Una temporada con los herederos de
Providence
“La novela
El horror de Providence surgió como
un desafío de ponerme en la piel de los grandes autores del terror que me
formaron como lector y escritor. La idea estuvo en mi cabeza durante varios
años. Arranqué allá por el 2013 y dejé el proyecto relegado durante un tiempo
mientras escribía otros libros. Lo retomé cuando sentí más confianza. Era un plan
difícil y de compleja ejecución. Tardé cinco años en plasmarlo. Leí y releí a
mis autores preferidos, porque debía empaparme de sus obras y de sus vidas. Es un
homenaje, y también algo más: es mi postura sobre el terror actual”, contó
Patricio Chaija en una conversación con INSOMNIA
sobre su nuevo libro, publicado en 2021 por el sello argentino Muerde Muertos.
En El horror de Providence —un
trabajo de más de cuatrocientas páginas—, los protagonistas son los escritores Stephen King, Peter Straub,
Clive Barker, Ramsey Campbell, Richard Matheson, Edgar Allan Poe, Robert Bloch
y Dan Simmons, quienes llegan a la mansión El
horror para el sepelio del dueño de la finca: Howard Phillips
Lovecraft. Reunidos allí, alrededor de una chimenea en medio de una inhóspita y
larga noche, cada uno relatará una historia de terror y quien logre el mayor
estremecimiento se quedará con la casa del viejo Howard. Presentamos aquí el diálogo completo con el
prolífico autor, a quien esta revista entrevistó por primera vez para la edición
N° 165 de septiembre de 2011, a través de Fabio Ferreras.
“PERDÍ EL PELO, PERO NO LAS MAÑAS DE
CONTAR HISTORIAS DE TERROR”
De padres argentinos, Patricio
Chaija nació en Ciudad del Este (Paraguay) en 1982. Siendo aun bebé su familia
se mudó a Bahía Blanca, y luego a Tornquist, donde pasó su infancia y
adolescencia. Regresó a Bahía Blanca para cursar el Profesorado de Letras en la
Universidad Nacional del Sur y hoy en día trabaja de docente y escribe fantasía
oscura en esa ciudad. Publicó las novelas El cazador de mariposas (2009,
reeditada por Muerde Muertos en 2020), El libro de Fede (2010), Pili
(2010), Nuestra Señora de Hiroshima (2012), El pueblo de los ritos
macabros (2015), Los señores de Xibalbá (2016), Los familiares
(2018) y El horror de Providence (2021). Sus antologías de cuentos son La
oscuridad que cayó sobre Tornquist (2015) y Siniestro (2017). En
2017 publicó la biografía de un deportista bahiense: Vivir para lograrlo.
Biografía de Rafael Randazzo. En 2013 Muerde Muertos publicó Osario común.
Summa de fantasía y horror, antología del cuento de terror argentino que
Chaija compiló, anotó y prologó.
—En 2020 Muerde Muertos reeditó tu primera obra publicada, El cazador de mariposas, que había aparecido en el 2009 por Ediciones de la Cultura. ¿Qué cambió entre el autor del 2009 y el actual? ¿Qué se conservó? ¿Cuáles son las enseñanzas principales de estos años de escritura, publicaciones, charlas?
—Lo que cambió es que el del 2009 era un autor de 27 años con muchos proyectos e ideas, y el actual escritor tiene 39 años y sigue con muchos proyectos... aunque con bastante menos cabello en la cabeza. Cuando empecé a publicar no conocía a casi nadie del ambiente literario. Hoy día tengo muy buenos amigos en este recorrido. Trato de no cambiar mucho de ese veinteañero a este casi cuarentón. Siempre tengo presente al chico de doce años que soñaba ser novelista. El ejercicio de la humildad es lo que me mantiene atento para no defraudar a ese chico.
—¿Qué significó para vos encarar la recopilación de Osario común. Summa de fantasía y horror, publicada por Muerde Muertos en el 2013?
—Fue una tarea enriquecedora. Disfruté y aprendí leyendo y releyendo cuentos. Es un orgullo haber impulsado este conjunto con diecisiete colegas de gran valor.
—Este año participaste de la edición argentina de Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana (Muerde Muertos, 2021) de Ricardo Rincón Huarota. ¿Qué te atrajo del autor y en particular de esta obra?
—Me hizo sentir como cuando era un chico que leía cuentos de terror en mi pueblo. Disfruté mucho Insepulto, y quería que más y más lectores lo hicieran. Son una variedad de relatos estremecedores, desenfadados. La esencia del cuento de terror está en ellos.
—¿Cómo nació El horror de Providence? ¿Cuánto tiempo le dedicaste a la corrección y escritura? ¿Cómo fue el proceso?
—La novela El horror de Providence surgió como un desafío de ponerme en la piel de los grandes autores del terror que me formaron como lector y escritor. La idea estuvo en mi cabeza durante varios años. Arranqué allá por el 2013 y dejé el proyecto relegado durante un tiempo mientras escribía otros libros. Lo retomé cuando sentí más confianza. Era un plan difícil y de compleja ejecución. Tardé cinco años en plasmarlo. Leí y releí a mis autores preferidos, porque debía empaparme de sus obras y de sus vidas. Es un homenaje, y también algo más: es mi postura sobre el terror actual.
—En El
horror de Providence hay un homenaje a los clubes de lectura y a los
narradores. ¿Participás de espacios similares?
—Actualmente coordino un taller de escritura en mi casa, y participo de un espacio virtual llamado Entreleer, con personas de Punta Alta. Ambos lugares son idóneos para quien le guste escribir, o sea bibliófilo, o disfrute de las buenas lecturas. Intercambiar lecturas es algo que me gusta mucho. Recuerdo que cuando era chico lo hacía con mi mamá, ambos charlábamos largas horas sobre autores tan diversos como Stephen King o William Peter Blatty.
—En pleno siglo XXI, con una supremacía de las redes sociales y la inmediatez, ¿hay lugar para reunirnos a contar historias alrededor de una fogata?
—¡Siempre hay lugar! Nada detiene el placer de las historias. La inmediatez, las redes sociales, o lo que sea, no compite ni opaca el ritual de contar historias alrededor de una fogata. Todo se fagocita y se aprovecha. Nada puede contra la alegría de juntarse a contar historias. No hay que luchar contra nada: simplemente lo nuevo es apropiado y los narradores lo funden en su obra.
EL PORQUÉ DE CADA AUTOR
—Te propongo un ejercicio: que destaques
lo que más te gusta de cada autor que aparece en El horror de Providence. Arranquemos por el dueño de la casa El horror de Providence: HP Lovecraft.
—Su manejo del misterio es extraordinario. Exagera la tensión, algo que me encanta, y me espeluzna. En las montañas de la locura es mi narración favorita.
—Sigamos por Stephen King.
—King tiene el don de contar lo que sea de manera entretenida. Creo que su gran fortaleza es narrar las relaciones humanas con gran franqueza. De él elijo Los tommyknockers y Cementerio de animales.
—Edgar Allan Poe.
—Me edifica releerlo. Sus ideas no han perdido vigencia. “La caída de la casa Usher” es la historia a la que más vuelvo.
—Peter Straub.
—Es rebuscado, por momentos complejo, un artífice de las palabras. Me enloquece Fantasmas. Aprendí muchas cosas con ese libro.
—Clive Barker.
—Su estilo es directo, carnal y sensual. Describe el dolor y el placer con la misma intensidad. Es entretenimiento puro. Destaco su cuento “Lo prohibido” como un ejemplo de su sabiduría.
—Ramsey Campbell.
—Es el escritor más cruel y oscuro que he leído. Entrar en su obra es un túnel de casita de terror, pero en donde todo es real. Su mejor obra, a mi entender, es La secta sin nombre.
—Richard Matheson.
—Leer algo de su estilo gratifica, y dan ganas de ponerse a escribir. Recomiendo La casa infernal.
—Robert Bloch.
—La tensión bien dosificada es su punto más alto. Hay que leer Psicosis, obvio.
—Dan Simmons.
—El escritor más versátil de este ránking. La imaginación que tiene es incomparable. Mis preferidas son Hyperion y La caída de Hyperion.
LA PUERTA NO TIENE PICAPORTE POR DENTRO
—En
2011 (en un reportaje hecho por Fabio Ferreras para Insomnia) dijiste: “Hay algo en la fantasía que me seduce. Es
hermosísima. Leo historias de todo tipo, pero por alguna razón inexplicable mi
mente siempre termina llevando todo a un ámbito de aguas pantanosas. Hay ahí
una casa en ruinas y es de noche. Los árboles son esqueléticos, negrísimos, y
la débil luz de una vela amaga con apagarse. Es en esa habitación en donde mi
yo escribiente se sitúa para dejarse llevar. Porque escribir es un dejarse
llevar, donde no vale la autocensura religiosa o moral. Igualmente, uno piensa
en sus palabras. Cuando digo ‘dejarse
llevar’ me refiero a no castrar el deseo de antemano”. ¿Seguís
visitando esa habitación? ¿Qué cambió en ella en estos años? ¿La habitación
forma parte del El horror de Providence?
—Nada cambia en esa habitación, nunca. El horror de Providence es una pequeña ventana a ella. En cuanto a ese lugar, la cara rota de un ser sin ojos me susurra que te diga que no existe. Y te invita a que pronto te nos unas.
—¿Qué les recomendarías a los lectores y lectoras que quieran visitar El horror de Providence?
—Que se preparen a atravesar el umbral, porque esa puerta no tiene picaporte por dentro. Y que abandonen toda esperanza al entrar.
DIJO FABIO FERRERAS
SOBRE “EL HORROR DE PROVIDENCE”: “Para Patricio Chaija, la ciudad de Providence ya no
es sólo la cuna y, también, la tumba de H.P. Lovecraft, el creador del horror
cósmico: a partir de esta obra, la capital de Rhode Island pasará a ser el
punto de reunión de los más grandes escritores de lo macabro. La mansión gótica
que les dará cobijo, en una eterna noche de narraciones entrelazadas, esconde
entre sus paredes un secreto que es tanto un legado como una maldición y un
pretexto: el antiguo placer de contar relatos a la luz del fuego. A mitad
de camino entre la novela y la colección de cuentos, El horror de
Providence llevará al lector hasta la última frontera del
miedo”.
EL HORROR DE PROVIDENCE
Fragmento del prólogo de El horror de Providence (Muerde Muertos,
2021) de Patricio Chaija
Durante una
tarde de otoño, triste, solitaria y gris, viajaron los hombres que llegaron a
un promontorio de una región extremadamente lóbrega y singular del país, y
desde allí contemplaron la melancólica casa Howard. Se apersonaron de a uno,
coincidiendo en algún punto de la ruta con sus coches y, de a poco, fueron
formando la caravana hacia el lugar que los esperaba. Nadie estaba dichoso de
dirigirse allá; los talantes de todos estaban ensombrecidos como las nubes que
opacaban el horizonte y pendían sobre sus cabezas.
Un Chevrolet negro encabezaba la marcha y aceleraba sobre el negro pavimento. Detrás venían los demás. Un Ford gris, que se perdía entre la tonalidad de los pantanos que circundaban la región, sucedía al primer auto. En él iban dos hombres de cejas pobladas y aire circunspecto. Apenas hablaban. Hacía más de cincuenta kilómetros que no cruzaban palabra. Detrás del volante del tercer coche se advertía un rostro pálido hasta lo increíble, que flotaba en la atmósfera enrarecida del vehículo. Hacía rato que la calefacción funcionaba a toda máquina y el aire se volvía incómodo y difícil de respirar. Lo que chocaba contra sus fosas nasales parecía el aire caliente de un secador de pelo. Un cuarto auto, blanco como la cal, pero deslucido y sucio, cerraba la comitiva. Dos hombres cerraban la marcha en él; estos estaban desbordados, con los ojos enrojecidos, el rostro desencajado, ojeras muy marcadas y una mirada vidriosa que hacía suponer que no descansaban bien desde, por lo menos, un par de días.
Las ramas de los antiguos árboles se elevaban temblorosas, como dedos sin carne de hombres inmensos. A un lado y otro de la ruta estaban la foresta ennegrecida y las montañas heladas a lo lejos. Como un camino hecho de hormigas, los cuatro autos se perseguían en la ruta, siempre equidistantes, siempre respetándose. En la cima de una lomada vieron los hombres la majestuosa casa que buscaban, y quedaron sin aliento, sorprendidos y horrorizados. Luego descendieron y se acercaron a la construcción.
Estacionaron en medialuna y bajaron de los coches. Los esperaba el mayordomo, que los recibió y los condujo al interior del edificio. Uno de los viajeros, antes de entrar, observó los techos altos, las cuatro torres almenadas, las innúmeras ventanas en cada ala. Caminaron sin hablarse; simplemente, descendieron de los vehículos y se dejaron llevar adentro. No tenían ánimo para charlas. El sol ya estaba oculto.
El mayordomo los condujo a través de las habitaciones hasta el patio trasero. No se detuvieron en la contemplación de las fastuosas cámaras, doradas, bermejas y plateadas; algunas más lúgubres que otras. Ya habría tiempo. Se dirigieron a la explanada que se encontraba más allá de la última puerta. Un sinfín de arbustos ralos, malignos, se apretujaban en la tierra particularmente árida de la zona. Una mezcla de arena y ceniza se entremezclaban en el piso, haciéndolo duro pero maleable. El patio trasero semejaba un laberinto de ligustros achaparrados, pero en realidad el azar había decidido hacer crecer maleza acá o allá. Avanzaron cabizbajos, fijándose dónde ponían el pie, hasta que alguno vio la pala.
Hubo un correteo de algo que huía entre las zarzas y a alguien se le precipitaron los latidos. Luego suspiró y bufó. En silencio se acercaron al pozo y a la pala clavada en el montículo.
El cajón había sido cerrado con clavos por una mano inexperta. Unas sogas estaban tiradas en el piso, como el cuero de una serpiente secándose a la intemperie. Se quedaron en silencio mirando alternadamente el pozo y el cajón, y de vez en cuando se dirigían miradas inquisidoras. Así estuvieron un rato. Lo único que se movía eran los ojos de los convidados. Un hondo pesar los conmovió en sus pechos, y se oyeron unos resoplidos. No supieron cuánto estuvieron allí; pero en determinado momento, todavía sin pronunciar palabra alguna, pusieron manos a la obra.
El cajón descendió mientras cuatro de ellos trajinaban con las cuerdas, dejadas ahí para esos menesteres. No pesaba tanto como suponían. Podía estar lleno de piedras, porque ninguno lo había abierto. Pero no era necesario. Sabían que en él se encontraba el cuerpo. Nunca los pasos de ese hombre iban a oírse en las calles pavimentadas de la región. Su máquina de escribir iba a quedar estática y se llenaría de polvo. Su pluma no pergeñaría largas y rebuscadas cartas. Todos, al pie del pozo, miraron cabizbajos el ataúd y pensaron en la cara del occiso, pero ninguno pudo formarla en su mente. Una pátina gris se afanaba en desdibujar los rasgos que pretendían formar. Uno de ellos tomó la pala y comenzó a echar tierra sobre la madera. Cada terrón sonaba hueco y reverberaba extrañamente en el aire quieto de la noche. Cuando hubieron concluido se miraron, y era como si algo se hubiera roto. Se reconocieron, pero nadie habló. Aún no podían articular ningún sonido. Era como si un extraño encantamiento se hubiera posado sobre ellos. Uno intentó pronunciar algo, pero desistió cuando no encontró palabras, o las olvidó, o su garganta, forzada, se negó a decir algo. Entonces se volvieron y caminaron hacia la casa.
Al entrar, el mayordomo les tomó las camperas y los condujo hacia la sala. Había un buen fuego, al que se arrimaron. Se dejaron caer en los sillones altos, gastados, y sonrieron complacidos cuando el mismo hombre de talante enigmático les sirvió una bebida oscura. Era un vino excelente, les dijo, que el dueño de casa había guardado para agasajarlos, y que no había querido que se abriera hasta que una ocasión lo ameritase. Brindaron por el viejo amigo que ya no estaba. Aún tiritaban, no tanto por el frío que se había adherido a sus pulmones sino por la tarea que acababan de realizar. Pero no sólo a sus pulmones el frío había invadido. Uno de ellos sentía la piel tirante sobre los pómulos, y se desesperó pensando en una lonja de aire frío pegada a su piel. Intentó sacársela, palmeándose con desesperación bajo un ojo. Pero desistió cuando se dio cuenta de su exageración. Lo mirarían raro. Ya era bastante irreal el motivo que los había reunido allí, como para tener que anteponer una conducta impropia, que rompiera el extraño protocolo que se habían impuesto... o que en todo caso iban descubriendo sobre la marcha, ya que nadie hablaba, aunque todo parecía estar determinado desde antes. Entonces, el que creía que el frío estaba adherido a su cara, se rascó la bolsa bajo un ojo, haciéndose el pensativo, como para no llamar la atención con ademanes impropios. Luego cerró los ojos y se los refregó. Este último gesto, le pareció, se condecía con el largo viaje que habían tenido que llevar a cabo para encontrarse en esa región; por lo pronto, no despertaría sospechas en los demás.
La falta de palabras se estaba tornando llamativa. Ninguno había pronunciado nada porque nada debía ser dicho. Estaban en el límite mismo de sus existencias, avanzando línea a línea, si se puede expresar así, ya que eran un grupo de viejos amigos escritores que se habían reunido a despedir a uno de ellos: el primero. Desde sus pies, cuando avanzaban, el mundo se iba formando y las cosas se establecían al mismo tiempo que las palabras que las designaban. Antes de la alfombra no existía la palabra “alfombra”; sólo cuando se sentía el contacto mullido bajo los zapatos se materializaba el concepto, que no se pronunciaba.
Uno de los hombres sacó de un bolsillo interior de su saco una cigarrera, y con un gesto convidó a los presentes. Todos denegaron, salvo uno, que se levantó y aceptó gustoso un cigarro y fuego. Luego se sentó y, entre las volutas de humo que comenzaban a esparcirse por el recinto, volvieron a quedar en silencio. Mirando el retorcido dibujo que en el aire hacía el humo, que se asemejaba a un dragón descoyuntado, que viboreaba y se replegaba innumerables veces, comenzaron a prestar atención a lo que los rodeaba. Estaban, sin lugar a dudas, en la sala en donde su buen amigo Howard había pasado la mayor parte del tiempo. Cada detalle contenía ecos del ausente: el hato de cartas sobre la mesa de vidrio, las pinturas en sus marcos dorados, el tapiz que adornaba la pared más ancha, el pesado cortinaje de terciopelo borgoña, de doble barral, que ocultaba la oscuridad de la noche, allá fuera, las columnas de piedra, que se perdían en la alta penumbra sin poder saber exactamente dónde estaba el cielo raso. Reconocieron en los sillones, en donde se sentaban de a dos o en soledad, el espíritu megalómano de su maestro. Sonrieron levemente, pero al instante sus sonrisas se evaporaron cuando recordaron que él ya no estaba.
Con manos penosas habían sepultado al amigo querido, ése que había sido inspiración y acicate para la profesión. Sus palabras siempre habían sido un aliciente para continuar, cuando uno sentía perder el rumbo. Y ahora esas manos recorrían los volúmenes de la biblioteca empotrada que amarronaba las paredes con sus lomos. En grafía dorada, blanca, o inexistente, gritaban con calma los títulos que su amigo había leído.
Las historias antiguas se levantan. Sienten la presencia de la víctima, que no puede sustraerse al arrobo de contemplarlas. Quiere vivirlas. Alguien siente curiosidad, y esa es su perdición. Nunca dejamos de curiosear. Queremos vivir otras vidas. Y ese alguien se muerde los labios, se aprieta las manos y se dirige hacia las historias. Abre sus páginas. Las huele. (El aroma del polvo es una fragancia exquisita). Las acaricia con las yemas. Se detiene en la textura de la letra impresa. El ojo acaricia también, y es ahí donde ya no hay retorno: la maldición de la lectura vuelve a la vida al libro, al demonio embelesador que cada libro lleva dentro.
El que contemplaba los lomos de los libros se volteó y miró a los demás. Todos levantaron la cabeza. Sabía que tenía que hablar.
Ha venido a hacer algo, y eso ya está hecho, ¿no?
No. Ahora debe hacer algo más. Debe contar su historia. Algo que justifique su posición en ese lugar. Miró a sus amigos, a sus camaradas durante tantos años y supo que es ya un hombre grande, que las arrugas del viejo que enterraron se ciñen en su cuerpo y poco a poco van comiendo su piel como un ácido. No. No quiere ser el próximo. Quiere contar su historia.
De repente un ruido se sintió de la oscuridad proveniente de afuera. Uno de los hombres venció el miedo que presentía en los demás y de un salto se levantó y, con determinación, descorrió las cortinas. El aire denso de la noche era una pared infranqueable. No se podía ver nada. La casa estaba inmersa en un mar de tinieblas. Sería una larga noche.
El vidrio los protegía. Lo que hubiera más allá de los ventanales no entraría. De nuevo el sonido. Como si la casa crujiera. Algunos suspiraron aliviados. Era sólo una vieja mansión con sus ruidos. Para los otros, podía ser una criatura que intentaba escarbar en la pared, intentando horadar la piedra y hacerse con sus presas.
El hombre que había abierto las cortinas se sentó.
Comenzó a hablar, y su voz atiplada rebotó en los objetos que poblaban las mesas y los anaqueles: carpetas, hojas, piedras violáceas y verdes, máscaras mortuorias, velas, trozos de soga y tapices, tapetes con arabescos y pesados cortinados de terciopelo.
Es la hora de empezar, dijo. Les voy a contar una historia.
Hizo silencio y dirigió la vista al fuego que crepitaba en la chimenea. Sobre la repisa una foto del grupo de amigos, de una excursión que habían hecho mucho tiempo atrás a las montañas, los observaba. En ella todos eran más jóvenes. Una extraña algarabía matizaba los rostros barbados.
Ninguno pronunció nada, porque querían que su amigo se tomara su tiempo para hablar. Entre tanto el mayordomo entró y les llenó las copas. Ninguno vio de dónde había salido, pero el imperturbable hombrecito, rígido en su traje, caminó con pasos nerviosos y se detuvo junto a cada copa. Luego se marchó. Nadie le prestó atención. Todavía estaban embelesados con el sonido de la voz del que había comenzado a hablar. Los sonidos se habían perdido en el lugar, y cada cosa había absorbido algún eco, reteniendo un recuerdo del momento que había pasado.
Se arrebujaron más junto al fuego y se dispusieron a oír una historia.
El que había hablado se aclaró la garganta y los miró de hito en hito. Sus ojos parecían poseídos, enrojecidos por la bebida o los nervios. Poco a poco los fue reconociendo, y sonrió. Quién sabía por qué raros lugares había andado su mente. Pero ahora volvía. Había vuelto y lo que vio lo reconfortaba.
Cuando pareció que iba a empezar, alguien lo interrumpió.
¿Es tu historia la que vas a contar?, preguntó.
Es una historia de horror, dijo.
Y comenzó a hablar.
—En 2020 Muerde Muertos reeditó tu primera obra publicada, El cazador de mariposas, que había aparecido en el 2009 por Ediciones de la Cultura. ¿Qué cambió entre el autor del 2009 y el actual? ¿Qué se conservó? ¿Cuáles son las enseñanzas principales de estos años de escritura, publicaciones, charlas?
—Lo que cambió es que el del 2009 era un autor de 27 años con muchos proyectos e ideas, y el actual escritor tiene 39 años y sigue con muchos proyectos... aunque con bastante menos cabello en la cabeza. Cuando empecé a publicar no conocía a casi nadie del ambiente literario. Hoy día tengo muy buenos amigos en este recorrido. Trato de no cambiar mucho de ese veinteañero a este casi cuarentón. Siempre tengo presente al chico de doce años que soñaba ser novelista. El ejercicio de la humildad es lo que me mantiene atento para no defraudar a ese chico.
—¿Qué significó para vos encarar la recopilación de Osario común. Summa de fantasía y horror, publicada por Muerde Muertos en el 2013?
—Fue una tarea enriquecedora. Disfruté y aprendí leyendo y releyendo cuentos. Es un orgullo haber impulsado este conjunto con diecisiete colegas de gran valor.
—Este año participaste de la edición argentina de Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana (Muerde Muertos, 2021) de Ricardo Rincón Huarota. ¿Qué te atrajo del autor y en particular de esta obra?
—Me hizo sentir como cuando era un chico que leía cuentos de terror en mi pueblo. Disfruté mucho Insepulto, y quería que más y más lectores lo hicieran. Son una variedad de relatos estremecedores, desenfadados. La esencia del cuento de terror está en ellos.
—¿Cómo nació El horror de Providence? ¿Cuánto tiempo le dedicaste a la corrección y escritura? ¿Cómo fue el proceso?
—La novela El horror de Providence surgió como un desafío de ponerme en la piel de los grandes autores del terror que me formaron como lector y escritor. La idea estuvo en mi cabeza durante varios años. Arranqué allá por el 2013 y dejé el proyecto relegado durante un tiempo mientras escribía otros libros. Lo retomé cuando sentí más confianza. Era un plan difícil y de compleja ejecución. Tardé cinco años en plasmarlo. Leí y releí a mis autores preferidos, porque debía empaparme de sus obras y de sus vidas. Es un homenaje, y también algo más: es mi postura sobre el terror actual.
—Actualmente coordino un taller de escritura en mi casa, y participo de un espacio virtual llamado Entreleer, con personas de Punta Alta. Ambos lugares son idóneos para quien le guste escribir, o sea bibliófilo, o disfrute de las buenas lecturas. Intercambiar lecturas es algo que me gusta mucho. Recuerdo que cuando era chico lo hacía con mi mamá, ambos charlábamos largas horas sobre autores tan diversos como Stephen King o William Peter Blatty.
—En pleno siglo XXI, con una supremacía de las redes sociales y la inmediatez, ¿hay lugar para reunirnos a contar historias alrededor de una fogata?
—¡Siempre hay lugar! Nada detiene el placer de las historias. La inmediatez, las redes sociales, o lo que sea, no compite ni opaca el ritual de contar historias alrededor de una fogata. Todo se fagocita y se aprovecha. Nada puede contra la alegría de juntarse a contar historias. No hay que luchar contra nada: simplemente lo nuevo es apropiado y los narradores lo funden en su obra.
—Su manejo del misterio es extraordinario. Exagera la tensión, algo que me encanta, y me espeluzna. En las montañas de la locura es mi narración favorita.
—Sigamos por Stephen King.
—King tiene el don de contar lo que sea de manera entretenida. Creo que su gran fortaleza es narrar las relaciones humanas con gran franqueza. De él elijo Los tommyknockers y Cementerio de animales.
—Edgar Allan Poe.
—Me edifica releerlo. Sus ideas no han perdido vigencia. “La caída de la casa Usher” es la historia a la que más vuelvo.
—Peter Straub.
—Es rebuscado, por momentos complejo, un artífice de las palabras. Me enloquece Fantasmas. Aprendí muchas cosas con ese libro.
—Clive Barker.
—Su estilo es directo, carnal y sensual. Describe el dolor y el placer con la misma intensidad. Es entretenimiento puro. Destaco su cuento “Lo prohibido” como un ejemplo de su sabiduría.
—Ramsey Campbell.
—Es el escritor más cruel y oscuro que he leído. Entrar en su obra es un túnel de casita de terror, pero en donde todo es real. Su mejor obra, a mi entender, es La secta sin nombre.
—Richard Matheson.
—Leer algo de su estilo gratifica, y dan ganas de ponerse a escribir. Recomiendo La casa infernal.
—Robert Bloch.
—La tensión bien dosificada es su punto más alto. Hay que leer Psicosis, obvio.
—Dan Simmons.
—El escritor más versátil de este ránking. La imaginación que tiene es incomparable. Mis preferidas son Hyperion y La caída de Hyperion.
—Nada cambia en esa habitación, nunca. El horror de Providence es una pequeña ventana a ella. En cuanto a ese lugar, la cara rota de un ser sin ojos me susurra que te diga que no existe. Y te invita a que pronto te nos unas.
—¿Qué les recomendarías a los lectores y lectoras que quieran visitar El horror de Providence?
—Que se preparen a atravesar el umbral, porque esa puerta no tiene picaporte por dentro. Y que abandonen toda esperanza al entrar.
Un Chevrolet negro encabezaba la marcha y aceleraba sobre el negro pavimento. Detrás venían los demás. Un Ford gris, que se perdía entre la tonalidad de los pantanos que circundaban la región, sucedía al primer auto. En él iban dos hombres de cejas pobladas y aire circunspecto. Apenas hablaban. Hacía más de cincuenta kilómetros que no cruzaban palabra. Detrás del volante del tercer coche se advertía un rostro pálido hasta lo increíble, que flotaba en la atmósfera enrarecida del vehículo. Hacía rato que la calefacción funcionaba a toda máquina y el aire se volvía incómodo y difícil de respirar. Lo que chocaba contra sus fosas nasales parecía el aire caliente de un secador de pelo. Un cuarto auto, blanco como la cal, pero deslucido y sucio, cerraba la comitiva. Dos hombres cerraban la marcha en él; estos estaban desbordados, con los ojos enrojecidos, el rostro desencajado, ojeras muy marcadas y una mirada vidriosa que hacía suponer que no descansaban bien desde, por lo menos, un par de días.
Las ramas de los antiguos árboles se elevaban temblorosas, como dedos sin carne de hombres inmensos. A un lado y otro de la ruta estaban la foresta ennegrecida y las montañas heladas a lo lejos. Como un camino hecho de hormigas, los cuatro autos se perseguían en la ruta, siempre equidistantes, siempre respetándose. En la cima de una lomada vieron los hombres la majestuosa casa que buscaban, y quedaron sin aliento, sorprendidos y horrorizados. Luego descendieron y se acercaron a la construcción.
Estacionaron en medialuna y bajaron de los coches. Los esperaba el mayordomo, que los recibió y los condujo al interior del edificio. Uno de los viajeros, antes de entrar, observó los techos altos, las cuatro torres almenadas, las innúmeras ventanas en cada ala. Caminaron sin hablarse; simplemente, descendieron de los vehículos y se dejaron llevar adentro. No tenían ánimo para charlas. El sol ya estaba oculto.
El mayordomo los condujo a través de las habitaciones hasta el patio trasero. No se detuvieron en la contemplación de las fastuosas cámaras, doradas, bermejas y plateadas; algunas más lúgubres que otras. Ya habría tiempo. Se dirigieron a la explanada que se encontraba más allá de la última puerta. Un sinfín de arbustos ralos, malignos, se apretujaban en la tierra particularmente árida de la zona. Una mezcla de arena y ceniza se entremezclaban en el piso, haciéndolo duro pero maleable. El patio trasero semejaba un laberinto de ligustros achaparrados, pero en realidad el azar había decidido hacer crecer maleza acá o allá. Avanzaron cabizbajos, fijándose dónde ponían el pie, hasta que alguno vio la pala.
Hubo un correteo de algo que huía entre las zarzas y a alguien se le precipitaron los latidos. Luego suspiró y bufó. En silencio se acercaron al pozo y a la pala clavada en el montículo.
El cajón había sido cerrado con clavos por una mano inexperta. Unas sogas estaban tiradas en el piso, como el cuero de una serpiente secándose a la intemperie. Se quedaron en silencio mirando alternadamente el pozo y el cajón, y de vez en cuando se dirigían miradas inquisidoras. Así estuvieron un rato. Lo único que se movía eran los ojos de los convidados. Un hondo pesar los conmovió en sus pechos, y se oyeron unos resoplidos. No supieron cuánto estuvieron allí; pero en determinado momento, todavía sin pronunciar palabra alguna, pusieron manos a la obra.
El cajón descendió mientras cuatro de ellos trajinaban con las cuerdas, dejadas ahí para esos menesteres. No pesaba tanto como suponían. Podía estar lleno de piedras, porque ninguno lo había abierto. Pero no era necesario. Sabían que en él se encontraba el cuerpo. Nunca los pasos de ese hombre iban a oírse en las calles pavimentadas de la región. Su máquina de escribir iba a quedar estática y se llenaría de polvo. Su pluma no pergeñaría largas y rebuscadas cartas. Todos, al pie del pozo, miraron cabizbajos el ataúd y pensaron en la cara del occiso, pero ninguno pudo formarla en su mente. Una pátina gris se afanaba en desdibujar los rasgos que pretendían formar. Uno de ellos tomó la pala y comenzó a echar tierra sobre la madera. Cada terrón sonaba hueco y reverberaba extrañamente en el aire quieto de la noche. Cuando hubieron concluido se miraron, y era como si algo se hubiera roto. Se reconocieron, pero nadie habló. Aún no podían articular ningún sonido. Era como si un extraño encantamiento se hubiera posado sobre ellos. Uno intentó pronunciar algo, pero desistió cuando no encontró palabras, o las olvidó, o su garganta, forzada, se negó a decir algo. Entonces se volvieron y caminaron hacia la casa.
Al entrar, el mayordomo les tomó las camperas y los condujo hacia la sala. Había un buen fuego, al que se arrimaron. Se dejaron caer en los sillones altos, gastados, y sonrieron complacidos cuando el mismo hombre de talante enigmático les sirvió una bebida oscura. Era un vino excelente, les dijo, que el dueño de casa había guardado para agasajarlos, y que no había querido que se abriera hasta que una ocasión lo ameritase. Brindaron por el viejo amigo que ya no estaba. Aún tiritaban, no tanto por el frío que se había adherido a sus pulmones sino por la tarea que acababan de realizar. Pero no sólo a sus pulmones el frío había invadido. Uno de ellos sentía la piel tirante sobre los pómulos, y se desesperó pensando en una lonja de aire frío pegada a su piel. Intentó sacársela, palmeándose con desesperación bajo un ojo. Pero desistió cuando se dio cuenta de su exageración. Lo mirarían raro. Ya era bastante irreal el motivo que los había reunido allí, como para tener que anteponer una conducta impropia, que rompiera el extraño protocolo que se habían impuesto... o que en todo caso iban descubriendo sobre la marcha, ya que nadie hablaba, aunque todo parecía estar determinado desde antes. Entonces, el que creía que el frío estaba adherido a su cara, se rascó la bolsa bajo un ojo, haciéndose el pensativo, como para no llamar la atención con ademanes impropios. Luego cerró los ojos y se los refregó. Este último gesto, le pareció, se condecía con el largo viaje que habían tenido que llevar a cabo para encontrarse en esa región; por lo pronto, no despertaría sospechas en los demás.
La falta de palabras se estaba tornando llamativa. Ninguno había pronunciado nada porque nada debía ser dicho. Estaban en el límite mismo de sus existencias, avanzando línea a línea, si se puede expresar así, ya que eran un grupo de viejos amigos escritores que se habían reunido a despedir a uno de ellos: el primero. Desde sus pies, cuando avanzaban, el mundo se iba formando y las cosas se establecían al mismo tiempo que las palabras que las designaban. Antes de la alfombra no existía la palabra “alfombra”; sólo cuando se sentía el contacto mullido bajo los zapatos se materializaba el concepto, que no se pronunciaba.
Uno de los hombres sacó de un bolsillo interior de su saco una cigarrera, y con un gesto convidó a los presentes. Todos denegaron, salvo uno, que se levantó y aceptó gustoso un cigarro y fuego. Luego se sentó y, entre las volutas de humo que comenzaban a esparcirse por el recinto, volvieron a quedar en silencio. Mirando el retorcido dibujo que en el aire hacía el humo, que se asemejaba a un dragón descoyuntado, que viboreaba y se replegaba innumerables veces, comenzaron a prestar atención a lo que los rodeaba. Estaban, sin lugar a dudas, en la sala en donde su buen amigo Howard había pasado la mayor parte del tiempo. Cada detalle contenía ecos del ausente: el hato de cartas sobre la mesa de vidrio, las pinturas en sus marcos dorados, el tapiz que adornaba la pared más ancha, el pesado cortinaje de terciopelo borgoña, de doble barral, que ocultaba la oscuridad de la noche, allá fuera, las columnas de piedra, que se perdían en la alta penumbra sin poder saber exactamente dónde estaba el cielo raso. Reconocieron en los sillones, en donde se sentaban de a dos o en soledad, el espíritu megalómano de su maestro. Sonrieron levemente, pero al instante sus sonrisas se evaporaron cuando recordaron que él ya no estaba.
Con manos penosas habían sepultado al amigo querido, ése que había sido inspiración y acicate para la profesión. Sus palabras siempre habían sido un aliciente para continuar, cuando uno sentía perder el rumbo. Y ahora esas manos recorrían los volúmenes de la biblioteca empotrada que amarronaba las paredes con sus lomos. En grafía dorada, blanca, o inexistente, gritaban con calma los títulos que su amigo había leído.
Las historias antiguas se levantan. Sienten la presencia de la víctima, que no puede sustraerse al arrobo de contemplarlas. Quiere vivirlas. Alguien siente curiosidad, y esa es su perdición. Nunca dejamos de curiosear. Queremos vivir otras vidas. Y ese alguien se muerde los labios, se aprieta las manos y se dirige hacia las historias. Abre sus páginas. Las huele. (El aroma del polvo es una fragancia exquisita). Las acaricia con las yemas. Se detiene en la textura de la letra impresa. El ojo acaricia también, y es ahí donde ya no hay retorno: la maldición de la lectura vuelve a la vida al libro, al demonio embelesador que cada libro lleva dentro.
El que contemplaba los lomos de los libros se volteó y miró a los demás. Todos levantaron la cabeza. Sabía que tenía que hablar.
Ha venido a hacer algo, y eso ya está hecho, ¿no?
No. Ahora debe hacer algo más. Debe contar su historia. Algo que justifique su posición en ese lugar. Miró a sus amigos, a sus camaradas durante tantos años y supo que es ya un hombre grande, que las arrugas del viejo que enterraron se ciñen en su cuerpo y poco a poco van comiendo su piel como un ácido. No. No quiere ser el próximo. Quiere contar su historia.
De repente un ruido se sintió de la oscuridad proveniente de afuera. Uno de los hombres venció el miedo que presentía en los demás y de un salto se levantó y, con determinación, descorrió las cortinas. El aire denso de la noche era una pared infranqueable. No se podía ver nada. La casa estaba inmersa en un mar de tinieblas. Sería una larga noche.
El vidrio los protegía. Lo que hubiera más allá de los ventanales no entraría. De nuevo el sonido. Como si la casa crujiera. Algunos suspiraron aliviados. Era sólo una vieja mansión con sus ruidos. Para los otros, podía ser una criatura que intentaba escarbar en la pared, intentando horadar la piedra y hacerse con sus presas.
El hombre que había abierto las cortinas se sentó.
Comenzó a hablar, y su voz atiplada rebotó en los objetos que poblaban las mesas y los anaqueles: carpetas, hojas, piedras violáceas y verdes, máscaras mortuorias, velas, trozos de soga y tapices, tapetes con arabescos y pesados cortinados de terciopelo.
Es la hora de empezar, dijo. Les voy a contar una historia.
Hizo silencio y dirigió la vista al fuego que crepitaba en la chimenea. Sobre la repisa una foto del grupo de amigos, de una excursión que habían hecho mucho tiempo atrás a las montañas, los observaba. En ella todos eran más jóvenes. Una extraña algarabía matizaba los rostros barbados.
Ninguno pronunció nada, porque querían que su amigo se tomara su tiempo para hablar. Entre tanto el mayordomo entró y les llenó las copas. Ninguno vio de dónde había salido, pero el imperturbable hombrecito, rígido en su traje, caminó con pasos nerviosos y se detuvo junto a cada copa. Luego se marchó. Nadie le prestó atención. Todavía estaban embelesados con el sonido de la voz del que había comenzado a hablar. Los sonidos se habían perdido en el lugar, y cada cosa había absorbido algún eco, reteniendo un recuerdo del momento que había pasado.
Se arrebujaron más junto al fuego y se dispusieron a oír una historia.
El que había hablado se aclaró la garganta y los miró de hito en hito. Sus ojos parecían poseídos, enrojecidos por la bebida o los nervios. Poco a poco los fue reconociendo, y sonrió. Quién sabía por qué raros lugares había andado su mente. Pero ahora volvía. Había vuelto y lo que vio lo reconfortaba.
Cuando pareció que iba a empezar, alguien lo interrumpió.
¿Es tu historia la que vas a contar?, preguntó.
Es una historia de horror, dijo.
Y comenzó a hablar.
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