Por Gonzalo Santos, Perfil, domingo 23 de julio de 2017
La cosa empezó como empiezan incluso hoy —sobre todo hoy—
algunos mitos: con un rumor en el diario. Fue en Le Mercure Galant, en 1693, donde se informó por primera vez sobre
la existencia de upires que se levantaban de la tumba para chupar la sangre de
hombres y animales.
Claro que todavía no se trataba de señores distinguidos,
caballeros, condes; por entonces eran vampiros algo más toscos, menos higiénicos,
que tampoco tenían pruritos éticos ni se enamoraban de vírgenes adolescentes.
Pero pronto el rumor y la paranoia empezaron a correr —más
rápido aún que el culto a la razón que pregonaba el incipiente Iluminismo— por
varios países de Europa del este, y mientras los campesinos iban a los
cementerios a exhumar cadáveres sospechosos para clavarles una estaca, a los
poetas románticos, en cambio, los ganó la fascinación y les dedicaron baladas
que pusieron en marcha —hay que decirlo— un proceso irreversible de
amaneramiento.
En cuanto a la narrativa, el primer vampiro no fue un
aristócrata, un capitalista, un empresario, un conde, un marqués o un clérigo:
fue un poeta. El relato El vampiro
(1819), de John William Polidori, está inspirado en la vida de Lord Byron, de
quien era su médico personal. El personaje Lord Ruthven, álter ego del poeta,
inaugura un tópico que aparecerá con frecuencia en los relatos de esta
temática: el del vampiro seductor ante cuyos pies se rinden las doncellas
incautas.
Después, por supuesto, vinieron otros autores geniales como
Sheridan le Fanu, Maupassant, Gautier, Stoker, Poe, que están incluidos, por
cierto, en la brillante antología Vampiria,
que acaba de reeditar la editorial Adriana Hidalgo, y que contiene también
otros nombres menos conocidos como Ernst Rapauch —de quien se publica, por
primera vez en español, la versión original de Dejad a los muertos en paz (1823)—, Eric Stanislaus o Luigi
Capuana.
Ahora bien, a todo esto ya le han dedicado muchas páginas, y
el estudio introductorio de Vampiria,
a cargo de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, es tan exhaustivo que
sólo nos quedaría la opción de la paráfrasis. Por eso, quizá resulte más
interesante analizar de qué manera se ha reelaborado el mito del vampiro en la
literatura argentina, que es algo de lo que poco y nada se ha escrito.
En esa dirección, tal vez lo primero que hay que decir es
que, en la mitología de los chorotes, pueblo de Chaco, existe un ejemplar que
en la literatura argentina escasea —y que en Europa, hasta Stoker, era de lo
más común—: una vampiresa. Se trata de Ehéie: una jovencita que sorteó la
interdicción de entrar al monte durante su período de menstruación y, en
consecuencia, algunas víboras penetraron en su vientre. Según se cuenta, cada
vez que tenía sexo, el hombre salía con el pene picado por las culebras y un
par de días después moría. Cuando advirtieron lo que estaba ocurriendo, la
quemaron y, antes de morir, la leyenda dice que juró que volvería a chuparles
la sangre a todos, cosa que aseguran que viene cumpliendo hasta hoy.
En cualquier caso, como se sabe que los escritores
argentinos no suelen abrevar en el folclore de los pueblos originarios, pasemos
rápidamente a las tradiciones eslavas. Una de ellas —ya referida por Calmet en
su célebre tratado— dice que los upires se alimentan principalmente de sus
familiares, sus consanguíneos. Tolstoi escribió, a partir de esta creencia,
algunos relatos memorables como La
familia Vurdalak —sobre el que Mario Baba, en los 50, realizó una magnífica
adaptación protagonizada por Boris Karloff— y la novela corta Upire, que está incluida en la antología
de Adriana Hidalgo, y entre cuyos personajes hay una abuela ávida de hincarle
los colmillos a su nieta.
Pero esa tradición endogámica también está en el basamento
del primer relato hispánico de vampiros, que no es de autor argentino, pero
transcurre en Buenos Aires. Se trata de Thanatopía
(1893), del nicaragüense Rubén Darío, un relato de fuertes reminiscencias
autobiográficas donde hay un padre abandónico y el vampiro resulta ser la
madre, o el sustituto de la madre: la madrastra, lo que deja servidas las cosas
como para que algún psicoanalista hematófago le clave sus colmillos al poeta
nicaragüense. Respecto de esos upires de diván, hay que decir, por cierto, que
en uno de sus seminarios Lacan utiliza la imagen del vampiro, pero invierte los
términos: es el niño, no la madre, el que se dedica a vampirizar, como sucede,
por cierto, en el relato de Cortázar El
hijo del vampiro, un texto poco conocido del que publicó unos pocos
ejemplares con el seudónimo Julio Denis en 1938, cuando probablemente ya era
lector de Keats y de Poe —a quien más tarde traduciría—, que son autores que
abordaron el tema del vampiro; pero acaso la influencia, o la inspiración, le
llegó por otro lado: en esa época también debía ganarse la vida como maestro y
tal vez en el ejercicio de esa profesión, o “apostolado”, como era considerada
por entonces, estén las claves de lectura: se sabe que los niños son a veces
pequeños vampiros energéticos. Obsérvese con detenimiento a los maestros cuando
salen de la escuela; en muchos casos se los notará lívidos, pálidos,
enclenques: el efecto es similar al de perder varios litros de sangre. Quizá
por esto, y no por sus lecturas, es que en ese relato lo que causa horror es el
niño vampiro que aparece al final. Lejos de la tradición del “vampiro caballero”
inaugurada por Polidori y consolidada por Stoker, aquí Cortázar retoma ese
chupasangre más rústico, pura pulsión, que sale de la tumba a saciar su sed en
un ejercicio casi rutinario que, en este caso, se interrumpe cuando deja
embarazada a la mujer de la que se venía alimentando. Entonces, a la
metamorfosis que ya está presente, de por sí, en el mito del vampiro, le añade
otra metamorfosis más cortazariana: el nonato consume a su madre por dentro y
finalmente, en el momento del parto, ella se transforma por completo en él, en
una suerte de transmigración que preanuncia la que desarrollará muchos años
después en relatos como Axolotl.
Por su parte, Horacio Quiroga es otro autor que también por
esa época, o más bien un poco antes, abordó en varios relatos el mito del
vampiro, pero de una forma, por así decir, un poco más “original”. Uno de ellos
es El vampiro (1927), donde aparecen
también motivos de la ciencia ficción: se trata de un científico que consigue
desprender de la pantalla de cine a una actriz, por medio de unos “rayos N¹”,
pero la mujer termina volviéndose contra su creador y lo vampiriza, en una
dinámica parecida, por cierto, a lo que se postula en la teoría de la “aguja
hipodérmica”, contemporánea a ese relato.
Pero hay que recordar que antes de eso Quiroga también
escribió El almohadón de plumas (1917),
cuento donde el padecimiento de la joven recién casada se debe a “una bola
viviente y viscosa” que, escondida entre las plumas de su almohada, le chupa la
sangre mientras duerme, y esa misma resolución también se adopta en otro relato
muchísimo menos conocido: La araña del
diablo, del inmigrante italiano Eugenio Troisi, que fue publicado por Maucci
en 1905, por lo que se puede sospechar que pudo haber influenciado a Quiroga, y
acaso no sólo a Quiroga: el argumento, a su vez, es similar —por no decir
idéntico— al de Spider, de Hanns
Heinz Ewers, cuento que fue publicado varios años después que el de Troisi: la
trama transcurre, en ambos casos, en un hotel entre cuyas habitaciones hay una
en la que empiezan a morir huéspedes de una forma inexplicable, hasta que se
descubre la causa: una “araña-vampiro”, en el caso de Troisi; una araña que
asume la forma de doncella, o “vampiro psíquico”, como lo llama Leslie Klinger,
en el caso de Ewers.
Ahora bien, quizá la forma más “argentina” de reconstruir el
mito del vampiro sea aquella que exacerba su condición intelectual —como pasa
en Ligeia, de Poe—, produciendo una
suerte de “vampiro lector”. Rodrigo Fresán, reflexionando sobre algunas
peculiaridades de la literatura argentina, en su última visita a Buenos Aires
le dijo a PERFIL que “no hay grandes escritores argentinos cuyos libros no
estén llenos de escritores, de referencias”, y eso se advierte también en
cierto modo de reconstruir al personaje del upire. Ya en el relato El vampiro, del escritor y político
radical Víctor Juan Guillot —escrito en 1920 y rescatado del olvido
recientemente por Ediciones Ignotas— se advierte un vampiro ilustrado que
ostenta un gran saber enciclopédico.
Pero esto se observa más en Beber en rojo (Muerde Muertos, 2012), novela donde Alberto Laiseca
retoma el Drácula de Stoker y, desde
su realismo delirante, lo convierte en un ser erudito, literato, cinéfilo, una
especie de guardián del conocimiento —lo contrario de Fantomás contra los vampiros de las multinacionales, ese cómic
panfletario que publica Cortázar en México a principios de los 70, donde los
chupasangre van vaciando diferentes bibliotecas del mundo— con el que el
Jonathan Harker laisequiano pasa noches hablando de novelas de aventuras y
mirando películas de monstruos (y también, por supuesto, disfrutando de
orgías).
En Los anticuarios
(2010), por su parte, Pablo de Santis construye una novela en que los vampiros
son coleccionistas y donde los protagonistas —vampiros, también— trabajan en
una librería de viejo, por lo que naturalmente las referencias eruditas, los
guiños, la intertextualidad, recorren el texto desde el principio. En este
caso, además, se trata de vampiros un poco culposos, que evitan beber sangre
humana y adoptan una ética como la que está, por cierto, en Stephenie Meyer y,
antes, en Anne Rice y, antes aún, en el siglo XIX, en James Malcolm Rymer y su
Varney, el vampiro.
Por otro lado, tampoco falta en la literatura argentina ese
lugar común del vampiro como parábola social, como metáfora de la subjetividad
despiadada que se construye en sociedades capitalistas. José María Marcos,
editor y escritor que en su novela Muerde
muertos (2012) —escrita a cuatro manos con su hermano Carlos Marcos—
coqueteó con la temática vampírica, sostiene que en la literatura argentina hay
cierta recurrencia que “está dada en ser más piadosos en cuanto al destino de
nuestros vampiros. Aunque esto no sólo se dé en la literatura rioplatense, hay
una tendencia mayor en tratar de ponernos en sus zapatos y en sus colmillos.
Estimo que expresa la tensión y los cruces entre civilización y barbarie, con
una marcada tendencia por comprender a los marginados”, dice, y eso es algo que
se advierte, por cierto, en Beber en rojo,
donde el Jonathan Harker de Laiseca incluso pasa a convertirse en un discípulo
del chupasangre luego de querer asesinarlo.
Sin embargo, quizás el relato nacional de vampiros que mejor
expresa esa dicotomía es Nosferatu
(1998), de Griselda Gambaro. Escrito en las postrimerías del neoliberalismo de
los 90, vemos aquí a un chupasangre que no vive en un castillo aristocrático
sino en una pequeña habitación rodeado de unos pocos muebles. Se trata de un
vampiro con conciencia social: prefiere ir a un bar a beber leche antes que
chuparle la sangre a una marginada. Por supuesto, no termina bien: se da la
paradoja del vampiro que termina vampirizado. Los policías lo juzgan sospechoso,
lo persiguen, se arrojan sobre él y lo muerden, le chupan la sangre. En el
relato de Gambaro el peligro ya no está en el vampiro, es decir, en lo que
escapa al orden, sino en el orden mismo, o más concretamente en el culto al
orden: es eso, y no lo otro lo que, después de todo, ha derramado más sangre en
este país.
Por último, y ya abandonando un poco la narrativa, también
hay que recordar que hubo autores argentinos que abordaron este tema desde el
ensayo. Quizás el más conocido es el de Juan Jacobo Bajarlía: Drácula, el vampirismo y Bram Stoker,
que se publicó en 1992, mismo año en que, por cierto, Carlos Trillo publicaba
la historieta Boy Vampiro, con
ilustraciones de Eduardo Risso. Pero también está la Epístola vampírica (1995) del artista Yoel Novoa, que contó con
ilustraciones —póstumas— de ese maestro de los climas opresivos y oscuros que
fue Alberto Breccia. Se trata de un ensayo que utiliza la escenografía de la
epístola, alguna herramienta de la ficción, y que ofrece un análisis que desborda
erudición sobre el origen de este mito en los países eslavos.
En la literatura argentina, en definitiva, el motivo del
vampiro constituye una tradición más vasta de lo que pudiera parecer a simple
vista. A los libros citados anteriormente, de hecho, podrían sumarse muchos
más: El satánico vaivén de las noches
(1953), de Luis María Albamonte; El libro
de la tribu (2001), de Carlos Gardini; El
último fuego (2001), de Alberto Ramponelli; Terror en los dominios de Drácula (1978), de F. E. Luchetti, que en
realidad —según asegura el escritor y ufólogo Ricardo Esquilachi— es un
seudónimo del escritor Leonardo Wadel; o El
vampiro negro, ese relato perdido de Holmberg. Incluso hasta podrían
añadirse esos otros casos de vampirismo en autores como Ricardo Piglia, Beatriz
Guido o Pablo Katchadjian; aunque eso, por supuesto, ya sería otra nota.