Por José María Marcos, para el Ciclo Carne Argentina: Colección Invierno (con aire de campo). Jueves 26 de julio de 2012. Bar de La Tribu (Lambaré 873)
José María Marcos en el Ciclo Carne Argentina. |
Mi participación está vinculada a la sección “El Rescate”, donde se
da cuenta de obras y autores un poco olvidados.
En esta línea pensé que, en una jornada con aire de campo,
sería propicio reivindicar un género rioplatense que aún no ha sido estudiado
en su verdadera dimensión.
A falta de una mejor definición, por esta noche, voy a
llamarle “el género bolazo”.
Es una enunciación que ya me trae problemas con la Real
Academia Española que dice que “el bolazo”, además de un golpe de bola, es una
mentira o un embuste, aunque agrega que en Argentina y Uruguay se nombra así al
“disparate”.
“De bolazo” sería, a su vez, una locución adverbial que
implicaría “de prisa y sin esmero”.
La cosa sigue sin funcionar, porque los cultores del bolazo
son gauchos sin prisa y que se esmeran bastante pa’ bolacear.
En fin. Dejando de lado estos problemas teóricos, les cuento
que hablaré de dos autores en particular:
—Del poeta español Martín Del Barco Centenera, que escribió
“La Argentina o la Conquista del Río de la Plata”, que según algunos
historiadores habría impulsado el nombre de nuestro país.
—Y de Julio César Castro, o Juceca (1928-2003), escritor y
actor uruguayo, a quien se lo conoció aquí por su personaje Don Verídico, por
sus locuciones en Radio Nacional y por sus relatos recreados por Luis
Landriscina.
“LA ARGENTINA O LA
CONQUISTA DEL RÍO DE LA PLATA”
Empecemos por Martín Del Barco Centenera y su poema “La Argentina
o la Conquista del Río de La Plata”, escrito en 1601, dos siglos antes del
nacimiento formal de la República Argentina.
Su conducta hizo que lo expulsaran de América, y regresó a
Europa en 1559. Allí escribió un poema épico sobre la conquista española y
bautizó a este territorio con la palabra “Argentina”, pues el argentum es la forma latina de mencionar
el mineral que hoy llamamos “plata”. Para muchos (incluso Balmaceda), este es
el germen del nombre de nuestro país.
A los reyes
españoles , Del Barco Centenera les dijo que se trataba de una
crónica fiel de lo que había vivido. Ahora bien, se desconoce en cuánto
influenció el vino en esta composición, pero lo cierto es que el cura habla de que en
estos pagos hay sirenas que enloquecen a los hombres, indios caníbales,
ciudades sumergidas en lagunas, peces anfibios que persiguen mujeres y
mariposas que se transforman en ratones.
La moderna literatura gore y su cine (centrados en la
violencia visual) pueden hallar en el poema varios pasajes supremos, donde la sangre se mezcla con la
masa cerebral.
Sólo cuatro versos de batallas, para ejemplificar:
el hierro de su lanza
va tiñendo
en sangre con los
sesos misturada
La cabeza le hiende
por la frente;
los sesos salen fuera
la mollera
El maltrato hacia los perros es constante y llega el punto
más alto en este pasaje:
Un solo perro había en
el armada
de gran precio y valor
para su dueño.
Llamado entró ese día
en su posada,
mas nunca más salió de
aquel empeño,
porque ella le mató de
una porrada,
al tiempo del entrar,
con un gran leño.
Mostrándolo me
dice:“¿Qué haremos?”.
Yo dije: “Asad,
señora, y comeremos”.
Después, todo se pone peor:
que carne humana vi
que se comía;
hambre canina fuerza
allí a un soldado,
pensando que su hecho
nadie veía.
Las tripas le sacara a
un ahorcado,
y al medio del cocer
se las comía.
Los huesos se roían de
finados,
¿quién no llora estos
casos desastrados?
Podría seguir enumerando otras “joyas” de este poema, pero
creo que lo citado es suficiente como muestra para ver cómo el bolazo también
bajó de los barcos. O mejor dicho: Del Barco Centenera.
JUCECA Y DON VERÍDICO
Vayamos a Juceca.
Su obra está íntimamente ligada al diálogo, al habla de los
gauchos del Río de Plata, a los payadores que improvisan, y que quienes venimos
de pueblos pequeños, en mi caso Uribelarrea, hemos tenido la posibilidad de
escuchar de primera mano.
Juceca trabaja esa forma con maestría, y tal vez si no
estuviésemos ante un género tan popular, tendría que ser motivo de elogio en el
ámbito de las letras.
Con personajes estrafalarios, como la Duvija, el Tape
Olmedo, Azulejo Verdoso, Hepático Gastritis o Patán Boquete, amontonados en el
boliche El Resorte, sus cuentos alcanzan algo muy difícil: mantener la
atención, más allá de cualquier argumento, sólo con un uso y abuso de los
pliegues del habla.
Leo un fragmento de “En la cabeza de vaca” (en homenaje a
Carne Argentina), para que vean cómo aquí “la historia” es totalmente
secundaria. Importa el diálogo, la capacidad de libre asociación, el absurdo
llevado a su máxima expresión.
—Don Verídico, vamos a
ver qué nos cuenta. Póngase cómodo.
—Para estar cómodo, no
hay como el catre, y para estar bien sentado, la cabeza de vaca.
—He visto algunos
grabados de gauchos sentados en cabezas de vaca, es verdad.
—Una vuelta, Azulejo
Verdoso, muy mamado, se sentó a tomar vino en una cabeza de vaca, y la cabeza
tenía toda la vaca, y se paró y salió a toda velocidad aquella vaca. Azulejo,
sentadito entre las guampas y muerto de risa, porque no hay cosa más divertida
que viajar mamado en cabeza de vaca.
—¡Pero eso debe ser
peligroso!
—Por lo mismo resulta
divertido. En mis tiempos, lo que no era peligroso era un aburrimiento. Con el
viejito don Luciano Carey, dos por tres nos acordamos de cuando éramos de lo
más peligroso que andaba vertical y con cuchillo.
—A usted no me lo
imagino de facón entre la gente.
—Llegábamos a las
fiestas, y cuando veíamos que la
cosa se ponía linda, nos mirábamos a las vistas y éramos una
luz para sacar el cuchillo y empezar a los tajos.
—¿A los tajos con la
gente?
—No, con la parrilla.
Cuando los demás se querían dar cuenta, quedaban nada más que los huesitos
pelados. Yo tenía un cuchillo tan filoso, que tenía filo hasta el mango. Le
cortaba un pelo en el aire y a lo largo. Tenía un filo finito que no había
manera de verle el filo. Y don Luciano, de gurí, era tirador de cuchillos.
—Es un número
interesante. ¿Y trabajaba de tirador de cuchillos en algún circo?
—No. Terminaba de
comer y los tiraba. Era como una manía que tenía, que los padres lo rezongaban
porque no ganaban para cuchillos. El que trabajaba en un circo era un tal
Invernal Postizo, un hombre que disfrazado de león metía miedo.
—¿A los chicos?
—No, a los leones.
—Pero a los leones no
se los asusta con tanta facilidad.
—Invernal Postizo se
tomaba unos vinos caseros que hacía él mismo y le pegaba unos rugidos que
hacían flamear la lona del circo. Se metía en la jaula de los leones, y los
leones de verdad se aplastaban contra la reja en un rincón, amontonados y en un
temblor al ver aquello.
—Parece increíble que
un hombre pueda asustar a los reyes de la selva.
—El hombre, mi amigo,
muchas veces mete miedo.
—A mí el que me
impresiona es el elefante.
—Lo que tiene de bueno
el elefante es el tamaño, porque con cuatro llena una pieza.
—Y con tres también.
—Mejor, porque así le
sobra uno, y el que le sobra lo pone en la escalera y no le sube nadie a
molestar. Otra cosa que tiene de bueno el elefante es que no ruge, ni ladra, y
no le relincha como el caballo ni le bala como el ternero.
—Es verdad, porque el
elefante barrita.
—Sí, barrita cuando
son varios. ¡Cosa brava el elefante cuando se viene en barrita! Mi amigo, el
viejito don Luciano Carey, una vuelta fue a la selva con una carretilla y lo rodearon los
elefantes.
Pero ésa es otra historia.
DON VERÍDICO ABANDONA
LA TIERRA
Para cerrar, traje un breve relato que escribí para una
revista de ciencia ficción española (miNatura), donde metí a Don Verídico, el personaje de
Juceca, en medio de una fantasía apocalíptica.
Don Verídico ultimaba
detalles para abandonar la Tierra mientras la Duvija cebaba unos mates. Afuera
del rancho los esperaba la nave que los llevaría a la NASA. Fiel a su costumbre, el
gaucho hablaba:
—Yo conocí a un mozo
que amaba a su tierra por sobre todas las cosas.
—Un buen muchacho
sería.
—Bueno era, sí, pero
no se bañaba nunca. Pocogiénico decía que la riqueza del hombre estaba en la
tierra. Un día le crecieron plantas en los bolsillos del pantalón.
—¿De qué tipo?
—De zapallo. Al
principio andaba de un lado para el otro con las ramas que asomaban, orgulloso,
pero al final tuvo que quedarse en la catrera. Pesaban mucho.
—Qué lo parió, che.
—Sí, parió zapallos.
Parecía un buen negocio, el de Pocogiénico, pero no se los pudo comer, porque
salieron igualitos a él. Se hizo carnívoro y empezó a perseguir al perro.
—¡Ay, mi Dios! El
perro es el mejor amigo del hombre...
—Pocogiénico no se
achicaba ante ninguna vocal y decía que el perro es el mejor amigo del hambre.
—¿Y se lo comió?
—No. Tuvieron que
negociar. En una mitad del rancho vivía el perro y del otro Pocogiénico y sus
zapallos.
—¿Y qué pasó con los
zapallos?
—Pocogiénico no
resultó gran padre y nunca consiguió que hablaran.
—Cosa de no creer. ¿Y
cómo terminó todo?
—Los zapallos se
hicieron amigos del perro y empezaron a ladrar. Juntos decidieron echarlo a la calle.
—¡Desagradecidos!
—No tanto. Lo ataron
con una cadena para que cuidara el rancho y lo instruyeron en el arte del ladrido. Y él,
cansado de la tierra, aprendió a mirar la luna con la ilusión de los poetas.
No sé qué pensarán ustedes, pero yo estoy muy orgulloso de
este relato, porque me hizo a acordar a una mañana de 1983 cuando nos
despertamos en Uribelarrea con la noticia de que en el campo de los Parodi había
huellas de ovnis. ¡Sí, extraterrestres en Uribelarrea!
Ese día, mientras paseamos por el campo, Don Cacho Perfumo
se puso serio y dijo:
—Esto de los marcianos es un gran adelanto para nuestro
pueblo.
Espero que hayan disfrutado de estos bolazos, y los invito a
escuchar al poeta Mariano Massone.
Descuento que pasarán un gran momento, porque un buen poeta
no es más que un buen exagerado y este viene de Luján, donde una estatua se
empacó y le terminaron levantando una catedral.
Pienso que van a pasarlo a lo grande con fragmentos de
su obra “Llanura celeste”, que sería como imaginarse a un gaucho caminando
patas para arriba.
Gracias por la atención.
De nuevo, buenas noches, y hasta pronto.