El escritor de policiales que no le
tiene miedo al género fantástico
Por José María Marcos, especial para INSOMNIA, Nº 131, noviembre de 2008 (*)
En un reportaje para INSOMNIA, Leonardo Oyola habló de su formación como escritor, de las influencias del cine y la literatura popular, de su amor por el género policial y de su incursión en el mundo de lo fantástico. Alumno del escritor argentino Alberto Laiseca (1941), dijo que prefiere que lo llamen “narrador antes que escritor” porque su prioridad “es contar una historia”.
Nacido en la provincia de Buenos Aires en 1973 y licenciado en Ciencias de la Comunicación, fue finalista del Premio Clarín Alfaguara 2004, por su novela Siete & el Tigre Harapiento. Recientemente Chamamé resultó elegida como la Mejor Novela Policial 2007 por parte de la Asociación Internacional de Escritores Policíacos, durante la Semana Negra de Gijón, junto a El imán y la brújula, del español Juan Ramón Biedma.
Sus libros publicados son Siete & el Tigre Harapiento (Gárgola, 2005), Chamamé (Salto de Página, 2007), Gólgota (Salto de Página, 2008), Santería (Negro Absoluto, 2008) y Hacé que la noche venga (Mondadori-Sudamericana, 2008). Escribe sobre cine para la revista Rolling Stone, y sus cuentos “Animétal”, “Matador”, “Oxidado” y “Tony Plana” han aparecido en diversas antologías. Próximamente Negro Absoluto publicará la segunda entrega de la saga de la Víbora Blanca, que inició con Santería.
—¿Cuándo sentiste que eras escritor?
—Es una pregunta que me resulta difícil responder. Durante la primera etapa de mi concurrencia al taller de Alberto Laiseca, cumplí a rajatabla las tareas que me fue dando. Un día no lo hice por problemas que creí extraliterarios, y recién llevé el texto una o dos semanas después, cuando lo sentí terminado. Este proceso lo he observado en varios compañeros, y me parece que cuando uno deja de cumplir con la tarea (algo que es indispensable en el inicio) y se dedica a mejorar el texto propio, se produce un punto de inflexión. En el taller, Laiseca te va guiando y, poco a poco, te suelta hasta que encontrás tu propia voz. En mi caso particular creo que comencé a sentirme escritor con Siete & el Tigre Harapiento. El primer capítulo lo hice en un mes, y los restantes (excepto el 7) los escribí semana a semana. Cada clase llevaba uno y lo leía. El maestro y mis compañeros me daban las devoluciones. Volvía a mi casa, lo corregía y, al día siguiente, me iba a laburar. Al regresar me ponía a escribir el siguiente capítulo. En ese momento me sentí escritor por primera vez.
—¿Cómo llegaste a Alberto Laiseca y por qué lo elegiste como maestro?
—Mi sueño era ser crítico de cine y en 1998 comencé a cumplirlo al trabajar para una radio. En 1999 entré a Uolsinectis como colaborador y terminé coordinando la sección de cine. Paralelamente empecé a escribir críticas para otro portal. Durante esos años, por la mañana, trabajaba en una escuela durante la mañana, y por la tarde, veía funciones privadas, excepto los miércoles, que tenía la reunión con el equipo. Después de la caída de Fernando De la Rua, vino la crisis de los portales y me quedé sin ese trabajo. Allí me hice amigo de dos críticos, y uno de ellos me insistía con que escribiera ficción. Mi objetivo era volver a estudiar —pues la educación me permitió salir adelante—, pero ya era licenciado en Ciencias de la Comunicación y no quería hacer una nueva carrera. Deseaba estudiar algo que complementara mi formación. Le conté esto a mi amigo, y me dijo que había un escritor, medio under, que le gustaba mucho y que dictaba talleres de escritura. Él había leído El gusano máximo de la vida misma (Tusquets, 1999) y le había encantado. Yo no lo conocía, y, a mediados de diciembre de 2002, me llevó a verlo relatar cuentos en un bar. Cuando lo escuché se me abrió un mundo nuevo. Ese día, incluso, Laiseca adelantó que iba a empezar en I-SAT el mítico ciclo Cuentos de Terror, que finalmente arrancó en marzo de 2003. Ese verano, obviamente, no podía irme de vacaciones. Cuando volví a Morón compré dos libros de Laiseca: La hija de Kheops (Emecé, 1989) y La mujer en la muralla (Planeta, 1990). La mujer en la muralla me conmovió y no podía creer la enorme dosis de ternura que contenía. La hija de Kheops me dejó sin palabras, me atrapó, y me dije que tenía que hacer algo con este escritor. Por lo menos quería charlar o conocerlo personalmente. En febrero de 2003 nos animamos con este crítico amigo y comenzamos el taller. Fue una experiencia increíble, y estoy convencido de que el trabajo junto a Laiseca y los compañeros es insustituible para mejorar lo que uno hace.
—Vos formás parte del grupo El Quinteto dela Muerte y participás asiduamente
de lecturas públicas. ¿Qué balance hacés de esta experiencia?
tiene miedo al género fantástico
Por José María Marcos, especial para INSOMNIA, Nº 131, noviembre de 2008 (*)
En un reportaje para INSOMNIA, Leonardo Oyola habló de su formación como escritor, de las influencias del cine y la literatura popular, de su amor por el género policial y de su incursión en el mundo de lo fantástico. Alumno del escritor argentino Alberto Laiseca (1941), dijo que prefiere que lo llamen “narrador antes que escritor” porque su prioridad “es contar una historia”.
Nacido en la provincia de Buenos Aires en 1973 y licenciado en Ciencias de la Comunicación, fue finalista del Premio Clarín Alfaguara 2004, por su novela Siete & el Tigre Harapiento. Recientemente Chamamé resultó elegida como la Mejor Novela Policial 2007 por parte de la Asociación Internacional de Escritores Policíacos, durante la Semana Negra de Gijón, junto a El imán y la brújula, del español Juan Ramón Biedma.
Sus libros publicados son Siete & el Tigre Harapiento (Gárgola, 2005), Chamamé (Salto de Página, 2007), Gólgota (Salto de Página, 2008), Santería (Negro Absoluto, 2008) y Hacé que la noche venga (Mondadori-Sudamericana, 2008). Escribe sobre cine para la revista Rolling Stone, y sus cuentos “Animétal”, “Matador”, “Oxidado” y “Tony Plana” han aparecido en diversas antologías. Próximamente Negro Absoluto publicará la segunda entrega de la saga de la Víbora Blanca, que inició con Santería.
—¿Cuándo sentiste que eras escritor?
—Es una pregunta que me resulta difícil responder. Durante la primera etapa de mi concurrencia al taller de Alberto Laiseca, cumplí a rajatabla las tareas que me fue dando. Un día no lo hice por problemas que creí extraliterarios, y recién llevé el texto una o dos semanas después, cuando lo sentí terminado. Este proceso lo he observado en varios compañeros, y me parece que cuando uno deja de cumplir con la tarea (algo que es indispensable en el inicio) y se dedica a mejorar el texto propio, se produce un punto de inflexión. En el taller, Laiseca te va guiando y, poco a poco, te suelta hasta que encontrás tu propia voz. En mi caso particular creo que comencé a sentirme escritor con Siete & el Tigre Harapiento. El primer capítulo lo hice en un mes, y los restantes (excepto el 7) los escribí semana a semana. Cada clase llevaba uno y lo leía. El maestro y mis compañeros me daban las devoluciones. Volvía a mi casa, lo corregía y, al día siguiente, me iba a laburar. Al regresar me ponía a escribir el siguiente capítulo. En ese momento me sentí escritor por primera vez.
—¿Cómo llegaste a Alberto Laiseca y por qué lo elegiste como maestro?
—Mi sueño era ser crítico de cine y en 1998 comencé a cumplirlo al trabajar para una radio. En 1999 entré a Uolsinectis como colaborador y terminé coordinando la sección de cine. Paralelamente empecé a escribir críticas para otro portal. Durante esos años, por la mañana, trabajaba en una escuela durante la mañana, y por la tarde, veía funciones privadas, excepto los miércoles, que tenía la reunión con el equipo. Después de la caída de Fernando De la Rua, vino la crisis de los portales y me quedé sin ese trabajo. Allí me hice amigo de dos críticos, y uno de ellos me insistía con que escribiera ficción. Mi objetivo era volver a estudiar —pues la educación me permitió salir adelante—, pero ya era licenciado en Ciencias de la Comunicación y no quería hacer una nueva carrera. Deseaba estudiar algo que complementara mi formación. Le conté esto a mi amigo, y me dijo que había un escritor, medio under, que le gustaba mucho y que dictaba talleres de escritura. Él había leído El gusano máximo de la vida misma (Tusquets, 1999) y le había encantado. Yo no lo conocía, y, a mediados de diciembre de 2002, me llevó a verlo relatar cuentos en un bar. Cuando lo escuché se me abrió un mundo nuevo. Ese día, incluso, Laiseca adelantó que iba a empezar en I-SAT el mítico ciclo Cuentos de Terror, que finalmente arrancó en marzo de 2003. Ese verano, obviamente, no podía irme de vacaciones. Cuando volví a Morón compré dos libros de Laiseca: La hija de Kheops (Emecé, 1989) y La mujer en la muralla (Planeta, 1990). La mujer en la muralla me conmovió y no podía creer la enorme dosis de ternura que contenía. La hija de Kheops me dejó sin palabras, me atrapó, y me dije que tenía que hacer algo con este escritor. Por lo menos quería charlar o conocerlo personalmente. En febrero de 2003 nos animamos con este crítico amigo y comenzamos el taller. Fue una experiencia increíble, y estoy convencido de que el trabajo junto a Laiseca y los compañeros es insustituible para mejorar lo que uno hace.
—Vos formás parte del grupo El Quinteto de
—Cuando le puse las fichas a la literatura, y surgió esto de
las lecturas en vivo, me sumé. De esa experiencia nació Chamamé, que es una novela volcada a la oralidad. Por ese motivo me
gusta que me llamen narrador en vez de escritor, porque mi prioridad es contar
una historia, tal como enseña el maestro Laiseca. A su vez, los grupos de
lectura (El Quinteto de la Muerte ,
Alejandría o Carne Argentina) me dieron la posibilidad de dar a conocer lo que
estaba haciendo y me permitieron interactuar con los lectores. Hoy, cuando alguien
me escribe para contarme que leyó uno de mis libros, me tomo mi tiempo para
contestarle, pues pienso que lo eligió por sobre la enorme cantidad de obras
que se editan. La lectura en vivo es una instancia que les recomiendo a todos
los escritores. Al principio tenía mucho miedo, porque no soy actor, pero creo
que es una experiencia que te marca. A mí me ayudó mucho lo que me dijo una vez
Pablo Ramos (1966): “Un actor puede leer tu texto maravillosamente, pero jamás
va a poder reemplazar al autor que sabe qué intención y qué ritmo le quiso dar
a la historia. Y si uno está en paz con el texto, por más miedo que tengas a la
hora de leer en público, todo va a salir bien”. Eso me dio mucho ánimo. Laiseca,
por su parte, pregona la humildad, pero te inculca que, a la hora de escribir,
te la creas para poder salir a comerte la cancha. Siete & el Tigre
Harapiento tuvo
buenas reseñas, buenas críticas, pero desde que salimos a leer con El Quinteto
de la Muerte
la novela experimentó una suba en las ventas. Nosotros, como el dice el maestro
Laiseca, sumamos lectores de a uno.
—¿Cuándo decidiste que lo tuyo era más la novela que el cuento?
—Me fui
dando cuenta sobre la marcha. Ahora le voy tomando el pulso al cuento, a partir
de lo que me transmite mi pareja —la escritora Alejandra Zina (1973)—, y también
a partir de mi relación con Pablo Ramos. Al ser invitado a participar de
diversas antologías, le fui encontrando la vuelta. En la novela, más allá del
largo aliento, uno puede explayarse. Hay escritores que trabajan un relato durante
dos o tres meses. A mí, en cambio, me gusta ir escribiendo los capítulos, corregirlos,
y después hacer una revisión general. Me da placer tener esa visión panorámica.
De mis relatos me gusta “Oxidado”, que publicó Tamarisco. Muchas veces leo textos
de compañeros que me parecen el germen de una novela malograda. Tienen una
situación potente, y comienzo a imaginarme el resto, pero para ellos es un
cuento. Por otra parte, escribir es solitario (como decía Ringo Bonavena: “Todos
te aplauden, pero a la hora de pelear te sacan el banquito y estás solo en el
ring”), pero, al escribir novelas, creás un mundo y durante un período convivís
con esos personajes. A mí me gusta dosificar la energía y en un cuento está muy
concentrada y todo depende de una situación. Si me fue bien con “Matador”,
publicado en la antología In Fraganti
(Sudamericana, 2007), fue porque el motín de los Doce Apóstoles en Sierra Chica
lo imaginé como una novela, y al relato, como un capítulo. Con el editor, Diego
Grillo Trubba (1971), charlamos mucho sobre este tema. Él me decía que agregara
más datos del motín, como por ejemplo que los reclusos hicieron empanadas con
carne humana, pero yo me negué, porque me parecía que eso podía ser otro
capítulo entero.
—Sería algo así como
que el cuento gana por knot out y la novela por puntos...
—Exacto.
En el cuento hay que matar en el primer round, mientras que en la novela hay
que salir a bailar, aguantar de pie, tirarse contra las cuerdas, trabar al
rival.
—Saliste finalista en el Premio Clarín Alfaguara 2004 con la novela Siete
& el Tigre Harapiento, y
recientemente fuiste premiado en la Semana
Negra de Gijón por Chamamé. ¿Qué significaron estos reconocimientos en tu carrera?
—Lo básico
es creer en la honestidad de los concursos. Muchos certámenes están teñidos de
un velo oscuro; los españoles dicen que están mañados. Cuando mandé Siete & el Tigre Harapiento no
conocía tanto el mundo literario, pero tenía mucha fe. Si bien estoy muy
contento por los elogios que Antonio Skármeta (1940) expresó la noche de la
premiación, la clave estuvo en el trabajo de los jurados de preselección: en este
caso, Carlos Gamerro, Jorgelina Núñez y Marcos Mayer, a quienes conocí ese día.
A ellos les dediqué Hacé que la noche
venga, porque pienso que trabajaron a conciencia. La novela ganadora de ese
año fue El lugar del padre, de Ángela
Pradelli (1959). Cuando la leí me emocionó haber estado junto a esa obra. El
dinero es muy importante para estar tranquilo y dedicarte de lleno a escribir,
pero para los escritores lo central es el reconocimiento hacia la obra, para
continuar con lo que hacemos aun sin lectores, empujados por esa sensación que
puede resumirse en dos palabras: “Yo quiero”. Lo que pasó este año con Chamamé en Gijón es un estímulo
fantástico porque trasciende el ámbito nacional. ¡Que un tipo como Paco Ignacio
Taibo te aliente es impresionante! Después hubo gente de España, Colombia, Cuba
y otros países, con obras muy interesantes, que me felicitaron. A su vez, los
concursos son una llave para publicar. Quizás sea fácil hablar desde mi lugar,
después de los reconocimientos, pero creo que quienes escriben tienen que tener
fe en lo que hacen.
—¿Por qué elegiste ambientar Siete & el Tigre Harapiento en el Buenos Aires de fines del siglo XIX?
—Quería escribir la
historia de un serial killer con la
intención de hablar de cosas que están institucionalizadas y que son difíciles
de cambiar. Deseaba contar que la corrupción también estaba instalada hace cien
años atrás. A mí me marcó mucho la filmografía de Martin Scorsese, y en Pandillas de Nueva York (Estados Unidos,
2002) él toma una parte de la historia de Norteamérica y dice: “Esto pasaba
antes, pero también ahora, un siglo después”. En mi caso iba a ambientar la
novela en 1912 con la aprobación de la Ley Sáenz Peña (la del sufragio universal), pero
investigando sobre la época encontré una biblioteca fabulosa que pertenece a la Asociación de Amigos
del Tranvía. Leyendo monografías, diarios de la época y viendo fotos, entré a
ese mundo y me interioricé del momento en que el tranvía dejaba de ser tracción
a sangre, justo en el advenimiento del segundo gobierno de Roca. Por ejemplo,
aprendí que el Café de los Loros era el lugar donde iban los que inspectores de
los tranvías. Leí también que la expresión “en Pampa y la vía” surgió por un
servicio especial que el Jockey Club mantenía para los jugadores del hipódromo.
Se les cobraba el pasaje ida-vuelta, y si perdían en los burros, volvían al
menos hasta Pampa y la vía. Para escribir lo principal es la idea que tenés, pero hay datos
externos que te ayudan a transitar el camino elegido.
—¿Sentís que el Tigre Harapiento es una especie de Juan Moreira,
Hormiga Negra o Martín Fierro?
—A Juan
Moreira le hago un homenaje, sobre todo en el final de esa novela. Mi papá aprendió
a leer de grande, pero, cuando yo era chico, me hablaba de Leonardo Favio
(1938). Sin embargo, recién valoré la obra de Favio cuando comencé a hacer
cursos en la UBA. Eso
coincidió con el estreno de Gatica
(Argentina, 1993), y me llamó la atención la manera en que Favio logró unir lo
popular con lo artístico. En Canal 11 (cuando no era Telefé) vi a Nazareno Cruz y el Lobo (Argentina,
1975), y si bien no me dio miedo ese infierno ni el diablo caracterizado por Alfredo
Alcón, me sentí muy conmovido. Ya adolescente, mientras buscaba alguna película
como Duro de matar (Estados Unidos,
1988), encontré en un video una copia de Juan
Moreira (Argentina, 1974), de Favio, y me gustó muchísimo. Después, en
distintos cursos de la UBA ,
fue completando una idea de su obra. Por este motivo, en la novela hay un
homenaje al Moreira, de Favio, pero también al Juan Moreira (1886), que escribió Eduardo Gutiérrez (1851-1889), y a todo lo que representa ese
género. Lo mío está hecho con el respeto y la admiración de un fan, aunque, por
obvias razones, a Moreira lo veo como un ícono y no como un hombre de carne y
hueso. Algún día me gustaría hacer una biografía de Mate Cocido, pues tengo muy
frescas las andanzas que mi abuelo contaba sobre él. Mi papá es de Tucumán y mi
mamá de Paraguay, y las historias que se transmiten de boca en boca siempre
estuvieron presentes en mi familia. A algunos pibes les contaban cuentos
tradicionales, y a mí, las aventuras de estos personajes, o, a lo sumo, me
mandaban a ver televisión. Laiseca da en su taller una consigna de escritura sobre
El León de Francia, que era una especie de justiciero de radioteatro. Mi viejo
y sus hermanos escuchaban esas historias. Mi abuelo se enojaba si lo
interrumpían. Mi tío siempre recuerda que en medio de un combate radiofónico mi
abuelo apretó el cuchillo, que llevaba en la cintura, y todos se asustaron en
la casa. También he escuchado de que nadie quería actuar del Sargento Chirino (el
asesino de Moreira) en el teatro de los Podestá, porque de pronto aparecía
algún gaucho del público y le decía: “¡Para que lo toquen a Moreira, primero me
tienen que matar a mí!”. Esos gauchos no leían, pero instintivamente se
conectaban con el teatro y, de algún modo, dejaban atrás su vida monótona y
luego podían decir: “Sabés, Negra, esta noche le salvé la vida a Juan Moreira”.
No es que se compraban esa mentira, sino que suspendían el juicio de la
realidad, como ocurre con el cine o con un libro. Carlos Salem (1959) dice que
el libro es como la radio, y al recordar lo que sucedía en la casa de mi abuelo,
pienso que es una buena metáfora. Mi abuelo tuvo seis hijos, y una vez que llegó
el espectáculo de El León de Francia, todos lo querían ver. No obstante, mi
abuelo sólo podía pagarle la entrada a cuatro. Hizo un sorteo y quedaron afuera
mi papá y mi padrino. Ellos igual no se resignaron: fueron hasta el teatro y
lograron colarse. Hasta el día de hoy mi papá está arrepentido de haber
entrado, porque quedaron de la parte de atrás del escenario y resultó que El
León de Francia, que era una especie de John Wayne (1907-1979), resultó ser un
pelado, petizo y narigón. Aparte, mi viejo era domador y quería conocer al
caballo de El León de Francia, y vio que el famoso potro eran dos latas que un
tipo golpeaba imitando el ruido de los cascos. Uno podría pensar que en ese
momento mi papá era muy chico, ¡pero en realidad tenía 14 o 15 años!
—En Chamamé citás
permanentemente canciones de artistas argentinos y usás muchas palabras del
argot actual. ¿Imaginaste que iba a tener tan buena recepción en España?
—Los editores
de España nunca tuvieron dudas de publicar la novela. Decían que estaba bien para
el mercado de allá. Cuando apareció quedé sorprendido por la velocidad con que
ocurrió todo, pues acá estamos acostumbrados a un ritmo más lento y las
devoluciones siempre tardan. Allá, apenas salió Chamamé, empezaron a llegar las críticas. Un jueves, los editores
me llamaron y me dijeron: “Leo, las primeras críticas no han sido tan
favorables. Seguramente las vas a leer en internet, y queremos que estés
prevenido”. Me quedé helado ante lo que me dijeron y pasé un fin de semana
fatal. El lunes o el martes me volvieron a llamar y me contaron que la Rolling Stones y otras
revistas habían calificado a Chamamé con
un diez. Me dijeron que ahora tenían en claro a qué público estaba dirigida, e que
iban a acentuar ese perfil. Al final, tuvo tan buena recepción, que después me
publicaron la novela Gólgota. Pero
todo sucedió con una vorágine impensada para el mercado editorial de Argentina.
—En Gólgota decís: “Esta
novela, en parte, habla del sentido de pertenencia. Del lugar de donde uno
viene. De si uno es ese lugar o lo fue”. ¿Por qué escribiste esto?
—En esa novela habló del lugar de donde venimos y de cómo somos
parte de ese sitio, aunque nos vayamos lejos. De algún modo habla de mi
peregrinación para salir del Conurbano Bonaerense. Conozco muchos que están felices
de vivir allí, pero yo quería otra cosa. Gólgota
es una historia muy dura, y por eso cuando escribí Santería ahondé un poco más en el humor para salir de ese clima
denso. El personaje principal es un policía que trata de salir de Villa Scasso,
pero se da cuenta que no es tan fácil.
—En Santería, la primera novela de la saga de la saga de la Víbora Blanca , jugás con el
género fantástico. ¿Cómo sigue esa historia?
—La
próxima novela transcurre en un pueblito llamado Huasapampa, y ya me meto de
lleno con lo sobrenatural. Mucho no puedo adelantar de esta historia, pero aquí
hablaré de lo importante que es la fe para lograr algo, más allá de tener un
arsenal de armas en tu casa. Hablo de la importancia de confiar en que alguien
te está ayudando.
—¿Cómo nació Hacé que la noche venga, donde también lo sobrenatural es un
condimento importante?
—Se trata
de una novela ambientada en 1939 durante la construcción de los subtes, en la
ciudad de Buenos Aires. Quise hacer un homenaje al Sabueso de los Baskerville, pero que el
narrador sea Sherlock Holmes
y no el Dr. Watson. Además me propuse jugar con los íconos actuales de la
investigación: Mulder y
Scully. Puse
a dos investigadores con ideas contrapuestas: uno cree en la posibilidad de lo
fantástico y el otro sólo piensa en explicaciones racionales. Hice que sus
investigaciones avanzaran en forma paralela y que, en algún momento, ambos vieran
desbordadas sus creencias. En Siete &
el Tigre Harapiento los personajes hablan de la necesidad de creer que
algo superior los va a ayudar, pero en esta novela abordo el tema directamente.
Todo comienza con la imagen de dos crotos durmiendo dentro de las excavaciones.
A punto de morir, uno le dice al otro: “La noche me respiró en la cara”. Al
principio, la frase no tiene sentido, pero luego, al ocurrir otras muertes, se
va entendiendo. La novela está muy relacionada con una idea que leí en un
artículo: mientras que en los siglos XVI y XVII las grandes obras se hicieron
apuntando hacia el cielo, las construcciones de los siglos XIX y XX se hicieron
bajo tierra (subterráneos, refugios nucleares, etcétera), apuntando hacia el
inframundo. Siempre le he tenido más miedo a un chico con una pistola, que a
los monstruos; sin embargo, creo que todos guardamos miedos en lo más profundo.
Hacé que la noche venga es una forma decir que no
es conveniente despertar lo que está dormido.
Una novela de terror
Una novela de terror
Hacé que la noche venga (Mondadori-Sudamericana, 2008), de Leonardo Oyola, es una novela que se inclina hacia lo fantástico. Su maestro, Alberto Laiseca, amante del género y especialista en la materia, dijo al respecto: “Muy pocos pueden escribir una novela de terror, y aquí hay una muy buena. Originalísima. Oyola ganó en el más difícil género. Diablos que se materializan incorporándose sobre sus patas traseras. La estación Canning donde el más profundo y negro subterráneo es el castillo de Drácula en construcción. Un gato esquizofrénico, no malo del todo, que se quiere comer a su dueño porque lo encuentra riquísimo. Y la noche. La noche que si viene te mata”.
La presentación oficial de Hacé que la noche venga se efectuó el jueves 25 de septiembre en la librería porteña Eterna Cadencia, y en la ocasión Oyola estuvo acompañado por Claudia Piñeiro y Ernesto Mallo.
En el inicio de la presentación, la autora de La viuda de los jueves recordó que se cruzó por primera vez con Oyola en una noche de policiales organizada por el Grupo Alejandría. “Leonardo se subió al escenario con una túnica blanca y nos hizo escuchar un pasaje de su premiada Chamamé. Su decir era entre leído y rapeado. Enseguida me cautivó su forma de comunicarse, y pasado un rato, noté que lo cautivante también era su texto. En ese momento pensé: ‘En poco tiempo este pibe va a ser conocido’, porque su potente literatura (sumada a su personalidad) tenía que terminar de imponerse, y me alegra que así se esté dando”. Luego la autora remarcó que Hacé que la noche venga “puede leerse en muchos planos, como una novela histórica, un policial, un enfrentamiento de vaqueros o una historia terror”, y agregó: “Su obra no da respiro. Tiene una fuerte marca coloquial en los diálogos que le da un enorme vigor narrativo, y una música que le da mucho ritmo”.
En su turno, Ernesto Mallo dijo que “una novela puede tener tantas lecturas como lectores, y en mi caso, leí esta obra como una historia del desamparado, de la gente que vive en la calle. Un desamparo que nos deja en la oscuridad, que tememos desde la época en que los predadores salían a cazar hombres”. También destacó que “al escribir una novela histórica se corre el riesgo de hacer una descripción periodística, y Leonardo superó ese desafío escribiendo una gran obra”. Mallo fue finalista junto a Oyola en el Concurso de Novela Clarín 2004 y en el concurso de la Semana Negra de Gijón 2008.
En el cierre, un trajeado Leonardo Oyola agradeció a los presentes (amigos, familiares y colegas), y leyó un texto sobre “¿Por qué leemos?” y “¿Por qué escribimos?”. “Desde que escribí la novela hasta esta noche que la estamos presentando, me pasaron muchas cosas, para bien y para mal. Tengo muchos momentos a los que clasifico ‘José Vélez’ porque procuro olvidar. Pero por suerte tengo muchos otros a los que estoy aprendiendo a disfrutar. Entre los buenos me he cruzado con muchos lobos blancos, que leen y escriben, con los que compartimos este impulso. Está bueno no sentirnos solos en nuestro oficio, no traicionarnos y seguir nuestra naturaleza”.
En la presentación —en la apertura y en el cierre—, tocó el dúo Los Cachivaches (integrado por Sebastián Pandolfelli y Alejandro Millán Pastori, en guitarras), que cantó una canción inspirada en Hacé que la noche venga. Un detalle no menor, porque, como diría Alberto Migré, “una novela popular tiene que tener una canción pegadiza y de éxito”.
El lenguaje popular
El argot actual
y las expresiones cotidianas son parte de la obra de Leonardo Oyola. Así lo
cuenta el propio autor: “A diario escucho frases muy creativas que trato de
reproducir en mis novelas. Las personas comunes no citan a Milan Kundera, pero
dicen cosas muy originales. Una vez, en mi barrio, presencié una pelea sentimental
que me quedó grabada. Resulta que una mujer le contó a otra que era amante de
su marido, y se armó un revuelo bárbaro. Cuando el hombre llegó a la casa, la
mujer empezó a recriminarle la infelidad. La discusión creció, y el esposo le
pegó una trompada, con tal mala suerte que la mató. Los vecinos alertaron a la Policía de la pelea. Cuando
llegaron los oficiales, encontraron a la mujer muerta y se llevaron al tipo esposado.
En medio de la detención, apareció la amante y le gritó: ‘Te herví el conejo,
Michael Douglas’, en obvia alusión a la película Atracción fatal (Estados Unidos, 1987). Esa frase la usé en Santería (Negro Absoluto, 2008). La mujer era brava, pero buena poeta”.
La comprensión de un destino
Por José María Marcos, especial para INSOMNIA, Nº 131, noviembre de 2008 (*)
Leonardo
Oyola es sin dudas uno de los escritores jóvenes con mayores perspectivas
dentro del ámbito literario. Como todo narrador popular, ningún sentimiento le
es ajeno. Se lo conoce por su amor al policial, pero en sus obras está muy
presente el melodrama, la novela histórica, la pintura de los sectores
desprotegidos y la mirada de la realidad desde lo sobrenatural.
Su primera
novela, Siete & el Tigre
Harapiento (Gárgola, 2005), es un policial situado en 1897 en Buenos Aires.
Como él mismo reconoce, el Tigre Harapiento es un héroe romántico que está en
la mala senda por cuestiones sociales. Se encuentra en la línea de Juan
Moreira, Hormiga Negra o Martín Fierro, pero funciona como un espejo que viaja
en el tiempo. Así como Ernesto Sabato dice que “el presente engendra el pasado”
(Uno y el universo, 1945), podría
afirmarse que Oyola inventa un malevo del pasado para hablar sobre las actuales
relaciones de poder.
En Chamamé (Salto
de Página, 2007) —una novela que apuesta fuertemente al registro oral—, el
Perro Ovejero persigue al Pastor Noe por calles polvorientas y por pueblos
perdidos de la mano de Dios. Ambos son ex convictos que buscan rehacer su vida,
y mientras corren hacia delante en busca de algo que hace tiempo perdieron, van
internándose en un callejón sin salida.
La presencia de lo sobrenatural aparece con más fuerza en
otras novelas. Una de ellas es Santería (Negro
Absoluto, 2008), con la que el
escritor inició un desafío que se prolongará al menos durante cuatro libros.
Más volcado al humor, cuenta el enfrentamiento entre la Víbora Blanca y la
diabólica Marabunta. En Hacé que la noche
venga —recientemente editada— le hace un homenaje tanto al Sabueso de los Baskerville
como a los Expedientes X y se asoma a
lo fantástico.
La nouvelle Gólgota
(Salto de Página, 2008) es —como el propio Oyola reconoce— su historia más personal. En un pasaje, el
personaje central dice: “¿Sabés una cosa? Puras mentiras todo lo que nos enseñó
la Iglesia. No
es como ellos dicen con María, la de Luján o Caacupé. La reina de reinas no es
la madre de Cristo. No es la virgen. La reina de reinas acá y en todas partes
es y será la violencia. Porque esa sí es madre… de todos los males. Es la que
nos moviliza. Por algo violencia rima con esencia. Porque la tenemos en nuestro
interior como motor primario. Sí, la llevamos bien adentro. Todos. Algunos la
tendrán en reposo y es bueno que no despierten lo que está dormido. Otros la
tenemos a flor de piel. Y en eso influye mucho el lugar donde vivimos. ¿Qué
cómo hacemos para irnos bien lejos de toda esta mierda? Me parece que uno con
tomarse el palo sólo cambia la mierda por otra de distinto color”. Y agrega:
“Yo no voy a estar acá para siempre. Tampoco quiero vivir para siempre. Estoy
trabajando en eso. Poca gente logra acceder al secreto de la felicidad, a dos
metas difíciles de concretar: laburar en lo que te gusta y estar con alguien a
quien ames y seas correspondido”.
Este fragmento de Gólgota
es un buen ejemplo del uso que Oyola le da a la primera persona, como una
manera de correrse del medio y cederles la palabra a sus personajes.
Lejos de
querer ridiculizar a sus criaturas, el escritor está en la línea de autores a
los que les gusta mezclar la lengua literaria con el idioma de la calle, para
hablar sobre la realidad, describir costumbres y reflejar ciertas tensiones
entre los distintos estratos sociales.
En este punto vale recordar algo expresado por el joven Jorge Luis Borges
en Discusión (1932): “En mi
corta experiencia de narrador, he comprobado que saber cómo habla un personaje
es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis
peculiar, es haber descubierto un destino”.
La cita
resulta más que pertinente, pues la capacidad de comprender el destino de las
personas de carne y hueso parece ser la clave de la vitalidad de la obra de
Leonardo Oyola.