Por Fernando Figueras (*)
Iba a ser mi opera prima. Había visto a Ralph Molden en teatro y me había deslumbrado. Una obra romántica, con una actriz que —según se dijo— se enamoró perdidamente de él.
Los productores de la película lo rechazaban, aduciendo que nadie lo conocía, pero logré convencerlos argumentando que —por ese mismo motivo— se adecuaba a nuestro presupuesto. Les juré, además, que era un actor único, convincente como ninguno. Vaya si lo era.
Empezamos por la escena final: el protagonista, Ralph, en su rol de Comandante Crouch, está junto a la nave en un descampado al que hemos acondicionado con piedras multiformes. Después, unos filtros le darían un tono rojo enigmático al conjunto.
¡Era la primera toma, de mi primer film!
Acción.
Ralph —¡qué expresión la de sus ojos en el visor de la escafandra!— avanza un paso, flexiona apenas las rodillas, y mata con su pistola de rayos invisibles a un alienígena que intenta evitar su regreso a Tierra. Se sube a la nave, y se va.
“¡Corten!”, grito, al borde de las lágrimas. Pero la nave —de cartón pintado— despega.
Todos se quedan pasmados, mirándome, a excepción del camarógrafo que, por instinto, vuelve a encender la cámara y registra el ascenso.
Tanto desear la participación de Molden, para que todo termine así.
No creí que esto pudiera pasar, pero tampoco me resulta imposible después de todo. ¡Es tan buen actor que hasta la realidad misma le cree!
Anuncié la suspensión del proyecto. Y pedí que se dispusiera lo necesario para velar al pobre incauto que aceptó el papel de extraterrestre.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 104 de miNatura, dedicada al género breve fantástico.