Waldemar Daninsky cae una vez más en manos de una científica inescrupulosa que trata de manejar su poder. El Lon Chaney español, que va por su película número 35 en la piel de hombre lobo, se halla encadenado en una mazmorra medieval, donde han montado un laboratorio secreto. Cuando sale la luna llena comienza a transformarse, mientras la doctora lo observa desde un falso espejo y toma nota de las reacciones de Daninsky.
El cine estaría vacío si no fuese por mí y una mujer que se tapa la cara frente al horror que le produce la bestia, dos butacas a mi derecha. La veo temblar y siento un impulso irrefrenable. Me paro con serias determinaciones. Avanzo sigiloso como un predador y me dispongo a atacarla. Mi cuerpo se inunda de cabellos y me brotan colmillos. La mujer grita. El rostro me resulta familiar. Pruebo su sangre: está tibia y dulce. Me siento feliz y en armonía con el universo.
Vuelvo a ver la película. Waldemar no defrauda, y al primer descuido de la facultativa, se escapa y rompe todo. Despedaza a unas cuantas jóvenes pulposas, con poca ropa, y deja a la científica para el gran final. ¡Qué placer! Una mujer que lo ama pone las cosas en su lugar y dispara una bala de plata en el pecho, cerca del pentáculo maldito.
Abandono la sala, satisfecho. Sé de lo repetitivo del cine de terror, pero también de las oscuras y recurrentes leyes del deseo.
Mi víctima sale detrás. Me sonríe y por fin la reconozco: es ella, sí, la científica que pretendía dominar a la criatura, la mujer que mata por amor, la única que sigue junto al monstruo pese a que todos le recomiendan que no es un buen partido.
La vieja película nos parece otra vez lo único novedoso que vale la pena vivir.