Alberto Ramponelli. |
El escritor argentino Alberto Ramponelli viene desarrollando
una interesante obra ligada fuertemente a la mejor literatura fantástica latinoamericana
que, desde la perspectiva de la poeta María Negroni, es “una deriva de la
literatura gótica” (Galería fantástica,
2009).
Nacido en Morón en 1950, el autor ha creado ficciones donde
formas arcanas de ver el mundo conviven, se complementan y colisionan con la
razón, y lleva publicados cinco títulos: los libros de cuentos Desde el lado de allá (1990) y Una costumbre de Oceanía (2006) y las
novelas El último fuego (2001), Viene con la noche (2005) y Apuntes para una biografía (2009).
Ramponelli dirigió la revista Otras puertas (1993-1997) y coordina talleres literarios desde
1985. Resultó finalista del Premio Clarín de Novela (1998) y recibió el Tercer
Premio Municipal de Córdoba Luis de Tejada (2007). El Fondo Nacional de las
Artes (FNA) lo distinguió en Novela (1996 y 2008) y Cuento (1998 y 2004), y lo
seleccionó para integrar la
Antología de Cuento 50º Aniversario del FNA (2008). Vive en
Morón, está casado y tiene tres hijos (Javier, Agustín y Esteban).
En diálogo con INSOMNIA,
contó cómo fue su formación, hizo un repaso de sus cinco libros, habló de la
importancia de la literatura fantástica, dijo que Stephen King “tiene una garra
narrativa envidiable que he visto en muy pocos escritores” y se refirió a la
reciente adaptación teatral de su cuento “Laberintos”. Destacó que sus maestros
fueron Jorge Luis Borges, William Faulkner y Franz Kafka.
LOS CAMINOS DE LA VOCACIÓN
—¿Intuís cuándo y cómo nació tu vocación literaria?
—Más de una vez pensé en este tema, e igual que la totalidad
del fenómeno creativo, entraña un misterio. Tratando de encontrar una
explicación, se lo adjudico a una niñez bastante recluida, con un padre severo,
lo cual no quiere decir que no me escapara e hiciera travesuras. No obstante,
había momentos de vigilancia paterna muy estricta, y yo me refugiaba en la
lectura. Accedía a revistas y cómics, porque era lo que había en casa. Creo que
allí está el germen de mi vocación, y de hecho, los cómics tienen una carga
narrativa muy importante y cuentan una historia.
—¿Eras hijo único?
—Sí, y padecí lo mejor y lo peor de ser el hijo único,
porque pasara lo que pasara no lo podía compartir con nadie. Esto no quiere
decir que tuve una mala infancia. Por el contrario, la disfruté y añoro muchos
momentos vividos con mi padre.
—¿Y qué función ocupaba entonces la ficción en esa niñez?
—Por algún motivo me construí un mundo alternativo, una nueva
familia, con un padre que, curiosamente, era militar. Mi papá no era militar,
pero sí autoritario. En ese mundo yo era todos los personajes, incluso el militar,
que ejercía la autoridad en la familia. Eso sí: este segundo padre era, como se
dice ahora, un militar progresista. De esta manera, vivía dentro de una novela
infantil, y todas las noches le agregaba un capítulo más. Las cosas sucedían en
los mismos lugares que conocía, pero con variaciones. En el club del barrio
donde yo fracasaba, en el mundo sustituto yo triunfaba. La chica de la escuela
que no me daba bolilla salía conmigo en mi imaginación. Era una suerte de juego
compensatorio. Y quizás por las mismas razones, ya en esa época, escribía
cuentos.
—¿Tus padres eran escritores y/o lectores?
—Para nada. Mi madre vino del campo ya de muchacha y era
analfabeta. De grande, una prima le enseñó a leer y a escribir. Mi padre era un
hombre simple, integrante de una clase media venida a menos. En cambio, yo tenía
un padrino, que era bancario y tenía una biblioteca importante. Él me pasaba
libros. Incluso, cuando cumplí los 17 años, sus hijas me regalaron mi primer
libro de Jorge Luis Borges. Desde el lado
de allá (1990) se lo dediqué a mi mujer, a mis hijos y a él con estas
palabras: “A la memoria de don Carlos, cuya biblioteca me abrió un universo”. Mi
padrino me estimuló a jugar con la imaginación, que es, sin duda, la principal
herramienta del escritor. Hoy, para algunos, es más importante saber de cuestiones
formales, cuando sin imaginación no hay gran literatura, o, mejor dicho, no hay
literatura a secas. Como decía Roberto Juarroz, algunas obras terminan siendo meros
juegos formales.
—¿Cuándo dijiste: “Quiero ser escritor”?
—Nací en 1950. Fui adolescente y joven en los dorados
setenta, como se los considera ahora. En lo que a mí respecta creo que fueron
dorados porque tenía 20 años. Yo escribía desde chico, y lo primero que
escribía eran historias de guerra, porque me la pasaba leyendo novelas bélicas,
en ediciones de bolsillo. No recuerdo cuántas llegué a escribir, siguiendo esos
parámetros. Después llegaron los setenta y me enganchó el rock, el hippismo,
quise ser músico, tenía mi guitarra, y creo que la misma música me dijo:
“Dedicate a escribir”. Hoy, me conformo con ser un gran oyente. Luego vino la política
y comencé la militancia, donde conocí a quien es mi actual esposa. Fueron años
muy difíciles. Varios locales fueron destruidos. Compañeros con quienes
compartíamos una noche, al día siguiente eran secuestrados y aparecían acribillados
en un zanjón. Era la época de la Triple A.
La militancia me ganó mucho y me hice cuadro intermedio. Durante el Proceso
Militar (1976-1983) trabajaba en SMATA. Cuando terminó el Proceso me alejé de
la militancia y regresé a la literatura. En los 80 comencé a concurrir a
talleres literarios, me interesa el funcionamiento. En 1984 entré a trabajar en
la Dirección
de Cultura de Morón y poco después comencé a dar clases, cuando decidí que esto
era definitivamente lo mío.
—¿Qué autores te marcaron? ¿A
quienes considerás tus maestros?
—Jorge Luis
Borges, William Faulkner y Franz Kafka. En principio, Borges me marcó
como lector. Como escritor, me sentiría satisfecho si tuviera una pizca de la
calidad borgeana. Borges me signó de un modo contradictorio. En los 70, polemizaba en su contra siguiendo un poco lo
que dijo Mario Benedetti —muy erróneamente, según mi juicio actual— de que era
un buen escritor pero pensaba en inglés. En los 70 adhería a esa postura,
aunque en mi adolescencia había leído a Borges y me había encantado. Pero... la
adhesión política marcaba determinados lineamientos. Años más tarde, pude
volver a Borges desde otro enfoque. A Faulkner llegué por Juan Carlos Onetti, a
quien leía con gran fervor. La influencia de Faulkner en Onetti pude verla en
un taller literario de Liliana Heker, quien me llamaba “Alberto Onettiano”.
Ella me dijo: “Mirá, Onetti viene de acá”, y leímos un fragmento de ¡Absalom, Absalom! que, intentando
alguna forma borgeana, es el libro más onettiano de Faulkner.
—¿Qué te gusta de la obra de cada uno de ellos?
—Siento una gran fascinación por el lenguaje de Borges.
Haciendo un paralelismo con Carlos Gardel (a quien uno escucha cantar cada vez
mejor), leyendo a Borges me suelo preguntar cómo puede escribir así. Borges usa
una forma expresiva acotada, que al mismo tiempo tiene una enorme carga de
significado. Además, me gusta cómo pudo reunir dos profusas tradiciones
argentinas: el Martín Fierro y el Facundo, la línea más vanguardista con
la línea más popular, una idea que desarrolla Ricardo Piglia en sus textos.
—¿Faulkner?
—La intensidad dramática y trágica que tiene el mundo
faulkneriano es impresionante. Es admirable la capacidad de trabajar el sistema
de las versiones, que en algún sentido lo toma del Joseph Conrad de El corazón de las tinieblas, con los
personajes dados a narrar. En ¡Absalom,
Absalom! los relatos son asumidos por los personajes. Me gusta mucho esa
capacidad de reconstruir el pasado a través de los recuerdos. Es un creador de
mundos muy potentes.
—¿Y Kakfa?
—Me atrae la aparente transparencia de su lenguaje. Uno
empieza a leer a Kafka y siente que no va a pasar nada. Uno entra confiado, y
sin embargo, debajo de la superficie aparentemente calma, te está esperando un
mundo siniestro. Y a veces en el no pasar nada de sus historias hay una
poderosa significación de lo que es la vida del hombre, el destino del hombre,
el no poder llegar jamás a ningún lado, en esas circulares pesadillas, como
llama Borges a los textos de Kafka.
—¿Qué libros y/o autores releés?
—Cada tanto releo Onetti, Faulkner, Borges, Kafka,
Felisberto Hernández, Stephen King. No releo las obras en forma completa, pero
sí visito nuevamente pasajes que me han impactado. Últimamente estoy releyendo
a Juan José Saer, a quien considero el último gran escritor argentino, en el
sentido de tener una obra consumada. Los escritores de mi generación, que hemos
convivido con la enorme influencia de Borges o Julio Cortázar en los 80,
inevitablemente estábamos entre incorporar influencias o tratar de resistirlas.
Estábamos muy condicionados, y creo que Saer fue el escritor que entre Borges y
Cortázar nos abrió caminos. Caminos que yo, por ejemplo, buscaba en escritores
extranjeros como Paul Auster. Hay otros grandes narradores argentinos, pero son
un poco Borges, un poco Cortázar o Roberto Arlt. En cambio, Saer renueva
nuestra literatura.
“PAPÁ, ¿VOS SOS
ESCRITOR?”
—Comenzaste a dictar talleres literarios en 1985, pero recién publicaste
tu primer libro de cuentos en 1990. ¿Cómo se dio esta circunstancia?
—Como te decía, yo escribo desde pequeño, pero en formato
libro comencé a publicar tardíamente, a los 40 años. Había publicado en
revistas, como en Otras puertas, que
dirigía junto a Walter Iannelli. Un día, en el espacio donde dicto talleres
literarios, estaba con mi hijo Agustín. Mientras revolvía papeles, me preguntó:
“Papá, ¿vos sos escritor?”. Me tomó por sorpresa y atiné a balbucear que sí.
Evidentemente no estaba muy convencido de serlo, pese a que me dedicaba a esto.
Ante mis vacilaciones, Agustín agregó: “Si sos escritor, ¿por qué no tenés un
libro publicado?”. A través de esas preguntas, decidí reunir cinco de los
cuentos que me disgustaban menos.
—¿Por qué los agrupaste bajo el título Desde el lado de allá (1990)?
—Te hablé de Borges, Kafka y Faulkner como mis principales
referentes, pero hay otras lecturas que ejercen influencia casi sin que uno se
dé cuenta. Este título surge por Cortázar. En estos cuentos hay una manera cortazariana
de escribir, y el título tiene el mismo carácter.
—El libro tiene una cita de Ray Bradbury: “Si algunos muchachos visitan
mi tumba, dentro de cien años, y sobre el mármol escriben: ‘Él fue Narrador de
Cuentos’, yo seré feliz. No pudo más nombre que ése”. ¿Considerás que la
literatura fantástica es central en tu obra?
—Pienso que sí. Incluso, Faulkner y Onetti, que no son
escritores de literatura fantástica, tienen mucho de alucinatorio. Faulkner,
por ejemplo, analiza la marca de la culpa dejada por el esclavismo en el sur.
Su gran tema es el hombre condenado no por sus propios actos, sino por algo que
viene de sus antepasados. Sin ser un escritor fantástico, Faulkner ha sido
decisivo en el realismo mágico. Por su lado, Onetti crea un clima cargado de
elementos que inciden sobre el hombre más allá de su voluntad y sus decisiones.
—Transcurrieron 11 años y llegó El último fuego (2001). ¿Cómo surge esa novela con un vampiro que se alimenta de los recuerdos?
—El último fuego fue
finalista del Premio Clarín en 1998 y luego obtuvo una mención en el Fondo
Nacional de las Artes, pero la había empezado a escribir en 1989. Era parte de
una historia más larga, con sectas esotéricas y agrupaciones trabajando desde
las sombras, y uno de los tramos sucedía dentro del Circo Romero. Mientras escribía,
me fui dando cuenta de que tenía mucha autonomía, y entonces, la historia
creció hasta convertirse en una novela por sí misma. El personaje central está
escapando de su pasado y adopta el nombre de Carlos Olmos. De él sabemos muy
poco, que tiene una esposa, a quien llama por teléfono, y algún que otro dato.
Este personaje ingresa al Circo Romero, donde se encuentra con este ser. Aquí,
el vampirismo en vez de ser fisiológico es mental, y el vampiro roba los recuerdos
para hacerlos propios. A la inversa del mito tradicional, se beben los
recuerdos para vivir eternamente en el pasado. Paralelamente hay una suerte de pacto
fáustico con las víctimas (viejos artistas sacados de asilos), a quienes Romero
les ofrece la ilusión de juventud a cambio de su pasado.
—Tras esta novela sin tiempo ni espacio, llegó Viene con la noche (2005), que es una historia muy fechada,
con ambientes reconocibles y la recreación de momentos políticos clave de
nuestro país. ¿Intentaste trabajar en un sentido inverso?
—Está muy fechada y con mucho anclaje histórico, porque
básicamente está basada en hechos reales, en una situación que vivió gente muy
allegada. Contiene un hecho parapsicológico que marca la experiencia de
Virginia (el personaje central), que es militante política. Mirando en
retrospectiva, la historia me sigue gustando mucho y creo que es muy fuerte.
Sólo disiento un poco en el uso de un lenguaje recargado, tendiente a crear un
clima, cuando los acontecimientos tienen un peso y una intensidad que no
necesitan de tantos adjetivos.
—¿Sería entonces una novela realista?
—Podríamos decir que sí en algún sentido, pues contiene
elementos parasicológicos que no llamaría fantásticos. Para la Parasicología , hay facultades
inexploradas de la mente, como la de entrever el futuro, que serían posibles.
De cualquier modo, serían facultades poco frecuentes que nos instalarían en un
momento de excepcionalidad. Me interesó contar esta historia, porque combina lo
siniestro individual con un momento siniestro colectivo, en este caso el
Proceso Militar. Tomando a Carl Gustav Jung, era un período con una fuerte
presencia siniestra contaminando la vida íntima de las personas.
—Luego llegó Una costumbre de Oceanía (2006), donde retomás tres cuentos de tu primer libro. ¿Por qué?
—Es un libro que fui escribiendo poco a poco.
Particularmente incorporé estos tres cuentos porque me siguen gustando, y Desde el lado de allá (1990) es un libro
muy difícil de conseguir. Aparecen además cuentos que fueron escritos hace más
de 20 años.
—¿Por qué elegiste el cuento “Una costumbre de Oceanía” para darle
nombre al libro?
—Es un cuento que me representa y que marca el grado actual
de mi escritura. Es un cuento que me gusta por estilo y temática.
—¿Es una costumbre real?
—La tomé de un texto de Ricardo Piglia. En los fragmentos
del diario que viene escribiendo desde hace mucho tiempo, describe un modo diferente
al nuestro de hacer justicia, pero que quizá sea más justo. Cuenta Piglia que,
en algunas comunidades de Oceanía, quien comete un crimen no va preso, sino que
está obligado de mantener a la familia del muerto, además de la propia.
Entonces, ¡guarda, no mates a nadie, porque vas a hacerte cargo de la esposa y
los hijos de tu víctima! Al leer esto me dije: “Qué interesante sería llevar
esta práctica a nuestros días, a nuestro mundo”. Así surgió la antropóloga que,
conocedora de esta costumbre, decide hacer justicia a su manera.
—¿Qué otro cuento recomendarías de este libro?
—“Cayo crónico” es el que considero más imaginativo. Venía
reelaborándolo desde hace mucho tiempo y, al fin, tomó su forma definitiva. ¿Cuánto
tiene de real o de inventado la historia universal? Un escritor dijo que la
historia es el arte de inventar el pasado. Las páginas más vívidas sobre Juan Lavalle
tal vez sean las que escribió Ernesto Sabato en su novela Sobre héroes y tumbas (1961). Y me pregunto: ¿quién está más vivo
José Hernández o su invención, que es el gaucho Martín Fierro? Desde estas
consideraciones, me pareció interesante crear una secta, que va inventando un
personaje de la antigüedad: Cayo Crónico, un filósofo estoico. La secta,
además, está integrada por un solo hombre por vez, que va siendo reemplazado
cada cierto período. ¿Existió Cayo Crónico? ¿Se puede inventar un personaje e
interpolarlo en la historia? Estas son preguntas que aborda el relato.
—Este sería tu cuento más borgeano...
—Sí, claro. Es un cuento que me encanta y que envidiaría si
lo hubiese escrito otro. Edgar Allan Poe dice: “La imaginación es Dios”, y una
de las interpretaciones de esta frase es que el hombre, con su imaginación,
creó a Dios, que ha sido decisivo para tantos seres humanos. De este modo, si
la imaginación es tan poderosa, una secta puede llegar a crear un personaje e
instalarlo, al punto de que aparezca hasta en las enciclopedias.
—¿Cómo nació Apuntes para una biografía (2009), donde el personaje central (Echenique) está presente solamente
mediante relatos de personas que lo conocen fragmentariamente?
—A mí me fascinan las personas que tienen una doble vida.
Todos los hombres secretamente somos otro hombre. Cuando estamos solos frente a
un espejo hacemos muecas que no reproducimos en ningún otro lado. No obstante, hay
algunas personas que intencionalmente adoptan una doble vida. Quizá esto me
venga de mi época de militante cuando debía esconder mi participación política
para evitar la represión. Echenique aparece como un conspirador político, pero
en realidad tiene otras intenciones y es un conspirador de otro tipo. En la
novela desarrollo la idea de que para generar transformaciones reales y
perdurables no alcanza solamente con la política. Hemos visto una enorme
cantidad de proyectos sumamente transformadores desde el orden de lo político
que se desmoronaron por no estar sustentados con otros elementos.
—La novela habla de la irracionalidad de algunas decisiones que
aparentemente se toman de manera racional...
—Pese a mi militancia política, siempre me gustó lo extraño,
lo anormal, y por eso, tengo predilección por la literatura fantástica o los
mundos raros, la cuestión de las sectas, los grupos cerrados. Para decirlo con
términos piglianos, existe una ciudad visible y otra invisible. Las vidas de
los grupos cerrados me atraen particularmente, y los grupos de izquierda
revolucionaria de los 70 tenían mucho de secta.
—José López Rega, dirigente argentino de derecha, tenía un proyecto
esotérico y escribió libros al respecto. ¿En tu militancia, conociste grupos
esotéricos de izquierda, como los que describís en Apuntes...?
—No había grupos, pero sí personas con inclinaciones
esotéricas. Mi esposa me marca el ejemplo de Silo que tenía un grupo esotérico
y luego creó el Partido Humanista. La diferencia con Echenique (mi personaje) es
que Silo no ocultó su grupo esotérico ni su militancia política. Otro que unió
estos dos mundos, pero también públicamente, fue Posadas, el dirigente
trotskista que habló de los platos voladores. En cambio, mi personaje asume una
identidad para ocultar la otra. Me interesó confrontar estos ámbitos en la
novela. Sé que este planteo es controvertido para algunas mentalidades
cerradas, pero la literatura debe meter el dedo en la llaga.
—¿Qué antecedentes formales tuviste en cuenta para la construcción de
esta novela?
—Uno de los más ilustres es “Biografía de Tadeo Isidoro
Cruz”, de Borges, quien le hace una biografía al Sargento Cruz del personaje del
Martín Fierro. Por eso mismo, en el
comienzo de la novela, hay una cita de Juan José Saer que afirma que la
biografía es en última instancia una forma literaria.
LÍNEAS DE CONTINUIDAD
—¿Ves alguna línea de continuidad entre tu militancia política de los
70 y la literatura?
—Nunca medité muy profundamente sobre esto. A partir de tu
pregunta, puedo decir que, a lo mejor, un punto de contacto esté vinculado al
hecho de que mi militancia política se dio en grupos que postulaban la
construcción de un mundo mejor. Y a mí lo que fascina de la literatura es la
posibilidad de crear mundos nuevos, nuevas realidades. Tal vez este sea el
punto de contacto.
—Lo político está muy presente en tus obras...
—Hace poco con un amigo charlábamos sobre cuánto vivimos los
jóvenes setentistas en poco tiempo. Pasamos de los baile de quince, donde
íbamos con saquito y corbata, al rock cantado en castellano. Luego, la
militancia política, el Proceso Militar de 1976, la Guerra de Malvinas, la
recuperación de la democracia y todos los avatares político-económicos. Esto
nos ha hecho tener un acopio muy intenso de experiencias, que sin duda aparecen
en la literatura, que habilita una mirada distinta a la usual.
—¿Tenés alguna opinión sobre la literatura argentina contemporánea?
—Como te dije anteriormente, opino que el último gran
escritor argentino fue Juan José Saer. Podría agregar algo que dijo alguna vez
Abelardo Castillo: cuando nosotros éramos jóvenes —él hablaba de su generación—,
nuestros escritores más emblemáticos eran Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y
Jorge Luis Borges. Ahora que ha pasado bastante tiempo, nuestros escritores
emblemáticos siguen siendo Roberto Arlt, Leopoldo Marechal y Jorge Luis Borges.
Y agrega que, si bien hay más narradores y más libros, el nivel ha decrecido.
En este sentido suelo preguntarme dónde está el Cortázar de hoy o el Borges de
hoy. Hay, por supuesto, jóvenes que me interesan, como Fabián Casas, en poesía,
o Guillermo Martínez, en narrativa. Me ha gustado algo de lo que he leído de
Martín Kohan y Oliverio Coelho. Hay otros autores interesantes que publican en
revistas o editoriales pequeñas, pero en este caso en más difícil hacer
nombres. Por algo, algunos dicen que lo mejor de la literatura actual pasa por
las editoriales pequeñas. Para completar tu pregunta te agregaría que los
escritores contemporáneos que hoy mi interesan son Haruki Murakami, Cormac
McCarthy, Stephen Hauser, Javier Cercas y Roberto Bolaño. Y al lado de ellos
pondría sin duda a Juan José Saer. Hoy cuesta encontrar un Murakami, un
McCarthy o un Hauser en la literatura argentina que nos muestran las
principales editoriales. Roberto Juarroz, poco antes de morir, dijo que lo que
publicaban los principales sellos era frívolo y mediocre. Sé que, para algunos,
son incómodas estas afirmaciones, pero es mi opinión como lector.
—Naciste y vivís en Morón, y decidiste desarrollar tu obra desde tu
ciudad. ¿Esto en qué marca tu producción?
—Cuando trabajo soy el escritor más importante del mundo. Si
me ponés al lado a Paul Auster o a Guillermo Martínez, los corro de un codazo.
Pero, claro, cuando coloco el punto final recuerdo que no hay editor que me está
esperando apurado para que le entregue el material. En ese momento me pregunto:
“¿Y ahora qué hago?”, y ahí caigo en los inconvenientes de ser un escritor
suburbano. Esto te veda el acceso a un público lector más amplio. Y a mí me
gustaría que el público fuera el que dijera, en todo caso, si un libro no vale
nada, y no el contexto. Tampoco fue una decisión quedarme. Se fueron dando
circunstancias, cuestiones de trabajo y familiares, que hicieron que me quedara
en Morón.
—Antes de comenzar con tus talleres literarios, ¿cuáles te marcaron?
—Hice varios talleres y todos me marcaron. Aprendí lo que se
debía hacer y lo que no.
—A partir de Martin Heidegger, se suele decir los maestros aprenden de sus
alumnos. ¿Ha sido así en estos 25 años de taller?
—Pienso que Heidegger quiso decir que no necesariamente se
aprende por algo que el discípulo enseña, sino porque la necesidad de
transmitir el conocimiento hace que el maestro deba entender mejor lo que sabe.
Es decir: el maestro debe clarificar su pensamiento para poder traspasarlo. Este
proceso es lo que enriquece al maestro.
—¿Cómo ha sido la experiencia reciente de ver un cuento tuyo,
“Laberintos”, convertido en una obra de teatro?
—Es la primera experiencia teatral y espero que no sea la
última.
Ha sido muy enriquecedora la transformación de un texto
literario a texto teatral. Nunca había escrito ninguna obra, pero leo y me
gusta mucho Samuel Beckett, por ejemplo. Hubo que modificar aspectos
subjetivos, pensar en el espacio de la puesta en escena, y posteriormente, hubo
ajustes hechos a partir de sugerencias de la directora. Ya es interesante crear
un personaje con palabras, y verlo de carne y hueso es, sin duda, una
experiencia increíble para aquellos que disfrutamos de crear nuevos mundos.
SOBRE STEPHEN KING
“Stephen King es uno de los grandes narradores
contemporáneos, aún con sus excesos. A veces se regodea demasiado en lo
bizarro, como en el caso de La mitad
siniestra (1989), donde el personaje es excesivamente malo y cruel. Ahora
bien, King tiene una garra narrativa envidiable que he visto en muy pocos
escritores. Una de sus mejores novelas es It.
Como lector, la he disfrutado enormemente, y como escritor, he aprendido muchas
cosas. En mi novela El último fuego pongo
dos citas, una de Borges y otra de King, como reconocimiento hacia él. Otra
novela que me gustó mucho fue Corazones
en la Atlántida
(1999), donde se destaca el capítulo ‘Billie el ciego’, que me parece brillante.
Otro valioso aspecto es la reivindicación de la infancia. En la mejor
literatura de King, está bien claro que la forma más acabada del mal es cuando
dañás a un niño. Además, me gusta cómo trabaja sobre aquello que, habiéndote
marcado durante la niñez, puede regresar en cualquier momento”, subrayó Alberto
Ramponelli en diálogo con INSOMNIA.
ASÍ ESCRIBE
Fragmento de Apuntes para una biografía (2009)
Cuando Edward Echenique regresa al país, a fines de 1969,
deportado de los Estados Unidos y con la prohibición expresa de pisar el suelo
de ese país por tiempo indeterminado, tiene veinticinco años y la convicción de
que le será posible repetir aquí la experiencia vivida en el Norte. Casi de
inmediato nota, no sin algo de sorpresa, que el ambiente local parece más
propicio de lo que esperaba. Van a tener que pasar varios meses para que este
optimismo inicial se mitigue gracias a cierta cuota de desencanto. Aunque lejos
de desmoralizarlo, esas dificultades que deberá afrontar para llevar adelante
su propósito serán, justamente, el estímulo indispensable que lo conducirá por
un camino original, nunca antes intentado por nadie. La “estrategia Echenique”,
tanto elogiada como vituperada por igual, quedará en la historia de los años 70
como un hito insoslayable.
Pero vayamos a los hechos.
Apenas el avión despega del aeropuerto de Nueva York en un
brumoso atardecer de otoño, Echenique mira por última vez las luces pálidas de
la ciudad que se alejan, apoya la cabeza contra el respaldo del asiento, cierra
los párpados y se queda profundamente dormido. En algún momento despierta,
sobresaltado. Acaba de soñar que aún permanecía recostado en el camastro de la
celda, con los ojos fijos en el techo, esperando el momento en que las luces se
apagaran y la noche opresiva de la prisión se derramara una vez más sobre él
como un baldazo de pintura negra. Se dice entonces, con los ojos muy abiertos
todavía por el estallido de pánico y mientras las imágenes residuales de la
pesadilla terminan de diluirse, que no puede seguir así, que es inconcebible
volver con toda esa basura acumulada en la cabeza. Necesita un plan de acción,
se dice, para poner en práctica apenas se instale en Buenos Aires.
Pasa el resto del viaje diseñando ese plan.
Cuando desembarca en Ezeiza, siente una mezcla de emoción y
alivio. Siente, ahora sí, que los recientes episodios que le tocó vivir en el
norte han quedado definitivamente atrás. En un bolsillo de su campera tiene las
llaves del departamento y los dólares que su padre le ha dado al despedirlo en
Nueva York.
Suficiente, piensa, para empezar de nuevo.
EXISTIRÁ SI ACEPTAMOS SOÑARLO
Dice la escritora María Negroni en su Galería fantástica (Siglo XXI, 2009): “Leo la literatura de América Latina como una deriva de la literatura gótica. En ese corpus nocturno y afiebrado están contenidos, en efecto, todos los motivos y obsesiones que harán del fantástico latinoamericano una nueva forma de resistencia a las cárceles de la razón y del sentido común. En su origen, se sabe, el gótico coincide con el Iluminismo y sus geometrías del saber. Es, mejor dicho, su costado oscuro, la grieta que, en la arquitectura del orden, se abre para impedir la calcificación del sentido y las jerarquías del pensamiento”.
La obra publicada de Alberto Ramponelli —compuesta por tres novelas y dos conjuntos de relatos— puede leerse desde esta matriz, ya que lo ominoso y lo siniestro funcionan como núcleos de sus principales relatos, en orbes donde la realidad está siempre a punto de resquebrajarse y la razón no es más que una pretexto que justifica la irracionalidad, mientras que algunos personajes esconden crímenes inconfesables o, bien, tienen una doble vida.
En mayor o menor medida, esto sucede en sus cinco libros, pero en las tres novelas se puede contemplar con mayor nitidez.
En El último fuego (2001), Ramponelli combina tres temas clásicos: el vampirismo, el pacto fáustico y el doble. Acompañando a un personaje que quiere dejar atrás su pasado y se hace llamar “Carlos Olmos”, la historia transcurre en un incierto mundo de fantasía creado al amparo del Circo Romero. Ocultando su identidad, Olmos es tentado a existir en un ámbito donde un vampiro roba los recuerdos para hacerlos propios y, así, vivir eternamente en tiempos pretéritos. Romero es un monstruo especial: se aprovecha del último fuego de viejos artistas, a quienes les ofrece la ilusión de juventud eterna en las arenas de su circo. Olmos descubre este terrible secreto y se enfrenta a la disyuntiva de entregar su pasado (y dejar de ser, en tanto que también somos lo que hemos sido), o, bien, enfrentar al monstruo y a ese pasado que aún lo espera.
En Viene con la noche (2004), el autor presenta la historia de un niña asesinada durante la última dictadura militar argentina (1976-1983) y aborda el crimen y la impunidad describiendo surcos de encadenamiento entre lo individual y lo colectivo. Un testigo (que impedido por la culpa no interviene a tiempo) y su hija verán marcadas sus vidas por este asesinato, pues nadie puede tener una visión del infierno y salir con el alma intacta. Entonces, la única manera de alcanzar algo de paz es hacer justicia. ¿Pero contra quién pelean el padre y la hija? Ramponelli lo advierte con una voz arcaica: “Brujas, se las llamaba en la antigüedad. Brujas, también se las llama ahora. O ‘mentalistas’. (…). Poseedoras de las llaves que abren las puertas del mundo de las tinieblas, conocedoras anticipadas del devenir, hacedoras de calamidades y desdichas; pero también de la presunta felicidad (¿a qué costo?)”.
En Apuntes para una biografía (2009), Ramponelli se corre de este registro, pero no abandona la mirada gótica y alucinada de la realidad, para presentarnos un personaje complejo: Edward Echenique que, disfrazado de militante de izquierda, trata de desarrollar un proyecto esotérico que transforme las bases de la Argentina. “Fantasma de fantasmas, si los hay”, Echenique es recreado por iniciados, por testigos y por diversos discursos que, mientras nos retratan la personalidad del personaje, nos cuentan una historia y la trastienda del mundo de las sectas, tanto políticas como esotéricas, que funcionan entre las sombras y que nos resultan demasiado familiares.
Lejos del realismo mágico y costumbrista en el que se pretende encasillar a la literatura fantástica argentina, en estas tres novelas podemos advertir que, tal vez, las mejores historias se parecen irremediablemente a nuestros sueños más inquietantes. Pues se trata de una literatura —y otra vez en palabras de María Negroni— que nos lleva a “mejorar la calidad de las preguntas, dejarnos, al final de la lectura, con una intuición hiriente y liberadora: la promesa de que el sueño existirá, a condición de que aceptemos soñarlo”.
Paradójicamente, la originalidad de la obra de Alberto Ramponelli late en el abordaje del antiquísimo tema del miedo, y su contracara, el deseo, forjando incómodas ficciones que operan en un territorio que dialoga con el presente y enriquecen lo mejor de la literatura universal.