Tiemblo ante una
borrosa y descomunal cara
nacida en las
enloquecedoras inmensidades de la noche.
Robert E. Howard, Una ventana abierta
La casa de Magdalena Arruiz crecía y sus rincones oscuros se multiplicaban. La anciana no sabía cómo ni cuándo había comenzado esa metamorfosis, pero sucedía a diario al igual que su deterioro físico y el alejamiento progresivo de un mundo que ya no entendía y le parecía hostil.
Como los desvaríos de su padre muerto, la idea de que su
hogar se expandía era inconcebible. Sin embargo, Magdalena podía jurar que
hasta su cama se había ensanchado, y los años le habían enseñado que los seres
humanos sólo vislumbramos una pequeña porción del universo y del caos que nos
rodea.
Con horror, pero también con una tímida fascinación, la
anciana comprendía que lo que ocurría no se detendría fácilmente, o, mejor
dicho, que ella no impediría su avance, como tampoco evitaría que su espalda le
doliera, que su vista fuera llenándose de imágenes borrosas, que sus dientes se
cayeran como hojas secas, que sus pechos le parecieran bolsas saqueadas y que
su piel, principalmente en sus piernas, se atiborrara de venas negras, de
enormes manchas y de protuberancias desparejas, asemejándose al terreno de un
continente secreto, colmado de peligros, de ríos y de caminos sin viajeros, con
volcanes a punto de estallar, con dioses enterrados en las profundidades de
selvas vírgenes, a la espera de algún incauto descubridor.
“María Magdalena” era su nombre completo, porque su madre
era muy religiosa, pero se hacía llamar simplemente “Magdalena”. El “María” lo
había desterrado de su vida por considerarlo impersonal, y esto tenía un origen
muy fácil de explicar: una combinación entre la religiosidad de su madre y el
aburrimiento de las noches pueblerinas había provocado que sus padres tuvieran
otros nueve hijos —todos mayores que ella—, de los cuales siete habían sido
mujeres, bautizadas de acuerdo con una norma unívoca: María del Carmen, María
Alejandra, María Eugenia, María Jorgelina, María Elena, María Laura y María
Eva. Como si fuera poco, sus hermanos se llamaban José María y Marcos María, y
su madre, María del Rosario de las Mercedes.
Humberto Cristaldo Arruiz, su padre, era el único que
escapaba a esa marca, y todos en el pueblo lo llamaban con un escueto “Arruiz”,
que su esposa repetía a diario como una letanía:
“Arruiz, es hora de comer”.
“Arruiz, prendé la estufa”.
“Arruiz, arreglá la bomba de agua”.
“Arruiz, necesito plata”.
Los hijos comenzaban llamándolo “papá”, pero con el correr
de los años cedían al inevitable “Arruiz”, como quien se va acostumbrando al
fin de la inocencia y a la llegada de la alegría juvenil y, más tarde, acepta
la tristeza ante las pérdidas y, más luego, cree haberse fortalecido al
cicatrizar esas primeras heridas, hasta que después comienza a entender lo que
hay que entender y se resigna ante aquello que no vemos pero imaginamos.
Magdalena vivía sola y tenía noventa y dos años cuando
descubrió los extraños cambios en su casa.
Sus hermanos ya habían muerto; el último, hacía dos años. A
un paso de su hogar vivían unos cuantos sobrinos, quienes la visitaban durante
el día, pero al anochecer se quedaba sola. Varios de ellos le ofrecían
acompañarla (en más de una ocasión, parejas jóvenes le habían insinuado el
interés de mudarse allí), pero ella les respondía que se encontraba bien con
sus cosas, sus recuerdos, sus fantasmas.
Al ser la única que se había quedado a cuidar a sus padres,
un pacto tácito entre los hermanos le permitió quedarse en esa vivienda. Recién
después de su muerte se decidiría sobre el destino de la propiedad.
Su tarea había sido agotadora, y aunque todos pensaban que
lo peor había radicado en la demencia senil del viejo Arruiz, Magdalena juzgaba
que lo malo, lo verdaderamente malo, había consistido en esperar el arribo de
la muerte de sus padres, desearlo algunas noches, calcando desayunos,
almuerzos, cenas, mates a deshora, rezos, baches sin palabras, más rezos,
gritos, risas, llantos, insultos; oyendo la reproducción cotidiana del Ave
María y del Padre Nuestro, las mismas fábulas de su padre, contadas en dos o
tres ocasiones durante el mismo día; percibiendo los olores nauseabundos de los
cuerpos, la angustia flotando como espesa niebla y una infinidad de pequeñas
cosas que constituían esas vidas en extinción.
Tras largas jornadas de agonía, Magdalena se quedó sola, un
poco por las circunstancias y otro poco por propia voluntad. Había tenido algún
que otro pretendiente, pero los rechazó a todos. Eligió estar sola, morir sola,
antes que volver a ser testigo de nuevas partidas.
Una interminable madrugada de invierno detectó el insólito
crecimiento de su hogar y pensó que se estaba volviendo loca como el viejo
Arruiz.
Esa noche le costaba dormir, le dolía la espalda, y daba
vueltas y vueltas en la cama. En medio de la oscuridad comenzó a oír un quejido
apagado sin distinguir de dónde provenía. Después de escucharlo un largo rato,
vio que la pared con el ventanal que daba al jardín se alejaba.
De un manotazo encendió la luz del velador, y su habitación
volvió a la normalidad.
Al principio se negó a creer lo que había visto, pensó que
se trataba de una pesadilla, pero, durante los siguientes días, pequeños
detalles le hicieron cambiar de opinión: un espejo donde antes se miraba,
estaba más arriba y no podía reflejarse; su cama, que siempre le había parecido
chica, era por momentos un territorio enorme. La alacena era otro ejemplo:
estaba cada vez más alta, y ella debía subir a un banquito para agarrar la
yerba o un paquete de arroz.
Paralelamente comenzó a notar que algo se movía en cada
rincón sombrío, en cada recoveco, adentro del placard, debajo de la cama.
Algo que esperaba su turno, agazapado, en esa morada que se
estaba transformando.
Algo que la miraba cuando todo estaba en silencio.
Algo que no veía... ni se animaba a nombrar.
Magdalena siempre había disfrutado de la tranquilidad de
Hust, pero, desde que la casa había empezado a cambiar, sentía pavor cuando el
sol se ocultaba en el horizonte.
Cada noche era más difícil que la anterior. En su habitación
se sentaba en la cama, vestida, con la luz encendida, tratando de evitar que
sus ojos se cerraran, hasta que ¡plop! sus párpados caían... y cuando volvía a
tener conciencia ya era de día... y seguía adelante...
Una de esas largas veladas todo se volvió más irreal cuando
Magdalena escuchó el vozarrón de su padre que se abría paso a través de la
muerte y del tiempo para desenterrar la historia de un mendigo harapiento que
vivía en algún escondrijo de la casa, pero que no se dejaba ver por vergüenza o
por temor a ser expulsado. Un pordiosero que visitaba los cementerios y
guardaba en un cofre los dientes, los huesos y las joyas que les robaba a los
muertos… Un mendigo que ella y sus hermanas habían imaginado de mil maneras
cuando eran niñas…
En medio de la pesadilla, Magdalena se despertó y, en un
rincón de la habitación, vio a un hombre, de largos brazos y rostro pálido como
la luna, que la observaba con un gesto que se parecía a una sonrisa.
Magdalena se tapó con las sábanas, cerró los ojos bien
fuerte y comenzó a rezar aturullada, mascullando a media lengua oraciones que
conocía hasta al hartazgo, y al fin, como tantas veces, logró dormirse.
A la mañana siguiente, se despertó temprano con una extraña
sensación, en medio de la habitación vacía.
Magdalena había perdido miles de cosas, pero abrazaba una
certeza: el monstruo del que le había hablado su padre era tan real como esa
casa que engordaba desmadrada.
Ahora el monstruo era solamente suyo.
“Magdalena” forma parte del libro Los fantasmas siempre tienen hambre (Muerde Muertos, 2010) de José María Marcos.