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El mondo cane de Pablo Martínez Burkett

Fan del dragón Gyllene Draken y
del monstruo de la Laguna Negra

Por José María Marcos, exclusivo para INSOMNIA, Nº 227, noviembre de 2016. Fotos: Gentileza Mai Albamonte Pizarro.

Pablo Martínez Burkett es cultor de la ciencia ficción oscura, el terror y lo fantástico. Nacido en 1965 en Santa Fe (Argentina), publicó los libros de relatos Forjador de penumbras (2011, 1º Premio Mundos en Tinieblas 2010), Los ojos de la divinidad (Muerde Muertos, 2013, Premiado por el Fondo Metropolitano de la Cultura, las Artes y las Ciencias) y su flamante Mondo cane (Muerde Muertos, 2016, con prólogo de Ricardo Acevedo Esplugas). En diálogo con INSOMNIA contó detalles de su nueva obra y habló de su preocupación por la debacle ecológica y social de nuestra civilización.
—¿Cómo nació Mondo cane?
—Hace unos diez años me presenté a un concurso donde salí finalista (el cuento se llama “Sospechas baldías” y por supuesto aparece en Mondo cane). Parte del premio consistía en la publicación en miNatura, revista bimestral especializada en el cuento breve y fantástico. La revista es una de las más importantes en lengua hispana dentro de género. A partir de allí, Ricardo Acevedo Esplugas, el director, me invitó a seguir colaborando. La idea me resultó muy tentadora y me hice la promesa de escribir un cuento para todas las ediciones. Cuando me quise acordar tenía un número considerable de relatos.
—Este es tu tercer libro. ¿En qué se hermana con Forjador de penumbras (2011) y Los ojos de la divinidad (2013)? ¿Y en qué se diferencia?
—Creo que todos participan de ese afán por provocar una torsión de la realidad de modo que lo cotidiano se vuelva extraño. Me gusta manipular lo familiar hasta transformarlo en algo desconocido. Y sabemos, como anticipaba Lovecraft, que el miedo a lo desconocido es el más antiguo y más intenso de todos los miedos. En cuanto a las diferencias, aunque todos pueden inscribirse dentro del llamado fantástico rioplatense, en Mondo cane las historias no sólo que son mucho más cortas sino que, además, están definitivamente orientadas al terror y la ciencia ficción oscura. Espero que en alguna de sus páginas consiga ponerle subtítulos a las pesadillas del lector.

UNA ESCUELA DE ESCRITURA

El autor colabora con distintas revistas del país y el extranjero, entre ellas miNatura, y ha escrito ensayos cervantinos para diversas universidades y las Jornadas Cervantinas Internacionales de Azul. Participó en una decena de antologías y recibió premios en numerosos concursos literarios. Algunas de sus narraciones han sido traducidas al inglés, francés, portugués, italiano y rumano. Forma parte del comité de redacción de Axxón y dirige el blog El Eclipse de Gyllene Draken abocado a la literatura fantástica.
—Escribir para miNatura, ¿influyó en tu forma de narrar?
—No me canso de repetir que miNatura fue una escuela de escritura. Cuajar un relato en 25 renglones que se ajuste a la consigna prefijada en cada edición significó aprender a despojarse de todo lo superfluo. Me obligó a ser conciso, escribir con frases cortas, directas, sin pirotecnia. Solía ser muy pomposo y no digo que esté del todo rehabilitado de esas tempranas vanidades pero trato de hacer todo más simple. Me gustaría alcanzar la modesta y secreta complejidad que Borges auguraba a los redimidos del pecado barroco.
—¿Te sentís cómodo en el mundo de las microficciones? ¿Cuáles son las ventajas que posee este campo y cuáles las dificultades?
—Sí, creo que he encontrado una forma de expresión. La ventaja es que uno puede crear todo un universo en un grano de arroz. Los 25 renglones obligatorios son el relámpago que permiten intuir el contorno de una noche cerrada. No importa donde ponga el foco como autor. Ese universo ya fue creado y habita para siempre en mí. Una desventaja es, quizás, como hasta mi madre me ha dicho, que el cuento se termina cuando la cosa se pone interesante. Otra incomodidad es que en las novelas que vengo escribiendo me cuesta un montón decorar la trama con detalles. Todo me parece sobreabundante.

AGNOSCO VETERIS VESTIGIA FLAMMAE

Abogado (Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe) y Magíster en Derecho Empresario (Universidad Austral, Buenos Aires), el autor tiene estudios de postgrado en la Universidad de Navarra (España), la Universidad Adolfo Ibáñez (Santiago de Chile) y la Louisiana State University (Estados Unidos). Enseña en la Universidad Austral. Todo este universo aparece en sus relatos.
En tus cuentos aparecen muchas citas en latín, mezcladas con elementos de la cultura pop. ¿Cómo trabajás esta tensión?
—Abogado de profesión, el latín es parte de mi formación académica. Además, una leyenda familiar dice que mi padre me hacía dormir mientras recitaba sus declinaciones para el profesorado de Arte. Es probable que el bebé que fui no supiera descifrar el trabalenguas que su padre repetía con menguante torpeza pero esa cadencia informó sus sueños. Y como si fuera poco fui a un colegio de curas. Y me gustaba imaginar que si había una divinidad, si había ángeles, si los ángeles cantaban y si ese canto era culto agradable a Dios, tenían que cantar en latín. Después comprendí que aunque todas esas presunciones fueran verdaderas, el idioma de la divinidad en la que suelo creer tenía que ser el hebreo, o para ser más precisos, el arameo antiguo. Y entonces me metí durante dos años en un templo judío a estudiar kabalah con un hombre santo por maestro. Creo que estos ejemplos sirven para ilustrar la continua tensión que opera en mi vida: soy un hombre de este tiempo pero con inquietudes de otras épocas. Y oscilo entre ambos mundos con renovada ignorancia.
—Siguiendo la idea de tu relato “La ofrenda de Lizzy”, ¿si pudieras crear un nuevo Pablo Martínez Burkett adónde lo enviarías? ¿Qué mejoras, recomendaciones, le harías?
—Soy un desmesurado fanático de Viaje a las Estrellas, sobre todo la serie original. Hace un tiempo fuimos a Disney. En Epcot hay un simulador de un viaje a Marte. Me bajé conmovido por la emoción. Comprendí cuánto me hubiera gustado ser un explorador del espacio. Porque una cosa es imaginarlo toda la vida y otra, experimentarlo, aunque sea por un ratito. Así que sin dudarlo, lo subiría a una nave y lo enviaría a la conquista del espacio. Y ya que menciono el tema de las emociones, eso me da pie para enunciar las recomendaciones. Tuve una educación bastante prusiana, orientada al deber ser y a la atenuación de lo emocional, entonces a este alter ego le diría: “Pibe, disfrutá más. Viví intensamente. Atesorá cada momento como si fuera el último. No te ahorres emociones. No mezquines sentimientos. Dejate querer. Reite mucho. Sé feliz”.
—Haciendo una paráfrasis del cuento “Un estricto apretón de manos”, ¿la muerte es una vieja desdentada que viene a estrecharnos la mano?
—En ese cuento la personifiqué con una imagen más o menos común a todas las culturas. No sé cómo será para el vecino pero para mí la Muerte es una compañera de todas las horas. Las más de las veces no se deja ver. Otras, es tan vanidosa que hasta se consiente una omisión y aplaza deshacer su tejido. Pero siempre sonríe. Sabe que terminaré durmiendo en sus brazos.

CERCA DE UNA NUEVA ERA GLACIAL

—En “Nuestro último hombre en la luna” imaginás el fin del mundo o el comienzo del fin en las décadas del 2030-2040. ¿Por qué tan cerca? Además, la dedicatoria de tu libro dice: “A mi hija Ernestina, la Infanta. Con el compromiso de dejarle un mundo más respirable”. ¿Qué es lo que más te preocupa del presente y del futuro?
—En alguna oportunidad me tocó diseñar estructuras de financiamiento para un desarrollo sustentable. Dicen que estamos entrando en una mini era glacial. Los Estados Unidos acaban de sacar un decreto ejecutivo que crea todo un protocolo para prevenir las consecuencias de las tormentas solares. El apocalipsis climático no es cosa de hippies con el cerebro quemado por las drogas, es algo que está muy cerca. Las fechas del cuento pueden ser más o menos arbitrarias pero no la sensación de inminencia si no hacemos algo que modifique las cosas de manera radical. Y lo que más me alarma es la (des)humanidad. Esa criminal desidia tanto para ocuparse del medio ambiente como del dolor, el hambre y la miseria de sus semejantes. En la medida que nos rodeamos de aparatos nos vamos deshumanizando hasta ser capaces de pasar al lado de un moribundo sin siquiera notarlo o, peor aún, sacarle una foto para subirla a una red social. Todo se reduce a una manifestación testimonial que acalla conciencias. Pero el mundo cruje de violencia y odio; sangra de barbarie y codicia, se desgaja de podredumbre e indigencia. Y todos miramos para el costado. Y le echamos la culpa a otro.
Mondo cane es un extenso catálogo de seres bestiales. ¿Cuál es tu monstruo preferido?
—Si la pregunta refiere a los monstruos clásicos elijo el Monstruo de la Laguna Negra. Tiene esa cosa de viscosidad, de reinado subacuático, de torpe ferocidad, de lascivia brutal. Si refiere a Mondo cane es como preguntarle a un padre a qué hijo quiere más. Creo que todos esos seres bestiales se asocian para conformar (o revelar) el Frankenstein que anida en cada uno. Pero igual, si tengo que elegir, me quedo con Gyllene Draken, mi dragón áureo.

Tres relatos de Mondo cane (Muerde Muertos, 2016) 
de Pablo Martínez Burkett

Un extraño caso de espejismo en la laguna Epecuén

No está muerto lo que yace eternamente.
Y con el transcurso del tiempo
hasta la Muerte puede morir.
H.P. Lovecraft, La ciudad sin nombre

Hace treinta años una sudestada derribó el terraplén. El gobernador decidió dinamitar el muro de contención y la laguna devoró a Epecuén. La población fue evacuada. La furia no respetó siquiera el cementerio y los ataúdes flotaban por las calles. Al bajar las aguas, emergió un pueblo fantasma donde la tierra era un yermo agrietado y los árboles resecos se alzaban como zarpas. No fue mucho después que llegó el Dr. Hariberth Webber. Se instaló en el Hospital abandonado. Hablaba español con dificultad y su presencia infundía temor pero como atendía a los enfermos, nadie receló demasiado. Por aburrimiento me convertí en su enfermera. No era infrecuente que se emborrachara. Una vez se jactó de experimentos que asombrarían a la humanidad. Otras, muchas, maldecía la caída del Muro de Berlín y la postergación de su triunfo. Ahora sé que mi condescendencia lo exasperaba. Una noche me arrastró hasta el último pabellón, lindando con el cementerio. Un espanto inesperado me asaltó: en una pecera enorme, flameaban como banderas una horda de seres gelatinosos, cilíndricos y muy movedizos. Me dijo que eran lampreas. Sus horrorosas bocas de ventosa, plagadas de dientes aserrados se aferraban a algo incierto. Al acercarme, comprobé que estaban fijas en un cadáver al que sorbían con frenesí. Herr Doktor me explicó que la sal de la laguna había preservado los cuerpos con una increíble frescura y que las lampreas se ocupaban de la exigua podredumbre. Eran las condiciones óptimas para administrarles un líquido verde, fosforescente, que burbujeaba en un destilador. Con orgullo declaró que estaba a punto de resolver la fórmula para reanimar a los muertos y restaurar las funciones racionales. Y que yo estaba allí para atestiguarlo. Apretó un botón y las lampreas recibieron una descarga que les hizo soltar el cadáver. Otro botón y un sistema de drenaje vació la pecera inmunda. Cargó una jeringa y fue inyectando pequeñas dosis. En el colmo de lo atroz, el cuerpo comenzó a moverse, con lentitud al principio y con violentas contorsiones después. Abrió los ojos y estiró una mano. Supongo que me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, no había nada ni nadie. Me dicen que estoy en un loquero. Me da lo mismo.

Un fuego demencial en las venas

Es demasiado tarde para ser ambicioso: las
grandes mutaciones del mundo ya se han obrado.
Thomas Browne, Urn burial

Si alguien se lo tiene merecido soy yo. Espero que esto sirva para purificar mi deuda con la humanidad después del estrago que ayudé a provocar con las explosiones nucleares en el atolón Bikini. No es algo que conste en los archivos oficiales, que con burocrática asepsia detallan la reubicación de la población indígena, pero los afectados se cuentan por miles. La abominación que engendramos es una afrenta contra el Cielo. Ninguna causa lo justifica y aunque se conocían los efectos de la radiación en células y tejidos, a nadie le importó. No sé qué era peor, si lidiar con deformados mutantes o con la insensibilidad marcial de mis superiores. Harto de tanta locura, pedí la baja como médico de la Armada y me retiré a un rancho en los bosques profundos de Idaho.
Lejos de los hombres he intentado encontrar la paz. Cada tanto, presto tareas comunitarias en el hospitalito del pueblo. Y no pocas veces, me toca oficiar de veterinario. Así llegaron unos piadosos vecinos con un lobezno al que una trampa le había fracturado una mano. Quizás fui indolente con el anestésico o quizás, era hora de mi castigo, el caso es que el cachorro me mordió. Practicadas las curaciones de rigor, me di una antitetánica y me olvidé del asunto. La herida sanó en un plazo asombroso. Sin embargo, al poco tiempo, empezó a despertarme el minucioso rumor del bosque. En los días siguientes, accesos de furia sustituyeron mi habitual carácter flemático. Otras alteraciones se hicieron más evidentes: podía saltar las peñas o correr por los llanos a una velocidad pasmosa; mi pecho se ha ido poblando de un vello bestial y di en ambicionar el sabor de la carne humana. La sola idea del olor a sangre me embriaga. Se avecina la luna llena y un fuego demencial me hierve las venas. Conozco las leyendas y sé que son del todo inverosímiles, pero nada es absurdo en esta época de horizontes atómicos. Si la Naturaleza ha decidido restaurar el equilibrio, exterminando el nocivo virus humano, no me extrañaría que tenga el honor de ser el paciente cero. Escribo esta nota, no para ser perdonado, sino para librar de culpa a quien ponga fin a mi miseria.

Y al final tenía razón

Ya’ll think us folk from the country’s
real funny-like, dontcha? (1)
Captain Spaulding, House of 1000 Corpses

Juan Torres coleccionaba despidos. Sólo le importaba la ginebra. Odiaba a Wanda, su esposa. Pero más odiaba al hijo de ambos. En ese rencor había mucho de miedo: estaba obsesionado con que el Nani era anormal. Razones no le faltaban. Una noche, muy borracho, creyó ver al niño hablando con seres invisibles mientras brillaba como una estrella. Sintió tanto terror que se orinó encima. Postergó el apetito de degollarlo ahí mismo, total pronto se irían de la ciudad. En la miseria, había aceptado pasar el invierno como casero del establecimiento rural “La Vigilancia”, en el kilómetro 217 de la Ruta del Oeste. Allí partió la familia. Quizás pudiera dejar el alcohol y terminar su novela. Juan se consideraba un escritor injustamente postergado por la insidia de los editores.
El viaje fue apenas menos atroz que el lugar. Clavada en un palo, los recibió una calavera de vaca con unas guampas que, en su paranoia, Juan asoció con las propias. Siempre malició que ese fenómeno de circo no era hijo suyo. Para peor, el cocinero de la estancia no tuvo mejor idea que mostrarles el antiguo cementerio aborigen que estaba tras la casa. De aburrido, el hombre les gastó una broma sobre los espíritus de los indios ranqueles. Juan se rindió a sus pánicos y encontró la excusa para recaer en la bebida. Con una copa de más, alucinaba confabulaciones entre su hijo y los espectros, cuyo resplandor veía en todas partes. Sobrio, forcejeaba con ideas para neutralizar el complot.
Una mañana se despertó en medio del camposanto. En la nervadura de un árbol empezó a notar que se multiplicaban caras de engendros y demonios. La horda siniestra codiciaba los poderes del Nani y lo incitaba a matarlo. En el cobertizo cogió un hacha y de camino a la casa, rumió un parlamento acusatorio. Wanda alcanzó a esconder al niño, pero ella no tuvo tanta suerte y el golpe la partió al medio. El aullido de la mujer hizo salir al pequeño del escondrijo y tomando un cuchillo de cocina, abrió el vientre de su padre. Antes de morir, Juan tuvo tiempo de insultarlo: “maldito bastardo”. El cocinero encontró al ahora huérfano, hablando solo, nimbado por una extraña luminosidad.
(1) Todos ustedes piensan que nosotros los del campo somos graciosos, ¿no?