Por José María Marcos y Fernando Figueras, especial para INSOMNIA, Nº 222, junio de 2016
Martín Etchandy es licenciado en Comunicación Social (UNLP) y docente. Publicó tres libros de poesía: Azul de sombra (1997), Eterno y fugaz (2003) y La poesía o nada (2008). Es autor además de las obras teatrales Sopa de cretinos y Risas modestas, pertenecientes al género humorístico. Escribe también cuentos y críticas cinematográficas, producto de su pasión por el séptimo arte. Ha trabajado como productor y guionista en diversos ciclos de radio. Muchos de sus poemas y cuentos circulan por la web en distintas revistas y han sido publicados en numerosas antologías. Reside actualmente en la ciudad de Bahía Blanca. En abril de 2016, Editorial Muerde Muertos le publicó el volumen de cuentos satíricos Estoy harto de que me saquen fotos en la Colección Ni Muerde Ni Muertos.
—Estoy harto de que me saquen fotos es tu primer libro de cuentos. Tenés editados tres de poesía. ¿Cómo fue el pasaje de la poesía a la narrativa?
—Me inicié escribiendo poemas porque supongo fue la mejor manera de expresarme (y, como dice Sabato, “exorcizar mis demonios”) en aquellos complicados días de la adolescencia. Pero al poco tiempo empezaron a surgir algunos relatos breves, aunque sin la consistencia necesaria como para ser publicados. Digamos que la “caja de la narrativa” se destapó para mí hace unos tres o cuatro años, cuando empezaron a aparecer narraciones más sólidas y elaboradas, supongo como resultado de cierta madurez. Hoy el poeta y el narrador conviven dentro de mí podríamos decir que armoniosamente, no se han producido mayores altercados entre ellos.
—Como dice José Luis Visconti en la contratapa, tus relatos tienen un fuerte componente del monólogo teatral y del stand-up. ¿Fue una decisión consciente usar ese modelo?
—No, supongo que el componente teatral se cuela inevitablemente porque hice teatro durante muchos años y eso, supongo, te da cierta habilidad a la hora de escribir diálogos, porque uno debe improvisar diálogos todo el tiempo cuando realiza ciertos ejercicios teatrales. Y también ayuda a la hora de lograr que los personajes hablen de una manera espontánea, coloquial, muy parecida a como lo hace la gente en su vida cotidiana. Te “aliviana” los diálogos, hace que suenen frescos. Además el teatro es síntesis, pensá que a veces se cuentan muchísimas cosas de varios personajes en apenas una hora de obra, y supongo eso también me ayuda a ir al grano en los cuentos, trato de no hacerle perder un segundo al lector.
—Sos periodista, docente y actor. ¿Qué hay de estas profesiones en tu narrativa?
—Tanto la escritura, como el periodismo, la docencia y la actuación tienen en común que son formas de comunicación. Por eso creo que me considero más un “comunicador” antes que escritor y todo lo demás. El periodismo es una gran escuela de escritura, sin dudas, en la facultad me hicieron escribir desde crónicas de recitales hasta entrevistas a un economista. Por momento pensé que terminaría en alguna clase escribiendo el horóscopo, no faltó mucho. En Estoy harto de que me saquen fotos hay textos que tienen un formato periodístico, más precisamente una reseña sobre un escritor apócrifo.
—Tu humor dejaría entrever que pensás que la humanidad no tiene arreglo. ¿Pensás eso? ¿Qué es para vos el humor?
—Por supuesto que los seres humanos no tenemos arreglo, somos imperfectos por naturaleza, pero creo que en estos momentos estamos por alcanzar la cúspide de nuestra imperfección, lo cual les garantiza un promisorio futuro a los psicólogos y los periodistas de Policiales. La locura, que antes era algo extraordinario, se cuela cada vez más en lo cotidiano (hace poco vimos una noticia de personas que se agarraron a golpes dentro de un colectivo debido a una disputa por un asiento). Por eso ahora la vida cotidiana más que nunca puede traer escondida una dosis de locura, de terror, dispuesta a desatarse en cualquier momento, en medio de la cola en el supermercado, o de un colectivo para ir al laburo, o en una persona que te chocás sin querer en la vereda porque el estúpido venía embobado con su celular. En este contexto, supongo que el humor puede ser una buena herramienta para “alivianar” una forma de vida que se presenta cada vez más atravesada por incertidumbres, presiones y angustias.
—En tus tres primeros cuentos (“Cada vez que voy a un circo”, “Usted no tiene nada” y “Un préstamo”) los protagonistas tienen encuentros inquietantes. Teniendo en cuenta estas historias, ¿qué es peor: tratar con un payaso de circo, un médico o una almeja?
—Una almeja siempre será más barata que un médico. Y también le vamos a entender con mayor claridad lo que diga. Los payasos tienen cada vez menos motivos para reírse, si tratamos con ellos no sería extraño que terminemos psicoanalizándolos. Supongo que la almeja es quien sale mejor parada en esta historia.
—¿Qué nos podés decir de “El ladrón y su víctima”? Hace poco sucedió algo así en un avión. Sin revelar su desarrollo, ¿qué sentiste al ver que algo tan disparatado ocurría en la vida real?
—Pánico, sentí pánico de que una situación tan absurda que planteo en un cuento luego sea superada por la realidad. Porque esa es la palabra, “superada”, lo que pasó en ese avión en el cual un pasajero quiso sacarse una selfie con el tipo que lo estaba secuestrando supera lo imaginable. Pensar que tus delirios pueden tener correlato en la vida real no es para nada tranquilizador, más bien lo contrario.
—¿Existió el tío Felipe que describís en uno de tus cuentos?
—No existió él pero sí otros tíos (de mi papá, sobre todo) que tenían algunas de sus características, su generosidad, sus excesos. Bastó tomar algunas anécdotas, imaginar un poco y el cuento cobró vida enseguida.
—En ese mismo relato decís: “Algunos seres tienen el don de anudarse para siempre a la memoria de quienes los conocieron”. Esto pasa en la vida y pasa en la literatura. ¿Qué escritores quedaron anudados a vos para siempre?
—Hay escritores que han quedado anudados para siempre, más que a mi memoria, me animaría a decir a mis vísceras. Bradbury, Roal Dahl, Borges, Bioy Casares, Sabato, son algunos de ellos. Woody Allen me ha ayudado a pensar, a imaginar y a seguir vivo. También Saki me ha alegrado varias veces, lo mismo que Fontanarrosa o Quino, ellos podrían ser considerados una especie de “tíos” para mí.
—En “Ciencias ocultas” hablás de espiritismo y fantasmas. ¿Creés en esas cosas? ¿Tuviste alguna experiencia relacionada a estos temas?
—No he tenido mayores experiencias terroríficas en mi vida, más allá de haberme quedado encerrado en un ascensor por un buen rato en dos oportunidades y que me hayan sacado arrastrándome por un hueco. Tengo idea de haber visto un OVNI en cierta oportunidad en que viajaba en un colectivo de larga distancia, una luz que al costado de la ruta realizaba movimientos fuera de lo común. Pero me encantaría, por supuesto, comunicarme con ciertos espíritus. Daría lo que fuera por charlar un rato con el espíritu de Borges, preguntarle por ejemplo qué piensa de facebook, de las vedettes que publican libros de poemas o de “Gran hermano” (el programa televisivo), escucharlo tirar esas frases lapidarias y a la vez geniales que tenía.
—En “No me gustan las sorpresas” un hecho minúsculo poco a poco se va transformando en una tragedia. ¿Tenés miedo a lo inesperado? ¿A lo que pueda estar ocurriendo fuera de tu control?
—Sí, por supuesto, es un poco lo que comentaba antes. La vida se ha vuelto para la gran mayoría de los mortales cada vez más imprevisible, y eso siempre asusta un poco (o mucho). Creo que en No me gustan las sorpresas el tema es la paranoia, cada vez más justificada, del ser humano actual. El cuento parece cómico por momentos, pero en el fondo es terrorífico: el personaje sabe que algo verdaderamente inesperado le sucederá sin dudas en algún momento del día, sin saber qué (aunque suponiendo que será desagradable) y sin tener idea de las posibles consecuencias. ¿A quién no lo pondría nervioso?
—Por último, en “Lev Hedor: la obra de un escritor genial” se nombran las siguientes obras: La mozzarella de los inviernos lejanos, Plegaria para una bragueta y Los soderos vencerán. Si se hace una película con alguna de ellas, ¿en cuál te gustaría actuar? ¿Qué director elegirías? ¿Cuál sería el elenco?
—La mozzarella de los inviernos lejanos podría ser un gran drama romántico, como esos dramones italianos que hacían Sofía Loren y Marcello Mastroiani. Pienso en un triángulo amoroso y no puedo evitar pensar en Baby Echecopar, Vicky Xipolitakis y Claudio María Domínguez en los roles principales. Ella (con un pañuelo “a la Ingrid Bergman” en su cabeza) debe elegir entre la rudeza de Baby y la armonía de Claudio, todo mientras un avión se cae a pique, digamos que en Italia, para justificar la cuestión de la mozzarella. Norma Aleandro sería la directora, por supuesto, aunque Víctor Maytland (el director argentino de películas porno) también sería una excelente elección.
ASÍ ESCRIBE. El cuento “No me gustan las sorpresas” forma parte del libro Estoy harto de que me saquen fotos de Martín Etchandy (Muerde Muertos, 2016)
No me gustan las sorpresas. Para nada. Y menos las que te organizan los demás. Eso de que todos estén tramando algo y esperen que alguien en un momento determinado ponga cara de asombro o entre en un estado de shock, no me causa ninguna gracia. Demasiadas sorpresas se nos presentan en esta demoníaca vida cotidiana. ¿No es suficiente con tratar de llegar ilesos a casa de noche? ¿O con no saber si al final del día habremos sobrevivido a embotellamientos, asaltos, picos de presión y promociones de compañías de celulares que nos taladran los nervios?
Por eso me inquietó un mensaje que recibí en la mañana del último jueves. Por debajo de la puerta pasaron un sobre negro tan mal pegado, que me costó trabajo abrirlo sin que se rompiera. Una tarjeta en su interior me alertaba: “Usted hoy recibirá una sorpresa”. Era lo único que decía, y debajo, con letra diminuta, aparecía la única firma: “Sorpresas International Inc.”. Tras consultar a mi desvalida memoria, recordé que se trataba de una agencia mundial encargada de organizar sorpresas a pedido. Había leído algo sobre ellos en internet: una severa denuncia de un damnificado al cual le habían metido un enorme tiburón blanco mientras hacía la plancha en una pileta. Menuda sorpresa.
Era el momento de salir y por mi mente comenzaron a circular las más variadas hipótesis. ¿Sería una ocurrencia de mi novia, quien conociendo mi fobia a este tipo de cosas se había encargado de organizar el bendito suceso? ¿Estaría enojada porque me niego a convivir con ella a pesar de nuestros seis años de noviazgo o porque le encajé un bife a su sobrino ese día en que lo llevamos al cine y el nene no paraba de hacer ruido revolviendo el balde con pochoclos? Mi mamá no era. Ella nunca me haría algo tan tenebroso como organizarme una sorpresa sabiendo los años de terapia que me llevó superar el pánico producido por el payaso que contrató cuando cumplí tres años.
Sin tener idea de quién sería el responsable y con la certeza de ese infierno llamado incertidumbre acompañándome el resto del día, salí a trabajar con el mejor ánimo posible. Al mirarme en el espejo del ascensor noté mi cara demacrada. ¡El ascensor! ¿Cómo no lo había pensado antes? Si hay un lugar en el cual se puede poner nervioso a alguien es en un ascensor, porque allí lo único seguro es saber que no vas a poder salir hasta llegar al piso correspondiente. Miré el techo, temiendo que en un momento se deslizara hacia un costado y cayera una lluvia de globos o algo por el estilo sobre mi la cabeza. Nada sucedió. En el tercer piso subió un anciano, pero lejos de ser parte de sorpresa alguna el hombre se puso a toser de una manera que por momentos pensé que terminaría reanimándolo en la planta baja.
Salí apurado del edificio y decidí hacer algo inteligente: romper la rutina. Cualquiera que hubiera organizado una sorpresa, sabría de antemano mis movimientos. ¿Cómo sorprender a alguien si no adelantándose a lo que va a hacer? Cambiar mis hábitos de repente era una buena forma de aguarle los planes a los emisarios de la empresa. ¿Y si era yo el que los sorprendía a ellos? La sola posibilidad de que esto sucediera transformó mi miedo en entusiasmo. Un desafío se me presentaba.
Desistí de tomar el subte de costumbre y paré el primer taxi que pasó. Antes de llegar a mi oficina le pedí que diera una vueltas, para pasear un poco. El taxista me miró incrédulo y emprendió un ridículo recorrido. Entré en mi trabajo a paso veloz, sin saludar y tratando de esquivar a cualquier desconocido que se me cruzara por el camino. “Nada desconocido hoy”, pensé.
La mañana avanzó entre una verdadera constelación de precauciones. Revisé mi silla antes de dejarme caer sobre ella, pasé una lupa sobre el teclado de la computadora, chequeé cada enchufe y tomacorriente que uso, ni siquiera me animé a tomar agua del dispenser. Los momentos de mayor nerviosismo los viví en el baño (donde uno es particularmente vulnerable), ya que oía los pasos de mis compañeros de trabajo entrando y saliendo, lo cual me alteraba. Más aún cuando, sentado en el inodoro, vi por debajo de la puerta algunos pies con calzados que no reconocía. Solamente usé las canillas que otra persona había abierto antes. “Qué necesidad de venir a joder con una sorpresa”, me repetí varias veces intercalando dosis de hartazgo y pesar. Sobre el mediodía, me vi obligado a saltear el almuerzo y, en vez de acercarme al buffet como lo hacía habitualmente, traté de conformar mis instintos voraces con un alfajor triple que tenía guardado en el escritorio. “Si me habían preparado algo para cuando bajara al buffet, se jodieron”, pensé ilusionado.
Y así transcurrió toda la jornada, en medio de la desconfianza y miradas hacia todas partes. Traté de terminar mis tareas una hora antes del horario establecido, también para despistar, y me retiré por la puerta de servicio con el mayor disimulo posible. El resto de los planes para esa tarde (la compra de un exprimidor de cítricos, una cita con el odontólogo y el café que iba a tomar con mi amigo Alberto) fueron suspendidos y me limité a pasear por el Museo de Arte Moderno, lugar que jamás había pisado.
Otro taxi espontáneo me trajo de regreso a casa y mientras entraba al departamento pensé en algo por demás curioso: nadie me había llamado al celular durante el día, lo cual convertía a todas mis amistades y familiares (sin exceptuar a mi novia) en perfectos sospechosos de haber contratado la sorpresa. Hasta pensé que podría tratarse de un complot. “Deben ser carísimas estas sorpresas, y la única forma de solventarlas será con una colecta grupal”, ensayé como hipótesis.
Ya en casa, la tranquilidad fue devolviéndome mi relajado rostro de costumbre. Igualmente abrí la heladera con cuidado, evité sacar la bolsa de residuos y hasta desistí de abrir los placares, porque la perversión de esta gente llega a límites insospechados. Y si no, que lo diga esa pobre señora que encontró tres docenas de lagartijas cuando abrió el botiquín de su baño para buscar una gasa. Opté por lo más seguro: acostarme temprano, ni siquiera encender el televisor y mucho menos lavarme los dientes. Me puse una vieja remera que llevaba tirada unos tres días y dejé caer mi cuerpo sobre la cama.
Dios mío. No me pregunten cómo, porque en ese momento no tuve tiempo siquiera de pensarlo, pero un segundo más tarde (juro que fue un segundo, o menos) mi cuerpo estaba estrellándose contra el cielorraso. Como impulsado por una fuerza sobrehumana, salté a una velocidad sideral al punto de sentir que mi cuerpo carecía de peso y que me había convertido en una pluma disparada por un potente cañón. El golpe contra el techo me dejó inconsciente. No sé cuánto tiempo estuve tirado. Sólo recuerdo que pasé un buen rato aturdido, intentando pararme y buscando luego sin suerte el carnet de mi obra social que necesitaría en el futuro cercano. Cuando tomé el teléfono, no recordaba tampoco el número de emergencias. ¿911? ¿505? ¿273? ¿Cuál era el número de las emergencias y cuáles líneas de colectivos? No podía distinguir la diferencia. Me llevó casi toda la noche la visita a la guardia del hospital. Y cuando mi novia, mi madre y otros conocidos se acercaron a asistirme, no sabía si agradecerles o estrangularlos por considerarlos responsables de la broma.
Nunca pude averiguar demasiado qué pasó. Un amigo ingeniero sostiene que sólo un moderno sistema de resortes noruego disponible en pocos países es capaz de producir la fuerza que desde debajo del colchón me impulsó de esa manera. Tampoco he podido descubrir quién fue el gracioso. Todos mis conocidos me perjuran una y otra vez no haber tenido nada que ver con el asunto. Con el tiempo, recordé a un compañero de la escuela a quien una vez le corrí la silla y terminó fracturado, pero pude averiguar después que falleció hace años durante una maratón. No obstante, quien sea que haya contratado la sorpresa se excedió. Necesitaré al menos dos riesgosas intervenciones quirúrgicas con sus respectivos post operatorios para que mi tabique nasal vuelva al sitio que le corresponde. Arruinaron mi cama, la única herencia de mi abuelo Aurelio, el carnicero. Sobresaltaron con el golpe a mi vecino del piso superior. Y tengo un buen presupuesto de arreglos por los trozos que se desprendieron del techo y la mesita de luz que aplasté al caer. No hablemos del velador, que acompañó mis sueños desde la niñez, protegiéndome de cucos y sombras, y que terminó convertido en poco más que polvo. Por eso, estallo de ira cada vez que pienso (y lo pienso todo el tiempo): “Lo lograron. Los hijos de puta lo lograron”. +Info