“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

El mundo de Alberto Laiseca

El genial autor argentino habla 
de su obra y de sus influencias

Por José María Marcos, especial para INSOMNIA, Nº 124, abril de 2008

En un reportaje para INSOMNIA, Alberto Laiseca habló de su obra, de sus maestros y de sus discípulos. Se refirió a la importancia de los géneros populares, reflexionó sobre sus principales motivaciones y dijo que Stephen King “representa un resurgir de aquellas obras de imaginación pura que se escribían en el siglo XIX”.
Laiseca es uno de los escritores argentinos contemporáneos más originales. Incursionando en la poesía, el cuento, el ensayo y la novela, ha publicado dieciocho libros desde lo que él ha llamado “el realismo delirante”. Según sus propias palabras, se trata de un género que “sirve para distorsionar y producir efectos que amplifican o disminuyen ciertas zonas del pensamiento y del sentir para que las cosas se vean mejor”. Su obra capital es Los sorias, una historia de más 1400 páginas que Ricardo Piglia calificó como “la mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos de Roberto Arlt”. Tardó diez en años en concluir esta saga, y otros quince en poder editarla. Su vozarrón y su rostro fueron conocidos para el gran público a través del ciclo Cuentos de terror, que se emitió entre 2003 y 2006, por la señal ISAT. Desde hace casi veinte años dicta talleres literarios. Nació en Rosario, el 11 de febrero de 1941, y vivió su infancia y su adolescencia en Camilo Aldao, provincia de Córdoba.
Sus libros son: Su turno para morir (Corregidor, 1976); Aventuras de un novelista atonal (Sudamericana, 1982); Matando enanos a garrotazos (Editorial de Belgrano, 1982); Poemas chinos (Tierra Firme, 1987); La hija de Kheops (Emecé, 1989); La mujer en la muralla (Planeta, 1990); Por favor, plágienme (Beatriz Viterbo, 1991); El jardín de las máquinas parlantes (Planeta, 1993); Los sorias (Simurg, 1998); El gusano máximo de la vida misma (Tusquets, 1999); Gracias Chanchúbelo (Simurg, 2000); Beber en rojo (Altamira, 2000); En sueños he llorado (La Página, 2002); Cuentos de terror (antología) (Interzona, 2003); Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati (Interzona, 2003); Las cuatro Torres de Babel (Simurg, 2004); Sí, soy mala poeta pero... (Gárgola, 2006); y Manual sadomasoporno (ex tractac) (Carne Argentina, 2007).
—Entre sus maestros nombra a Edgard Allan Poe (1809-1849), Oscar Wilde (1854-1900), Ayn Rand (1905-1982) y Gastón Leroux (1868-1927). ¿Qué le dieron estos escritores?
—Cada maestro me dio algo distinto. De Ayn Rand recibí lo mismo que un personaje de ella del libro El manantial: el valor de vivir. Era una mujer muy puritana y también me encajó eso, pero me transmitió la fortaleza de vivir y de jugarse por las cosas que uno cree. Edgard Allan Poe me dio el misterio, la imaginación, y Oscar Wilde, la libertad de pensar y decir cosas extrañas. William Shakespeare (1564-1616) llegó tarde a mi vida; de joven, el primer acercamiento lo tuve de tan malas traducciones que pensaba que era el peor autor del mundo. Pero claro el problema eran las traducciones. De todas maneras, hay autores que son tan grandes que recién hay que leerlos cuando uno está preparado para valorarlos. Yo he leído la obra completa de Shakespeare y es incomparable, pero lo hice recién cuando tenía cuarenta años y ya estaba formado. Romeo y Julieta, Hamlet y otras obras las leí por primera vez a los 17 años, pero no me gustó ni entendí nada. Obras como Ella, Las minas del Rey Salomón o Ayesha, de Henry Rider Haggard (1856-1925), fueron un despertar para mí. Lo mismo pasó con las historietas de mi infancia, que eran muy surrealistas, muy delirantes. Como dije en varias obras mías, estas historietas me dieron el permiso de delirar, de que estaba bien y que se podía. El fantasma de la Ópera, de Gastón Leroux, es otra obra maestra. Nunca le terminaré de agradecer a papá que me lo haya pasado. Cuando mi padre me la dio pensé: “Esto debe ser una porquería”, y resultó que era una genialidad, que seguí releyendo durante toda mi vida. La he leído unas veinte veces e, incluso, en Sí, soy mala poeta pero... le hice un homenaje: escribí un guión cinematográfico de los pasajes más difíciles, que el cine aún no ha sabido aprovechar. No cambié nada para demostrar que se puede hacer una película taquillera siguiendo estrictamente los lineamientos del libro, que es tremendamente cinematográfico. Fue escrito a fines del siglo XIX, como si Leroux hubiera sabido todo lo que iba a venir en el cine. Una maravilla. Era un genio Leroux.
—En su obra hay una enorme cantidad de alusiones al cine. ¿Cuánta importancia le otorga a este universo a la hora de crear?
—Los géneros populares y sobre todo el cine han sido muy importantes, y nunca sabré cuánto. Cuando era muchachito veía hasta cinco películas por día. Salía de un cine y me metía a otro. Sé mucho de cine de la década del cuarenta. No sé nada del cine actual, salvo algunas películas que veo por televisión. De niño yo tuve una idea que me salvó, pero que esencialmente estaba equivocada: creía que viendo películas iba a encontrar la luz. Era un pobre chico sin brújula y no sabía hacia dónde disparar. Sabía que mi situación era mala y, peor de peor, no sabía hacia dónde ir. Y pensaba que tal vez viendo películas podría llegar a entender algo. Por supuesto que las películas me confundían más, sobre todo las de aquella época que eran muy mentirosas. Sin embargo, comencé a meterme en el mundo de las películas de clase B, donde siempre existe un elemento de imaginación, aunque sea chiquito; y eso me fue ayudando en la vida y en la literatura. No es fácil explicar la relación, pero aquellos elementos aún hoy son como cientos de motores sincrónicos que trabajan de alguna manera mágica a la hora de escribir una obra.
—¿Por qué escribe?
—Escribo para decir todas las cosas en las que creo y describir aquellas que siento. Además hay una tercera razón: Orson Wells (1915-1985), que era obeso, feo y pobre, sólo aceptaba papeles en los que fuera poderoso, por maldad, por dinero o por lo que fuese. Nada de interpretar a un pordiosero gritando: “Una monedita, señor, porfi”. “Conmigo no cuentes”, decía. A mí me pasa un poco lo mismo, ya que la literatura fue la única manera de ser dictador, manejar ejércitos o tener esclavas (risas). ¡No sabés cómo entiendo a ese gordo! ¡Sólo adentro de la literatura he podido sentirme poderoso!
—¿Cuáles han sido y son sus principales preocupaciones?
—Justamente me preocupa el poder y qué hacer con él. Yo que nunca he tenido poder, o que he tenido muy poco, soy un convencido de que se necesita poder para ejecutar cosas. Ahora bien, supongamos que accedas al poder por artes mágicas. ¿Qué hacer con él? Es difícil. Por lo menos yo, creo que el poder es para ayudar a la gente y no para cagarla, pero el tema es ser justos para usarlo. Otro tema han sido las mujeres y la aventura de llegar al amor. Sin duda, el poder y el amor han sido mis principales preocupaciones.
—¿Le interesa lo que piensan sus lectores?
—Me interesa muchísimo. Por ese motivo hay cosas que me hinchan. Por ejemplo una charla con un alumno: “Che, ayer terminé de leer Los sorias”. “Bueno, contame algo”. “Es muy bueno”. ¡Andá a la puta que te parió! ¿Te parece que me pasé escribiendo un libro de mil quinientas páginas para me digan: “Es muy bueno”, y me larguen duro como un zapallo? ¡No hay derecho! Traete un machete, largá algo. Prefiero escuchar: “No lo terminé. Debo andar por la mitad. Después te cuento”. Para hacerme un comentario de una pobreza franciscana, prefiero que no me digan nada. Me interesa lo que opinan mis lectores, pero son muy pocos los que me dicen algo.
—Dice que comenzó a imaginar Los sorias desde que era un niño. ¿Pese a haber publicado una novela de 1450 páginas con ese título, aún sigue escribiendo “esa obra”?
—Es un mundo que jamás concluyó. Todavía sigo metido en la Tecnocracia dando órdenes: “¡Este año tenemos que duplicar la producción de acero, porque si no nos van a hacer mierda los enemigos!”. No por haberla escrito y publicado concluyó Los sorias. Es la obra de una vida. Desde los nueve años la estaba imaginando sin saberlo. Y no estoy disgustado con ello. Me parece lógico.
—En su primera novela publicada, Su turno para morir, aborda el policial desde las relaciones de poder. ¿Por qué eligió ese género?
—Como en Los sorias, allí hablo del poder. Siempre me gustaron los gánsters, mucho antes de que apareciera el Padrino, y supongo que era un universo que tenía a mano. De niño leía novelas policiales, muchas de las cuales eran muy malas. Las buenas eran muy pocas. Formaban parte de las colecciones Déborah, Cobalto, Pandora, Apasionadas. Eran muy berretas, pero me entretenía como loco. Allá en Camilo Aldao me las devoraba. Eso sí: las novelas eran malas, pero eran delirantes, y de algún modo puede decirse que aunque malas eran buenas. Esas novelas me formaron y, por ese motivo, no es raro que haya escrito un policial chasco.
—En Aventuras de un novelista atonal habla “de una obra maestra en la que ni el lector, ni el narrador, ni los que lo rodean llegan a creer”. ¿Esta nouvelle sirvió para conjurar la enorme cantidad de años que Los sorias estuvo sin ser publicada?
—Esta obra sirvió para conjurar el no reconocimiento, la no publicación. Yo ya sospechaba lo que se me venía encima. Inclusive hoy no tengo el reconocimiento que quisiera. En Argentina hay mucha gente que me respeta, pero no he sido traducido a ningún idioma. Sólo una revista norteamericana tradujo y publicó un cuento de Matando enanos a garrotazos: “La serpiente Kundalini”. Es lo que me tocó. Igualmente pienso que por lo menos Los sorias fue publicada en dos ocasiones. Será que estoy condenado a no ser bestseller, pero por lo menos soy longseller, ya que mis libros se mantienen en las librerías. En eso tengo un enorme agradecimiento hacia los libreros, porque me han considerado, me han respetado; y aunque sea en trastienda, siguen teniendo mis libros.
La hija de Kheops nace de su relación con el mundo egipcio. ¿Cómo se produjo este acercamiento?
—También a los nueve comencé a relacionarme con ese mundo. A mi padre lo volvía loco preguntándole de las momias, las pirámides, los dioses egipcios. Cuando a mi padre se le terminó el repertorio me largó esto: “Bueno, si querés saber más de Egipto estudiá”. Lo que pasa es que él no sabía más. Pero eso hizo que, efectivamente, me pusiera a estudiar. Para escribir La hija de Kheops debo haberme leído un metro cúbico de libros, muchos de los cuales eran lecturas muy áridas, especializadas para egiptólogos, para investigadores.
—En La mujer en la muralla aborda otro universo que nos parece lejano. ¿Cómo logra introducirse en el drama de Men Chiang Nü, quien abandona todo para seguir a su marido, confinado a construir la Gran Muralla China?
—A los chinos llegué a los veinte años. Mi interés nació a partir de un libro que me compré en Santa Fe, el cual aún conservo como objeto. Es Sabiduría china, de Lin Yu Tang (1895-1976). Ahí está la mejor traducción del Libro del Tao, la más clara, la más llena de imágenes. Durante años he leído muchas traducciones, pero ninguna me conmovió como aquella primera. En el libro de Lin Yu Tang había poesía china, filosofía de Lao Tse (570-490 a.C.) y Confucio (551-479 a.C). Lin Yu Tang también hablaba de la democracia china, de cómo la gente más pobre podía acceder a puestos más importantes; todo aquello era más teórico que real, pero eran los pilares filosóficos del sistema. En uno de los tantos poemas de Sabiduría china está la poesía que habla de Men Chiang Nü. La mujer está casada con un letrado que ha sido reclutado a la fuerza para construir la Gran Muralla China. Ella va detrás de él y al final se suicida al saber que su marido ha muerto siendo parte de la construcción. Ese libro me hizo interesar por los chinos, y como siempre me preocupó el poder, me sentí atraído por el constructor de la Muralla China, Chi’n Hsih Hwang Ti, que comienza siendo muy humano y durante el proceso se va deshumanizando, a la inversa de lo que sucede con Monitor en Los sorias.
El jardín de las máquinas parlantes es una obra muy distinta. ¿Cómo nació?
—Esa obra habla de otra parte mía: el mundo de la magia existe y quise escribir de ello. De la magia hablo en varios libros, pero en esta obra ahondo en forma particular. En general, aunque mis obras tengan cosas en común, todas son muy diferentes. Obviamente están comunicadas entre sí, pero los universos están bien diferenciados.
—¿A qué se debe esa simpatía por los monstruos que dejó plasmada en Beber en rojo y en la antología Cuentos de terror?
—Los monstruos son la imaginación. Monstruo quiere decir “único en su especie”. Yo siempre fui un monstruo, un único en mi especie, y por eso sufrí mucho desde chico. A la fuerza terminás viendo con simpatía a los monstruos, porque vos mismo lo sos. Ellos son de tu raza.
—En El gusano máximo de la vida misma un ser rastrero se va humanizando a partir de su relación con una mujer que lo maltrata. Usted dice que las mujeres lo han humanizado. ¿Hasta las que lo han maltratado lo han ayudado en este proceso?
—Así es. A las mujeres en general les estoy muy agradecido. Lo he dicho muchas veces. Sin ellas no sería ni la vigésima parte de un hombre. Ellas, como bien vos decís, me han humanizado, y eso también le pasa al gusano.
—He leído que no está conforme con la recepción que tuvo Sí, soy mala poeta pero... ¿Qué cree que sucedió?
—Más allá de lo que pueda pensar algún lector en particular, la mayoría se desconcertó con la novela y la crítica no fue buena. No sé qué pensaron. Una chica, con la cual tengo buena onda, dijo que le parecía que la novela había sido escrita desde el punto de vista de narrar por el narrar mismo, y no es así. Yo busco cosas en cada una de mis obras, y también en ésa. No fue el placer de narrar, fue el rescate de mi pasado, una vez más aparece el poder, resucita Monitor. Esa chica está equivocada, pero no lo hizo por mala leche, y creo muchos otros se desconcertaron, aunque ése no haya sido mi objetivo.
—En el cuento que da nombre al libro Gracias Chanchúbelo, el personaje Julio Esteban González sugiere que lo importante de la relación entre maestro y discípulo “es la iniciación” y no tanto la capacidad del alumno. ¿Usted piensa esto como maestro?
—Lo importante es empezar. Con la iniciación se abre el alma. Después el camino es infinito, y la capacidad viene en segundo término. En el mundo del karate, yo no soy karateca ni nada pero practiqué seis años, llegué a cinturón verde y conocí algunas cosas. Tenía compañeros que tenían mucho más grado que yo, que eran cinturones negro, con una mano que era un callo poderoso, pero que no podían ejecutar las hazañas de algunos viejitos. ¿Sabés por qué? Porque esos viejitos saben que cuando golpean hay otro que golpea por ellos, y aunque no tengan ningún callo ni músculos, rompen lo que tienen que romper. El que no comprenda eso nunca podrá ser karateca. Y el que no comprenda eso nunca podrá ser escritor. Es otro el que da el golpe. No es una cuestión de gimnasio. Es algo mucho más profundo.
Poemas chinos sorprende por tener un lenguaje directo y metáforas claras. ¿Por qué no dicta talleres de poesía?
—La gente es más humilde en narrativa que en poesía. La más mínima indicación que das en poesía se ofenden muchísimo, y sin humildad no se puede trabajar. Si yo tuviera un taller de poesía, cosa que jamás tendré porque no se puede, en la primera clase les pediría que lean Venus y Adonis, de William Shakespeare. “Léanlo profundamente porque aquí hay verdadera poesía”, les diría, y ya sé lo que me contestarían: “¡Pero esto es una antigüedad!”. “Así que es una antigüedad, bueno escribí algo así, porque no te creo capaz”. No se puede trabajar con gente que no está abierta y dispuesta a entender lo que uno les puede decir, y los aspirantes a poetas suelen ser feroces.
—¿Cómo surgió la idea de crear un taller literario?
—Cómo surgió y cómo siguió son dos cosas distintas. Surgió por una razón estrictamente mercenaria. Mi mujer de aquella época, bióloga, ganaba más plata. Yo trabajaba en La Razón como corrector y ganaba poco. Ella quería que yo tuviera más ingresos. Así nació el primer taller. Pero después me di cuenta que obtenía de los alumnos muchísimo más de lo que esperaba. Uno hace crecer a los alumnos, pero los alumnos hacen crecer al maestro. No sé si es algo que muchas veces se dice, pero es la verdad. Mirar, escuchar, estar en contacto con otros seres humanos, te hace crecer.
—Usted dice que su función es estimular la imaginación. ¿Podría ampliar esa idea?
—A los alumnos les digo que si quieren aprender gramática vayan a otro lado. Yo, en particular, aprendí de grande. En la escuela era un negado y no entendía nada. A mi juicio eso viene con el tiempo. Si alguien escribe frases muy atravesadas o repite palabras o usa muchos adverbios hago alguna indicación, pero en general no digo nada. Lo que me interesa es hacer trabajar a los alumnos en cosas en las que jamás se imaginaron ponerse a trabajar. Yo les doy consignas y les pido que escriban. Una consigna frecuente es la siguiente: “Un muchacho es invitado a una quinta, a pasar un fin de semana, y se encuentra con unos chanchos, los ve comer y siente miedo”. Les cuento esto y les pido que inventen una historia, con la presentación, el desarrollo y el final. La idea es hacerlos andar por mundos desconocidos, porque esa es la manera de crecer. Aparte, aunque el punto de partida sea el mismo para todos, cada uno escribe cosas distintas. Por otra parte, yo no soy un hinchapelotas. No me importa que cambien todo lo que les doy. Sólo quiero que me cuenten una historia y pongan en marcha su imaginación.
—Se declara como un hombre de fe. ¿Cree que la fe es clave para el aprendizaje?
—La fe es fundamental para el aprendizaje y para la vida. Yo no soy muy cristiano que digamos, pero las tres virtudes teologales son fe, esperanza y caridad. Sin entrar a discutir virtud por virtud, porque eso sería meterse dentro del mundo cristiano, yo rescato la fe porque sin fe no se puede ir a ningún sitio. Digo “fe”, pero también se necesita de esperanza. Para mí, la teología y la ontología son sinónimos, porque todo parte de la misma base: del ser.
—En esta relación alumnos-maestro, ¿qué siente ante el hecho que su último libro, Manual sadomasoporno (ex tractat), fuera editado por discípulos suyos?
—Es una muy buena onda, que me enorgullece. Un hecho de grandeza para todos: discípulos y maestro.

KING POR LAISECA. “Yo lo admiro muchísimo a Stephen King. Es un gran maestro. Lo amo —señaló Alberto Laiseca, al ser consultado sobre la obra del escritor de Maine—. El resplandor, por ejemplo, es una de sus obras maestras. Para mí, Stephen King representa un resurgir de aquellas obras de imaginación pura que se escribían en el siglo XIX, en la línea de Henry Rider Haggard, y a lo sumo por algún escritor perdido a comienzos del siglo XX, como Mika Waltari (1908-1979). Lo de Stephen King es muy hermoso. Antes de leer El resplandor yo decía: “Escuchame, loco, el tema de las casas embrujadas ya es recontra trillado. Está terminado. No es posible escribir algo nuevo al respecto”. Pero, sin embargo, llegó a mis manos El resplandor, en la década del 80 cuando vivía en Escobar, y Stephen King me tapó la boca”.

LA HISTORIA DE UN GRAN AMOR. El último libro de Alberto Laiseca, Manual sadomasoporno (ex tractat), fue editado en 2007 por Carne Argentina, editorial fundada por alumnos que concurren a su taller literario. Mezcla de aforismos, humor negro y esquizofrénico, un despliegue de técnicas sádicas y masoquistas, “consejos para los jóvenes” y variados recursos, el Manual cuenta oblicuamente una historia de amor, o del final de un gran amor, que para el caso parecen ser lo mismo, según estos textos.
Para llegar hasta “la historia” hay que pasar por el tamiz de lo que es el amor para Laiseca, quien desde el arranque nos advierte: “Sadismo es amor. Masoquismo es ternura. Vampirismo es protección”. Después de esas frases redobla la apuesta y agrega: “Por el culo no es incesto. Una sola vez no preña (licencia poética)”, y aquí queda cerrar el libro, o seguir entrando a este particular mundo, en el que regiría la premisa de Eric, el Fantasma de la Ópera: “Cada uno tiene las citas que puede”.
Pero todo tiene sus recompensas, pues seguir adelante significa hallar infinidad de joyitas. Algunas de ellas son los consejos del Viejo Lai: “Si sos hombre las mujeres entran y salen. Si sos mujer los hombres salen y entran. Pero la casa queda. Tené casa propia, para que nadie te pueda echar”. “Si conseguís que una chica se ría ya la tenés media metida en la bolsa. Y si le enseñás a jugar es tuya”. “Para cuando andés bien jodido te doy un consejo (de alguien que fue pobre mucho tiempo): tomate dos grappas y andate a dormir. Que mañana será otro día”. También hay paradojas (o parajodas, como decía Bernardo Kordon) de este tipo: “La soledad se puede disfrutar siempre y cuando uno esté acompañado”. Argumentos chasco: “Todas las putas tienen tetas. Todas las tetas tienen putas”. Humor negro: “La morgue no es tan mal lugar como se dice. Hay muchas chicas desnudas”. Recomendaciones para sádicos: “La toalla mojada y didáctica. Chirlos sólo en el culo y en las piernitas. Las tetas no porque son muy frágiles. Aunque te mueras de ganas”. Sentencias: “El que traiciona a sus mujeres, más tarde o más temprano, te va a traicionar también a vos, que sos su amigo”. Paráfrasis martinfierristas: “Hacete amigo ‘e las tetas. No les des de qué quejarse. Y cuando ellas quieran enojarse, vos te debés encoger. Que siempre es güeno tener ande ir a rascarse”. Completan el Manual dieciséis opiniones sobre ciencia (“pueden saltearse perfectamente y la obra se entiende igual”, aclara), variantes para los cuentos Berenice, de Edgar Allan Poe, y Barba Azul, y algunas confesiones: “No hay crecimiento fuera de la mujer. Ellas me humanizaron” o “Me he salvado, hasta aquí, de puro pedo”.
El diseño de la tapa y de la edición corresponde a Eugenia Herrero. El libro está ilustrado con muñecas y una serie de esculturas de Lilian Almada y dibujos de Victoria Accorinti. La fotografía estuvo a cargo de Magali Flaks. Y la dedicatoria: “Para Selva Almada, porque este libro es suyo”. Todas chicas que se han ocupado de hacer una cuidada edición (48 páginas de papel ilustración, tamaño 28 cm. x 19 cm), realizada con el apoyo del Fondo Metropolitano de las Artes y las Ciencias del Ministerio de Cultura del GCBA, llena de detalles, como una sobrecubierta blanca que lleva el número 1725 siguiendo el número de libros que Laiseca tiene catalogados en su casa. Se nota que al Conde y sus chicas los une un gran amor, que gestó este libro de inusual y extravagante encanto.