“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

¿Jugamos mañana?

Por José María Marcos (*)


A Kiara solían dejarla demasiado tiempo sola, y las horas pasaban largas y aburridas, abrumadoras y tenebrosas como la afonía de Dios.
Todas las tardes planificaba distintas actividades para entretenerse con sus amigas. Buscaba olvidar el abandono de su madre y el creciente mal humor de su padre.
Un buen día, Kiara reveló a sus compañeras que estaba muy preocupada por el paradero de Itatí, y su padre esquivaba mencionar a la desaparecida.
—¿De qué hablás? ¡No sé nada! ¡Yo no sé nada!
Con el fin de averiguar algo por su cuenta, Kiara sentó a sus amigas en un círculo, imitando a su abuela Adaluz, que usaba un pañuelo rojo en la cabeza y tenía un lunar que parecía una isla en una cara inundada por las arrugas. Kiara planeó aquella sesión durante largo tiempo, y habiendo meditado las palabras necesarias, pese a sus cortos once años, convenció a sus compañeras.
Tras cerrar las cortinas del living, apagó las luces y encendió, en el centro de la rueda, tres velas negras que le robó a su abuela, o que Adaluz se dejó robar al ver que su nieta tenía cierta inclinación hacia sus creencias.
Al lado de las velas, Kiara puso una cuchilla con la que Adaluz cortaba las cabezas de los sapos durante sus conjuros.
Asumiendo su liderazgo, comenzó a dar órdenes:
—Vos, Lucía, vas a ser la encargada de hablar por Itatí. Sé que podés hacerlo bien —dijo contemplando a su amiga, que se estaba quedando pelada, tenía la cara sucia y poseía un gesto adusto que ensombrecía su belleza.
Lucía le devolvió la mirada y asintió en silencio.
—Las restantes me van a ayudar a buscar entre las sombras. Cerraremos los ojos y, poco a poco, vamos a visualizar a Itatí.
Estuvieron algunos minutos sumergidas en una pausa hasta que Kiara murmuró:
—Veo a un hombre… Está muy enojado… Itatí le pregunta: “¿Jugamos mañana?”. El hombre se tambalea… pero va hacia ella… la agarra de las piernas… No, por favor… no… ¡no! La golpea contra el suelo… Le arranca la cabeza, los brazos… la mete en una bolsa negra. La noche está oscura… pone el cuerpo en un volquete… no hay nadie…
Kiara abrió los ojos y notó que transpiraba.
Lucía, sin perder su mueca hosca, habló con la voz metálica de Itatí:
—¿Tomamos la leche? ¡Tengo hambre!
—¿Dónde estás, Itatí? —preguntó Kiara, desesperada, y a tientas tomó la cuchilla, que apretó contra su pecho—. ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?
—¡Tengo sueño! ¿Me peinás? —siguió Lucía.
—¡Decinos dónde estás! —gritó Kiara.
—¿Tomamos la leche? ¡Tengo hambre!
Se abrió la puerta. El padre de Kiara entró, borracho, como tantos días, y se sorprendió ante la reunión.
—¡Tengo sueño! ¿Me peinás? —repitió Lucía, y el padre caminó hacia ella, la tomó de las piernas y la golpeó contra las paredes.
Kiara trató de proteger a sus otras amigas, pero el padre le dio un empujón, sin importarle que tuviera la Tramontina en la mano, y una a una, fueron despedazadas por las garras de aquel hombre, que al terminar se desplomó en la fría losa y vomitó contra su rostro.
La cabeza de Lucía, tirada debajo de un armario y separada de su cuerpo, siguió hablando:
—¿Jugamos mañana? ¿Jugamos mañana? ¿Jugamos mañana?
Lejos, muy lejos, en medio de un basural, Itatí parpadeó y respondió con firmeza:
—Juguemos hoy.
Y Kiara, mirando a su padre y a sus muñecas destrozadas, recordó cómo su abuela acariciaba a los sapos.