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La bicicleta de Randolph Carter

Por José María Marcos (*)

Para Waldo Fonseca

En uno de sus últimos viajes oníricos, antes de perderse para siempre, Randolph Carter llegó a un suburbio en plena agonía. En una calle mal iluminada, surcada por enredaderas enfermas, dos bicicletas descansaban en el frente de una casa en ruinas. Hacía calor. La atmósfera era irrespirable.
Como tantas veces, Carter actuó sin pensar demasiado. Impulsado por oscuros presagios, huyó despavorido. Tomó una de las bicicletas con la meta de seguir soñando y buscar nuevos peligros de los que huir. De esa ciudad en descomposición, se llevó además hojas resecas de la enredadera, que luego fumó y que tal vez añoró.
Tras extenuantes aventuras, Carter habría abandonado esa bicicleta en algún rincón inexplorado de la galaxia, o, a lo mejor, la llevó consigo hacia una tumba desconocida, y hoy descansan juntos, aun cuando ningún texto del Círculo Lovecraft lo haya consignado.
La otra bicicleta, la que quedó atrás, se alegró de haber sido la no elegida. Se regocijó de quedar en tierra firme y no tener que soportar el rostro de Azathoth, motor del caos, que babea en el centro del universo.
Esa otra fue, durante la mayor parte de su vida, el medio de locomoción de un buen hombre, tan anónimo como la mayoría. Con el pasar de los años, su juicio sobre el alucinado encuentro con Carter comenzó a cambiar. Como si intuyera algo, el hombre decidió abandonar la bicicleta y la colocó sobre el techo de su casa, en la cornisa, de cara al cielo.
Hoy, la segunda bicicleta especula cómo habría sido su destino si hubiese abandonado la Tierra aquella noche. Piensa que pagaría con gusto cualquier precio con tal de conocer otros mundos.
Aunque olvidó el rostro de su último dueño, jamás dejó de soñar con Randolph Carter.

(*) El relato forma parte de la edición Nº 142 de miNatura, dedicada al género breve fantástico. Especial “Weirds Tales”.


La imagen que inspiró el relato. Foto: Waldo Fonseca.