno de los devotos de aquella admirable hermandad.
Cuando la oscuridad terminó de llegar, su respiración ya se había acompasado al ritmo de la eternidad.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 99 de miNatura, dedicada al género breve fantástico. Especial “Dragones”.