“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

A la luz de la luna

Por José María Marcos (*)

Un cliente quería un retrato y ofrecía un pago muy conveniente a cambio de imponer ciertas condiciones. El pintor tuvo algunas dudas, pero necesitaba trabajar y finalmente aceptó la propuesta. El dinero, depositado en tiempo y forma, selló el acuerdo.
El cuadro debía ser pintado durante la madrugada, entre la una y las cuatro, en el abandonado cementerio de Uribelarrea, donde apenas quedan una bóveda vacía, más algunas cruces y lápidas rotas, hundidas en medio de los pastizales. El artista iría solo. No podía llevar reflectores ni siquiera una mísera linterna. Trabajaría con la luminiscencia de la luna llena. El cliente exigía un rostro realista, no así el astro nocturno que debía verse detrás de él, soberano, imponente, majestuoso.
El día y la hora indicados, Joaquín Rearte, famoso retratista, llegó puntual y se encontró con el cliente esperándolo. Se saludaron con un apretón de manos. El cliente le dijo que prefería no hablar demasiado. Lo importante era el cuadro.
El artista hizo sentar al cliente en un taburete, en medio del campo. Marcó los primeros trazos con mucho ímpetu, pero sus brazos y sus pensamientos fueron volviéndose pesados a medida que iban captando aquel rostro aguileño, ojos negros, inquietantes, con tupidas cejas que se unían por encima de la nariz. Su boca cubierta por un grueso bigote y sus orejas pálidas, puntiagudas, parecían rasgos sencillos de reproducir. Sin embargo, dibujar cada línea le implicaba un esfuerzo sobrehumano.
Aquellas horas fueron insoportablemente arduas. A punto de caer exhausto, Joaquín culminó poco antes de la hora pactada. Le dolía todo su cuerpo, estaba agitado, y tuvo que sentarse en el suelo para hablar. Estaba al borde de un colapso. Con lo poco que le quedaba de energía, levantó el brazo y dijo:
—Es suyo, señor. Hice lo mejor que pude. No quiero verlo más.
El hombre tomó el cuadro y lo contempló, con una enorme sonrisa que dejaba entrever dientes afilados y blancos.
Sin perder ese gesto, el Conde desapareció entre las sombras.

(*) El relato forma parte de la edición Nº 145 de miNatura, dedicada al género breve fantástico. Especial “La luna”.