Nemesio se sentó en su puesto y comenzó a transmitir puntos y rayas, con nerviosismo. La mañana era distinta a las demás, y debía hacer llegar un mensaje a quienes pretendían derrumbar la vieja estación ferrocarril para transformarla en un paseo comercial.
Aquel enigmático sonido metálico y entrecortado cobraba vida bajo las presurosas manos de quien durante años había sabido describir el dolor, la felicidad, el amor y la angustia mediante simples caracteres. Su mujer, eternamente triste, lo miraba y juzgaba que aquello era un vano intento por detener lo inevitable.
El ingeniero a cargo de la obra oyó aquel repiqueteo en su cabeza, pero lo atribuyó a lo difícil que cada vez se le hacía trabajar muchas horas.
El telegrafista redobló su esfuerzo por hacerse escuchar y comenzó a repetir una frase: “Váyanse, dejen todo como está, y los muertos seguirán muertos y los vivos seguirán vivos”.
El campaneo aumentó en la mente del profesional, mientras una corriente eléctrica lo abordaba y un punzón golpeaba en el centro de su cabeza. Se apoyó mareado en una camioneta, e imaginó rodillos movidos por un engranaje de relojería sobre un cilindro con tinta negra.
Acallando las señales, el ingeniero sacó fuerzas de donde no tenía y ordenó que se iniciara la demolición de la antigua parada de trenes.
Los habitantes de la estación comprendieron que comenzaba la destrucción. Nemesio miró a su esposa y aceptó su derrota como mediador. No quedaba más camino que la guerra.
En el siglo veintiuno pocos comprendían el lenguaje de los fantasmas.