Un día despertaron.
Volvieron a ver la luz del sol, con los ojos de otros, tras
una larga noche de olvido.
Aprendieron a hablar con bocas ajenas, sin saber cómo
pronunciar las palabras que explicaran el impulso de la
destrucción.
Nadie supo por qué miles de años después de superados todos
los conflictos de la civilización esos hijos odiaron a sus antepasados y
comenzaron con el exterminio. Por aquel entonces, los combates eran apenas una
evocación melancólica de la barbarie.
Quizás era imposible detener la tragedia. Se creían
superadas todas las supersticiones y nadie podía darle crédito a la maldición del último rendido,
cuando ahogado en odio dijo: “Mátennos. Coman nuestra carne y abonen la tierra
con tripas y huesos. Violen y embaracen a nuestras mujeres. Algún día pagarán
caro el precio de la victoria”.
En ese futuro, difícil era que comprendieran el sentido de un
conjuro, o de una blasfemia, porque eran ajenos a los misterios del pasado.
Un rendido no es un cómplice: es apenas un prisionero del
enemigo, pese a la
certeza de que vencedores y vencidos nacieron del mismo barro y de la misma
esencia que las pesadillas.
Un día, los derrotados despertaron, luego de haber cruzado
un mar de esperma, sangre y muerte, y con símbolos en desuso, declararon una
nueva guerra. La guerra contra sus padres y contra ellos mismos. La antigua
guerra del fin de los tiempos.