Por José María Marcos (*)
Una conocida leyenda medieval, atribuida a San Agustín, cuenta que un teólogo paseaba por la orilla del mar pensando en el misterio de la creación. En medio de la soledad, vio que un niño sacaba agua con un recipiente, una y otra vez, y la metía en un hoyo. Curioso, el prelado se acercó y le preguntó qué estaba haciendo. El niño le respondió que intentaba guardar todo el mar en el pozo. El religioso le dijo que eso era imposible, a lo que el pequeño le respondió: “Aún más difícil es descifrar el misterio de Dios mediante una mente humana”.
El escritor argentino Ricardo Curci, en El rostro de los monos, no intenta descifrar el misterio de Dios, pero, sí, busca indagar sobre lo primitivo que se halla en el fondo del alma humana y que suele manifestarse en situaciones extremas merced a la paranoia, la demencia o la enajenación.Antecesor de Los Casas y Los seres intermedios, este nuevo libro viene a completar una suerte de tríptico con historias interconectadas, con personajes y escenarios que aparecen y desaparecen con suma naturalidad. No obstante, a diferencia de sus antecesores, lo central de El rostro de los monos no es lo sobrenatural, sino la puesta en escena de la violencia latente.
Desde el arranque, con el cuento “El mar”, el autor nos pone al tanto de lo que vendrá argumentalmente, con un asesino que está harto de su esposa. Y, también, nos plantea el tema general de la obra: “La playa se extendía enorme y vacía, azotada por el viento de la primavera. Las olas, grises, perladas, caían una sobre otra rompiendo en la playa, lamiendo la arena para luego regresar y fundirse en las nuevas olas continuamente engendradas”.
En los dieciocho relatos que componen esta colección (finalista en el Premio Casa de las Américas de Cuba 2008) son muchos los personajes desbordados por sus limitaciones y perturbaciones. Quizás, porque, como ocurre en “El asilo”, el mar es una amenaza y hasta puede avanzar sobre un cementerio y desenterrar a los muertos para mostrar su ferocidad y “la futilidad de la vida”.
Esta obsesión impregna los cuentos y aparece como si los lectores estuviésemos en una playa viendo un espectáculo perpetuo. Otro ejemplo de esta fascinación se halla en “El balneario”: “Su voz era oscura, era fría como el agua del mar al anochecer, cuando el sol cae y una brisa fresca e inamistosa nos dice que no entremos, que nos vayamos porque el mar se está encerrando en sí mismo. El mar se calla y hace silencio, y no quiere hablar con los humanos. Algo más grande está llegando cuando anochece, otra vida llega o surge desde algún lugar y nos expele con escalofríos y una incierta inquietud. Todo puede pasar entonces, la playa se está vaciando de gente, y el mar se ha convertido en un inhospitalario huésped que siembra piedras y crea dientes bajo el agua”. Asociado a la eterna sucesión de los ciclos y a lo transitorio de la vida, el mar es un elemento mítico muy presente hasta en las narraciones más antiguas, en una interpretación religiosa, legendaria y sobrenatural. Como Dios, es inabarcable. Para Curci, tan inexplicable como el alma humana. Y frente a esta inmensidad se levanta la palabra, porque, al decir del italiano Alessandro Baricco, cuando no se tiene un nombre para nombrar las cosas, entonces nacen las historias.
(*) La Palabra de Ezeiza, página 6, jueves 13 de enero de 2011.