Por José María Marcos (*)
Mis fosas visuales se abrieron. En penumbras no sabía quién era, de dónde provenía, hacia qué lugar debía marchar. Días, semanas enteras, estuve paralizado, expectante, al borde de la locura, hasta que una visión surgió como un eco raquítico en esa cerrazón insondable y aterradora.
Moví mi cuerpo con notable esfuerzo. Raíces me atenazaban. Primero, logré desplazar uno de mis brazos; después, las piernas.
Fue arduo salir de aquella tumba. Horas y horas de avanzar a ciegas, como un gusano. Mi único alivio durante aquel horror fue descubrir que soy un ser resistente y extremadamente fuerte.
En la superficie me encontré con enormes charcos, rodeados por un vapor insistente. Todo aquello me resultaba ajeno y familiar en igual medida. Hacia billones de años me habían sepultado con el objetivo de salvar a la Tierra luego de su destrucción.
Soy un robot, uno de los tantos programados para dar nacimiento a una nueva civilización. Según la información que poseo, varios de nosotros apareceremos en distintas partes del planeta. Traigo conmigo óvulos y semen, congelados, y todo lo necesario para asegurar que una nueva existencia crezca y se reproduzca. Concluida nuestra tarea, buscaremos la gran nave que se halla en las montañas y huiremos.
Con el paso de los años nos recordarán con nostalgia. Al surgir la grafía se escribirán varios libros para entender este momento. Pocos comprenderán el mensaje en su verdadera dimensión, pero alcanzará para que científicos puedan engendrar seres que estén preparados para crear, una vez más, lo que el hombre destruirá.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 114 de miNatura, dedicada al género fantástico. Especial “Universo Isaac Asimov”.
(*) El relato forma parte de la edición Nº 114 de miNatura, dedicada al género fantástico. Especial “Universo Isaac Asimov”.