En septiembre de 2004, durante la Jornada Nacional
de Cultura en Viedma (preludio del maravilloso “Viaje al Centro de los
Confines”, organizado por la Fundación Ciudad de Arena), el escritor Alberto
Laiseca traería a colación la definición de monstruo. “Como ustedes saben,
monstruo significa único en su especie. Es muy difícil conseguir un monstruo,
un único en su especie, dignamente puro. No sé si llegan a diez en la
literatura universal. Tenemos Drácula, Frankestein, el Golem, el Fantasma de la
Ópera, el cyborg-robot, tenemos a Ayesha de Ridder Hagard. Otros son mezclas de
monstruos distintos. Es muy difícil hacer algo nuevo en este sentido”. Cuatro
años después, en una entrevista de José María Marcos para la web Insomnia, Laiseca volvería a ese
concepto: “Los monstruos son la imaginación. (…) Yo siempre fui un monstruo, un
único en mi especie, y por eso sufrí mucho desde chico. A la fuerza terminás
viendo con simpatía a los monstruos, porque vos mismo lo sos. Ellos son de tu raza”.
Es posible que estas ideas rondaran en la cabeza de José
María Marcos al escribir Monstruos de pueblo chico (Galerna Infantil, 2015): una novela juvenil de corte
fantástico, ambientada en Uribelarrea (un pueblo de 1300 habitantes ubicado en
el Partido de Cañuelas, Provincia de Buenos Aires). El texto de Marcos se hace
eco y reinterpreta las palabras de Laiseca (o al menos eso es lo que puede
interpretar un lector “malintencionado” como quien suscribe).
“Uribe”, como llaman los propios al pueblo, es la ciudad de
origen de Marcos, allí vivió sus primeros dieciocho años, y durante la lectura
es fácil advertir cuánto de autobiográfico tiene el relato. El punto de partida
es el deseo de Mariano Gabriel González, protagonista y alter ego del autor, de
regresar a su pueblo para fundar un museo gauchesco. Es, como adelanta el
título de la primera parte, “la vuelta al pago”: un tópico que suele rendir
buenos frutos. “Mi verdad —admite luego González— es que volví para enfrentarme
a los monstruos de Uribelarrea”.
Apelando al Martín Fierro como motor de las peripecias (algo
que muchos hacen “para asegurarse un piso de ventas” en las escuelas, según
explica Aldo en la novela), Marcos construye un contexto sumamente atractivo,
que permite luego desplegar el mito con gracia y verosimilitud. Sin abandonar
nunca el humor, la historia se sostiene en todo momento: a veces con el
suspenso, a veces merced a la intervención de personajes singulares y muy
queribles (como el canillita-analista, el niño de los perros, el vasco) que
marcan el trayecto del protagonista y matizan sus conflictos personales y
familiares.
La edición de Galerna, con una maravillosa ilustración de
tapa de Leo Batic, hace justicia a las bondades de la narración.