“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

El mundo de Juan Antonio Molina Foix

Erudición y pasión por la
literatura y el cine de terror

Por José María Marcos, exclusivo para INSOMNIA, Nº 202, octubre de 2014

El español Juan Antonio Molina Foix visitó Argentina en mayo de 2014 para ser parte del 1º Encuentro Internacional de Literatura Fantástica en Biblioteca Nacional (Buenos Aires) y del 4º Festival Azabache de Novela Negra y Policial (Mar del Plata), donde brindó conferencias y compartió charlas con una gran cantidad de autores. Editor, escritor, antólogo y traductor, Molina Foix es uno de los principales especialistas de literatura fantástica y fundó en 1973 la mítica editorial Nostromo (que dirigió hasta su desaparición en 1977). Fue jefe de producción en Alfaguara y director de Nostromo-Alfaguara (1976-7); subdirector de la revista Poesía del Ministerio de Cultura (1977-8); crítico de cine y de jazz en revistas; y guionista de cine y televisión (1963-1972). A partir de los años ochenta alterna la edición de catálogos de arte y antologías (preferentemente de literatura fantástica) con numerosas traducciones literarias así como publicaciones en fascículos (El erotismo en el cine, Las estrellas o Historia del cine) y doblaje de películas (Radioactive Dreams y The Lords of Discipline). Es autor de Horrorscope, varios ensayos sobre cine, y ediciones críticas de Drácula, El monje, La isla del tesoro, Vuelta de tuerca, El romance del bosque, el Canon de Sherlock Holmes y la Narrativa completa de Lovecraft, así como El horror sobrenatural en la literatura y otros escritos teóricos y autobiográficos y En las montañas de la locura. En un extenso y generoso diálogo con INSOMNIA, Molina Foix habla de sus comienzos, su pasión por Lovecraft, las relaciones entre cine y literatura de horror, y cuenta cuáles sus proyectos en marcha.

EL NACIMIENTO DE UN CLÁSICO: HORRORSCOPE
—En Argentina, los dos volúmenes de Horrorscope. Mitos básicos del cine de terror (Nostromo, 1974) son una referencia obligada cuando hablamos de las relaciones entre el cine y la literatura de horror. ¿Cómo surgió aquel libro? ¿Y cómo fue su concreción?
—Mis amigos Diego Lara y Mauricio d’Ors dirigían por aquel entonces una pequeña editorial llamada La Fontana Literaria y me pidieron una colaboración. En aquella época, acababa de renunciar definitivamente a convertirme en director de cine (años antes estuve a punto de dirigir en Francia un guión mío titulado Abominable, que interpretarían Christopher Lee y Barbara Steele), pero seguía muy interesado en las relaciones entre cine y literatura, y se me ocurrió hacer una antología de textos que dieron pie a películas de terror que a mí me gustaban. Hecha la selección, bastante selectiva y sujeta estrictamente a mi criterio personal (con las inevitables y dolorosas ausencias, por tratarse sólo de relatos y con el imperativo impuesto de buscar textos poco conocidos e inéditos, que tuve que traducir), el libro fue adquiriendo, a petición de mis editores, una mayor extensión que me llevó a incluir un prolijo prólogo, una exhaustiva bibliografía y, como remate, una especie de catálogo pormenorizado de los principales mitos del cine de terror, que pretendía abarcar la casi totalidad de constantes temáticas que le son propias. Poco antes de su finalización, La Fontana Literaria se fue a pique y yo convencí a mis amigos para embarcarnos en la aventura de Nostromo, por lo cual el libro salió finalmente bajo dicho sello editorial.
—¿Qué pensás de la relación entre el cine y la literatura de horror? ¿Siempre es mejor “el libro” a cualquier versión fílmica?
—Creo que ambas formas, tan viejas como los medios de expresión que las sustentan, y que comparten su carácter narrativo, están muy vinculadas entre sí y se han influido mutuamente a lo largo del siglo pasado. Es indudable que una porción muy considerable de películas de horror proviene de un material literario previo. El problema no consiste únicamente en las complejas relaciones entre la adaptación literaria y la diferente sintaxis de la película o el valor semántico de la imagen, que condicionan la realidad fílmica, la ilusión de semejanza con la realidad representada. El guión es cosa bien distinta de la película y en modo alguno prejuzga su resultado final en la pantalla. Por ello, no soy partidario de las generalizaciones: ha habido grandes textos que no han sabido encontrar su adecuado equivalente en la pantalla (pensemos en Lovecraft, o incluso Poe) y en cambio otros más mediocres hay dado lugar a obras maestras, e incluso a veces la versión fílmica ha logrado mejorar un buen texto (caso de El resplandor).
—Nostromo era tu editorial. ¿Qué otros autores publicaste?
—Comenzamos con dos autores españoles que eran buenos amigos nuestros: Carmen Martín Gaite (que además apadrinó la editorial) y José Bergamín. Luego alternamos autores extranjeros, como Marcel Schwob, Jack London, Conrad, Blaise Cendrars, Dylan Thomas, Baudelaire, Gautier, Eça de Queiroz, Gorki, Beckett, Defoe (publicamos la primera traducción al castellano de su General History of the Pyrates, atribuida hasta 1972 a un tal Capitán Charles Johnson), Dumas, Stephen Crane o Conan Doyle, con otros nacionales como Rafael Sánchez Ferlosio, Agustín García Calvo o Ramón Gómez de la Serna. De vez en cuando tocamos la faceta fantástica (en aquella época era impensable la dedicación plena a tal género): una biografía de Hoffmann, textos de Le Fanu, Ewers, H.G. Wells, Stoker, Bierce, Villiers, James Hogg, Lorrain, Janin o Maturin (primera edición en castellano de Melmoth el Errabundo), así como la biografía de Lovecraft por Sprague de Camp (al no haber podido obtener los derechos de su narrativa). Y también publicamos esporádicamente algún que otro libro de música popular, como Awopbopaloobop Alopbamboom de Nik Cohn o Historia del Blues de Paul Oliver.
—¿Qué autores te gusta releer? ¿Qué obras, en particular? ¿Por qué motivos?
—Desde hace varios años me dedico sistemáticamente a releer a ciertos clásicos, que mayormente había leído traducidos o en ediciones poco fiables. Aparte de Guerra y paz, que tenía muchas ganas de volver a leer en una buena traducción (por desgracia desconozco el ruso) y no he parado hasta dar con ella, mis últimas lecturas han sido Henry James, Stevenson y William Faulkner, en su lengua original, y tengo el firme propósito (si el tiempo lo permite) de seguir con ellos hasta completar toda su obra. Otras veces el motivo que me impulsa es puramente profesional. Para preparar antologías, cosa que hago siempre que puedo, es preciso releer constantemente. En los últimos años, aparte de autores como Hawthorne, Maupassant, Bierce, Schwob, Benson, H.G. Wells, Chesterton, O.Henry o Dickens, los que más he vuelto a leer con ese objeto han sido quizás Poe y Lovecraft. Un cuento de Poe que apenas recordaba y acabo de releer es “You Art the Man”, un excelente policial poco conocido con sabrosos tintes macabros, que incluiré en mi próxima antología.
—¿Qué traducciones te enorgullecen?
—De las más antiguas: Carmilla, Drácula (que estos días vuelve a publicarse en una edición magníficamente ilustrada), El monje, o El intocable (de John Banville). En este siglo: La noche del cazador (de Davis Grubb, novela tan buena como la película), los relatos de Machen, La isla del tesoro, el Canon de Sherlock Holmes, 13 cuentos de fantasmas (de Henry James, el mayor desafío por su extrema dificultad, y mi favorita), En las montañas de la locura o Cuentos completos de Stevenson. Menciono aparte la edición de El horror sobrenatural en la literatura y otros escritos teóricos y autobiográficos, que después de lo que me costó que alguien se interesara por ella, desgraciadamente no pudo publicarse íntegramente por razones de espacio.

EL DESCUBRIMIENTO DE LOVECRAFT

—¿Cuándo descubriste a Howard Phillips Lovecraft?
—Lo descubrí en plena adolescencia. Supe de su existencia gracias a Joan Perucho (en Amb la tècnica de Lovecraft i altres contes) y lo leí por vez primera en 1957 en la edición argentina de Minotauro de El color que cayó del cielo, con traducción de Ricardo Gosseyn. Desde entonces busqué y adquirí todas las obras suyas que pude localizar. Primero en francés y más tarde en inglés, hasta que en 1963 aparecieron en castellano “Las ratas de las paredes”, “El extraño” y “La ciudad sin nombre” (en la antología de Rafael Llopis Cuentos de terror), y dos años después el dossier “Lovecraft” en el primer número de la revista argentina Planeta (edición en castellano de la Planète francesa, dirigida por Louis Pauwels), que incluía el famoso artículo de Jacques Bergier “Lovecraft, un gran genio venido de otra parte” y una traducción de “Hypnos”.
—¿Cómo se concretó la antología El horror según Lovecraft para Siruela? ¿Cómo fue rastrear los relatos favoritos de Lovecraft, a partir de sus textos teóricos sobre el género y de las referencias en su extensa correspondencia? ¿Qué curiosidades surgieron de la investigación?
—Una vieja aspiración mía desde los tiempos de Nostromo era traducir a Lovecraft. En la época en que asesoraba a Jacobo Siruela le propuse para la colección El ojo sin párpado dos proyectos que tenía en mente: una selección de relatos suyos y una edición fiable de El horror sobrenatural en la literatura. En su lugar tuve que conformarme con la antología El horror según Lovecraft, en la que suplantándole como antólogo, oficio al que él seguramente jamás se prestaría, me limité a seleccionar una serie de relatos o pasajes de novelas que eran de su predilección. Partí de su extenso ensayo crítico que, a pesar de ciertas lagunas u olvidos, y algunas omisiones lamentables, creo que ofrece un panorama bastante completo, aunque circunscrito casi exclusivamente a la lengua inglesa, de la llamada literatura de terror. Igualmente utilicé sendas listas de sus relatos preferidos, confeccionadas por el propio Lovecraft en 1929 y 1934 para el Providence Journal y la revista Fantasy Fan. Y también me fueron muy útiles sus cinco tomos de cartas escogidas de Arkham House, en los que comenta, a veces por extenso, los textos que más le impresionaron. La primera edición en El ojo sin párpado apareció en 1988 (en dos tomitos en tapa dura) y era muy diferente de las posteriores en Libros del Tiempo (2003 y 2013). Incluía fragmentos de novelas góticas, como Sir Bertrand de Anne Lætitia Barbauld (inédita en castellano), Los misterios de Udolpho de Ann Radcliffe, El monje de Lewis, Wieland o la Transformación de Charles Brockden Brown, o La casa en el confín de la Tierra de Hodgson, y varios relatos (de Thomas de Quincey, Walter Scott, Mary Shelley, Poe, Erckman-Chatrian, Kipling y Lord Dunsany) que se suprimieron en ediciones posteriores. Como curiosidad reseñable descubrí años más tarde que el apellido de soltera de Anne Lætitia Barbauld o Mrs. Barbauld era Aikin, como una concuñada mía también escritora, que indagando un poco resultó ser pariente lejana aunque ella misma lo ignoraba.
—¿Por qué pensás que el cine no ha producido aún alguna adaptación que alcance el nivel de las obras de Lovecraft?
—Adaptar al cine cualquier relato de Lovecraft es bastante complicado por varios motivos. Aunque la extensión de varios de ellos es considerable (los de Poe padecieron el inconveniente de su brevedad), la escasez de personajes (a excepción del narrador y algún amigo ocasional), el poco interés que muestra por la trama y sobre todo la práctica ausencia de mujeres y de relaciones amorosas o sexuales, son un lastre que pesa demasiado. Por otra parte sus delirantes descripciones hiperrealistas, que conjugan la hipérbole y la desmesura con una especie de indeterminación y descreimiento, plantean un reto difícil de resolver, lo que unido a las tortuosas insinuaciones y alusiones a sensaciones inaprensibles del protagonista, cuya alterada visión subjetiva es la causa primordial del miedo que producen, imposibilitan bastante su adecuación al cine. De todas formas creo que hay un par de excepciones que lograron solventar con acierto esos serios impedimentos: el mediometraje Call of Cthulhu (2005) y The Whisperer in Darkness (2011), producidos por los indies Andrew Leman y Sean Branney, con actores completamente desconocidos. Y estoy convencido de que, con medios adecuados y talento, es perfectamente factible el traslado a la pantalla de alguna de sus obras mayores. Lástima que Guillermo del Toro, a mi juicio el más capacitado para ello, no lograra sacar adelante su ambicioso proyecto de En las montañas de la locura, del que he visto algunos bocetos impresionantes (uno de ellos lo tengo como salvapantallas de mi ordenador).
—¿Algún día se editará en castellano la extensa correspondencia de Howard Phillips Lovecraft?
—Hoy por hoy no me parece muy factible. Mi admirado Elvio Gandolfo trató de publicar algunas en Argentina, acompañadas de relatos, pero no pudo pasar del primer volumen. En España de momento no se anima ninguna editorial, pese al boom que supuso la caducidad de los derechos de HPL. Además de los cinco tomos de Arkham House que seleccionó August Derleth con Donald Wandrei (los 2 últimos con James Turner), recientemente han aparecido numerosos volúmenes monográficos con cartas de sus corresponsales más interesantes (Henry Kuttner, Robert Bloch, Samuel Loveman, Vincent Starrett, Alfred Galpin, Rheinhart Kleiner, James F. Morton, Robert E. Howard o el propio Derleth). El trabajo que supondría hacer una buena selección representativa del conjunto de su correspondencia es ímprobo y me temo que, en estos tiempos de incertidumbre, ninguna editorial se atrevería a financiar convenientemente tan ambicioso proyecto, teniendo en cuenta además que, por lo menos en España, a diferencia de los países anglosajones, el género epistolar no es nada rentable. Podría traducirse alguna de estas últimas selecciones publicadas, pero eso conllevaría pagar derechos de autor, lo cual sería un inconveniente añadido.
—¿Por qué creés que Lovecraft tiene tanta vigencia en la actualidad?
—Porque encontró un estilo propio muy personal con el que logró transformar las percepciones ordinarias de la vida en fuente inagotable de pesadillas. Su profunda convicción acerca de la carencia de sentido de la vida, de la precariedad de cualquier destino humano, le llevó inexorablemente a identificarse plenamente con la infinitud del cosmos, desplazando el foco del temor sobrenatural del hombre y su pequeño mundo y sus dioses a las estrellas y a los negros e insondables abismos del espacio intergaláctico. El miedo ya no lo provocaba el morboso encuentro con cadáveres, vampiros o espíritus, sino la conciencia de nuestra precaria situación. A pesar del tiempo transcurrido sus relatos son muy actuales porque expresan admirablemente la soledad y la pequeñez de la condición humana en un universo infinito y amoral, azaroso y hostil, carente de significado y angustiosamente ajeno a nuestras preocupaciones y cavilaciones, cuya vastedad y extrañeza contrasta con la importancia cada vez menor del ser humano dentro de ese esquema general. Aunque nunca se consideró un escritor de ciencia-ficción, fue también un pionero en la utilización de recursos hasta entonces inexplorados: se inventó una especie de estilo de informe científico, objetivo e impersonal, en el que combina el vocabulario clínico de la fisiología animal, y el más misterioso de algunas ciencias humanas como la paleontología o la antropología, con una precisa terminología lingüística, repleta de sinuosas construcciones sintácticas y semánticas, así como de abundantes calificativos, determinantes en su misma indeterminación, acompañados de toda una serie de signos y sonidos inauditos.

CONAN DOYLE, STEVENSON,
LEWIS, GAVÍN Y LO QUE VIENE

—Tradujiste Arthur Conan Doyle y también has escrito estudios críticos sobre su obra. ¿Qué es lo que más te atrapa de este autor?
—Leí de muy joven sus novelas históricas La Compañía Blanca, Sir Nigel, la serie del brigadier Gérard o Los refugiados, así como las Historias de la Antigüedad, El mundo perdido e Historias de piratas. Pero lo que más me fascinó fue la serie de aventuras de Sherlock Holmes. De todos, su extensa producción es, a mi juicio, lo mejor, aunque él al parecer no estaba de acuerdo. Era otro de los proyectos fallidos de Nostromo que nos pisó Seix-Barral (por culpa de la inefable Carmen Balcells, que ya empezaba a hacer de las suyas), aunque irónicamente no publicaron más que dos de los nueve volúmenes. Decidido a sacar algo del autor opté finalmente por otra de sus innumerables facetas narrativas: sus Cuentos del ring, Cuentos de médicos, Cuentos de terror y Cuentos de misterio. Posteriormente, con 25 años de retraso, Valdemar me ofreció la oportunidad de traducir y anotar todo el Canon de Holmes (desde hacía unos años ya había entrado a formar parte de la sociedad holmesiana española The Amateur Mendicant Society, a la que sigo perteneciendo). Hasta la fecha he completado los ocho primeros tomos y sólo me queda el último, que espero ultimar el año próximo.
—También te ocupaste de la edición en castellano de los cuentos completos de Stevenson. ¿Qué destacás de él?
—Si tuviera que elegir un autor preferido dudaría mucho entre él y H. James, los cuales, siendo a mi juicio los cuentistas por antonomasia de la literatura anglosajona, tienen una amplia y variada obra novelística. Lo que más me gusta de Stevenson es no tanto los temas elegidos como el lenguaje empleado, es decir su estilo, que él mismo definió magistralmente como «una pauta a la vez sensorial y lógica, una trama elegante y fecunda». En él destacaría su economía de medios, su concisión verbal, su fina capacidad de observación y su colorista sentido del ambiente descrito, que dan lugar a una elegante y fecunda prosa rítmica, en la que no hay una sola palabra o frase que sobre o no esté calibrada.
—Tradujiste El monje (1796), de Matthew G. Lewis, pilar de la novela gótica. Fuiste uno de los primeros en indicar que una de las fuentes de Lewis sería la novela El licenciado Lucindo, escrita por el aragonés Antonio Gavín (1682-1750). ¿Cuándo arribaste a esta conclusión? ¿Has leído otras obras de Gavín? ¿Qué opinión te merece?
—Conocía a Gavín a través de Menéndez Pelayo que en su impagable Historia de los heterodoxos españoles lo tacha de “mal clérigo” por “la desvergüenza y obscenidad inauditas con que escribió luego”, y añade que sus “vidas y abominables intrigas de muchos clérigos y frailes de la Iglesia Romana” es una “colección de novelas terroríficas, que, si fueran menos inmundas, traerían a la memoria algunas de Ana Radcliffe; pero que más bien se parecen, por la mezcla de lujuria, de tenebrosidad y de sangre al Monje de Lewis”. Tuve la suerte de encontrar en la Biblioteca Nacional un ejemplar de la traducción francesa (del hugonote François-Michel Janiçon) de su A Master Key to Popery, escrita en inglés, y efectivamente en el segundo volumen encontré esas “vies et intrigues abominables des plusieurs prêtes et moines de l’église de Rome”, lo que me permitió comprobar el ligero parecido entre el Ambrosio de Lewis y el cura canalla Lucindo, así como la coincidencia en ambas historias de una víctima llamada Antonia y la referencia a Murcia. Sin embargo, aunque es probable que Lewis conociera esta obra, típica representante de la llamada literatura conventual del siglo XVIII, de marcado anticlericalismo propiciado por la Ilustración, y heredera a su vez de una tradición medieval de cura lascivo, me inclino a pensar más bien que su principal influencia (aparte de las que menciono en el prólogo de mi edición crítica) fue los dramas anticlericales, que prevenían contra la hipocresía y los rigores de la vida monástica y el tenebroso poder de las instituciones religiosas totalitarias, y fueron tan populares a finales de aquel siglo (Lewis confesó a su madre haber asistido a varios de ellos), de los que extraería las dos grandes novedades que introdujo en la novela gótica: el villano convertido en clérigo canalla, y el convento o sus catacumbas como idóneo lugar de encierro de la heroína perseguida y mancillada, papel invariablemente desempeñado hasta entonces por el castillo encantado y sus subterráneos. Años más tarde tuve ocasión de adquirir la edición original de A Master Key to Popery de 1726 en tres volúmenes, del primero de los cuales se ha publicado recientemente (2008) una traducción al castellano. Y hace tres años añadí a mi colección El licenciado Lucindo, entresacado del tomo segundo. No conozco otras obras del clérigo aragonés, ni por supuesto sus ensayos doctrinales. Nunca conseguí encontrar, pese a intentarlo denodadamente, su Compendio del origen y abusos de la Inquisición en Zaragoza. Escrito en inglés por D. Antonio Gavín, sacerdote español, y después Ministro de la Iglesia protestante en Inglaterra. Traducido al castellano por D. Ricardo Baxter (Buenos Aires, Imprenta del Estado, 1826). Y no creo (sobre todo por la fecha de publicación: 1693) que sea cierta la atribución a Gavín de la Histoire des tromperies des prestres et des moines; décrite dans un voyage d’Italie, de Gabriel d’Émilliane, que algunos aseguran que era un seudónimo suyo y otros recelan que le sirvió de inspiración. Gavín me parece más un personaje curioso que un gran escritor (de la dudosa prestancia de su inglés, que aprendió como capellán castrense en un navío real, se disculpa convenientemente en el prólogo), que no está, por supuesto, a la altura de otros ilustres heterodoxos aragoneses, como Miguel Servet, Miguel de Molinos, Gracián o el propio Goya. Perseguido por la Inquisición, más que por sus ideas religiosas por su oposición a los Borbones en la Guerra de sucesión española, Gavín abjuró del catolicismo y se convirtió al anglicanismo para asegurarse la supervivencia y sobre todo por su valoración de las libertades inglesas. Su escandalosa obra puede considerarse más un desahogo que el comienzo de una carrera literaria, que nunca llegó a concretar.
—¿En qué estás trabajando ahora? ¿Alguna nueva edición que esté pronta a salir?
—He preparado para Siruela una antología de relatos policiales clásicos (hasta 1939), que estoy ahora traduciendo y no saldrá hasta el año que viene. Los autores seleccionados son: Hawthorne, Poe, Dickens, Wilkie Collins, Mark Twain, Oscar Wilde, Conan Doyle, Baronesa Orczy, Jack London, Maurice Leblanc, Jacques Futrelle, Richard A. Freeman, Chesterton, Agatha Christie, Hammett, Cain, Chandler y Simenon.

SU PASO POR ARGENTINA
José María Marcos y Juan Antonio Molina Foix. Festival Azabache 2014.
—Este año participaste de dos festivales de literatura en Argentina. El 1º Encuentro Internacional de Literatura Fantástica en Biblioteca Nacional (Buenos Aires) y 4º Festival Azabache (Mar del Plata). ¿Qué fue lo que más te llamó la atención? ¿Cuál es el balance de tu paso por Argentina?
—A pesar de que (como le dije a Damián Blas Vives, flamante director del 1º Encuentro Internacional de Literatura Fantástica) Argentina me parecía el país más idóneo para semejante evento por la cantidad y calidad de sus escritores que han frecuentado este tipo de ficción, me llamó poderosamente la atención la enorme expectación que despertó y la efervescencia desplegada por los numerosos asistentes, lo que corroboró la descomunal afición que sigue existiendo. Viniendo de España, donde este apego existe en mucha menor medida, debido posiblemente a la escasa consideración que todavía se concede a este tipo de literatura (nadie se la toma en serio, salvo las juveniles modas neogóticas que son puro márketing), me sorprendió que los organizadores fueran nada menos que la Biblioteca Nacional y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. El balance final de esta mi primera (y espero que no última) visita a Argentina no puede ser más favorable. No sólo me encantó el país (lo poco que vi) y la energía y el afán con que se organizaron y llevaron a cabo ambos festivales, sino sobre todo la gente que tuve la enorme suerte de conocer, además de extraordinarios animadores culturales muy entendidos en la materia o excelentes escritores, unos en ciernes y otros ya consagrados, todos ellos de una calidad humana y una amabilidad nada frecuentes.