“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

Moscas

Por José María Marcos (*)

Cuando el cristal se caiga en el mar, verás que toda esta canción es agonía. Charly García, “Cuchillos”.



Descubrió sin entusiasmo que las moscas que volaban adelante de sus ojos estaban vestidas.
Las criaturas componían una constelación peculiar en un planeta a punto de autodestruirse. Sus pequeños trajes de lentejuelas reflejaban el resplandor del sol, que invadía la habitación, y sus profundos ojos negros les daban un toque de reservada expresión.
Era mediodía. Era sábado. Era 15 de enero. Estaba solo. Solo frente a las ausencias. Solo de cara a un insólito prodigio. Le faltaban las fuerzas para levantarse. Paralizado en su cama, desnudo y transpirado a causa de la agitada noche, se sentía un títere abandonado en una ciudad diezmada por el Capitán Trotamundos.
Se había acostado muy cansado, después de una jornada agotadora de trabajo, pero la calma le fue esquiva y se levantó varias veces para mirar la televisión, escuchar la radio, dar vueltas por el departamento, sacar la tierra de los muebles con un plumero, tomar unos mates amargos, lavar los platos, entrar a internet a leer las últimas noticias, mirar por la ventana y descubrir un cielo cerrado sin estrellas.
A las tres o cuatro de la mañana, buscó un libro de Akutagawa, que solía releer con frecuencia, y al final se quedó dormido con el ejemplar abierto sobre su pecho.
Desde hacía semanas, Antonio Barragán sentía “una vaga inquietud”, como escribió el autor de Rashomon antes de tomar cianuro. No sabía qué hacer con su vida y le pesaban sus cuarenta años que habían transcurrido desde una lejana niñez hacia un futuro que podía ver reflejado en demasiados espejos.
Como le venía ocurriendo noche tras noche, ese viernes volvió a pensar que pactaría con Dios convertirse en predicador a cambio de un poco de paz y de fe en la vida, aunque sólo lo haría si aparecía Dios en persona y sin intermediarios. A lo sumo, aceptaría pactar con algún demonio, si este pudiese demostrarle que efectivamente era un enviado de Dios... un enviado que, como decía su padre, trajo sus mejores intenciones a la Tierra y creó justamente este mundo.
Ya dormido, Antonio se topó con una masa de fotógrafos que registraban riéndose las imágenes de una guerra, como si ante ellos solamente hubiese escenas de seres simulando ser asesinados, y se encontró con la cabeza de un soldado que seguía hablando y decía que ya era tarde para comprender que la vida es un bien efímero.
—Un bien efímero —repetía—, pero el más preciado...
Largos y perturbadores habían sido esos sueños. Por eso, quizá, cuando despertó le costó reaccionar ante la irrealidad del ballet que ejecutaban las moscas sobre su cabeza. Tardó en percibir que las pequeñas le estaban ofreciendo la coreografía sobre el Biombo de las Figuras Infernales, que tantas veces imaginó a partir de las descripciones del propio Akutagawa.
Difícilmente aquello fuera real, pensó Antonio, soñoliento, mientras seguía tirado en la cama, pero sus ojos lo estaban viendo, y sin pensar demasiado decidió levantarse en busca de un insecticida.
Cuando regresó a la habitación, las moscas seguían su danza, y Antonio, medio dormido, apretó el aerosol sobre ellas y provocó el fin de la coreografía.
Una vez caídas sobre las sábanas blancas, comprobó que se trataba de simples moscas, sin atuendo ni maquillaje; moscas que podrían haber estado sobre un muerto cualquiera, en algún rincón de la triste ciudad, o, bien, husmeando en las bolsas de basura, codo a codo con los perros o los vagabundos.
Parado al lado de la cama, Antonio respiró tranquilo.
Se sintió afortunado por estar en su sano juicio y comprobó que ya podía afrontar ese sábado de hastío.
Nada había cambiado. Sus incertidumbres seguían intactas. Aún no estaba preparado para aceptar un milagro en medio de tanta soledad.
(*) El cuento fue seleccionado para integrar la 2º Antología Mundos en Tinieblas de la Editorial Galmort (Buenos Aires, 2009). Prólogo: Lucas Berruezo.